Año I del ‘Trumpoceno’
En 12 meses, Trump ha destruido casi todas las políticas contra el cambio climático y ha diezmado la financiación de la ciencia
Teresa Ribera 21/01/2018
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Llegó a la Casa Blanca prometiendo la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París, el retorno a la actividad minera y la vía libre para nuevas explotaciones de hidrocarburos en áreas protegidas tanto en tierra firme como en el mar. Y se apresuró a cumplir lo prometido. Confirmando los peores presagios, lo primero que hizo fue nombrar un buen puñado de climaescépticos, perfectos representantes de la plutocracia y de intereses incumbentes, al frente de las principales instituciones federales con responsabilidad en la materia. La llegada de un alto cargo de EXXON a la Secretaría de Estado para dirigir la política exterior americana –con permiso del presidente– fue percibida por los ambientalistas con estupor y… ….¡quién lo iba a decir! como el único nombramiento de los llevados a cabo en responsabilidades climáticas que permitía tener a alguien en la nueva administración que entendiera qué significa el cambio climático. ¿Quién hubiera podido adivinar que Rex Tillerson sería el mejor aliado del clima en una administración americana?
Pero hay más. Sus “secuaces” han dado instrucciones de borrar las series históricas de datos climáticos, pieza clave en los sistemas de observación de la Tierra y el clima de científicos del mundo entero; han prohibido a los servidores públicos hablar de calentamiento global y obligado a hacer desaparecer cualquier referencia a cambio climático en los portales oficiales.
Trump, además, ha diezmado la financiación de la ciencia y eliminado cualquier contribución relacionada explícitamente con el clima de los presupuestos oficiales y de las contribuciones a organismos internacionales; ha derogado los estándares de emisión para centrales térmicas y para vehículos; se ha opuesto a la adopción de recomendaciones de solvencia y seguridad para el sistema financiero mundial en el seno del G20; ha suprimido las referencias a cambio climático en la estrategia de seguridad nacional y ha dilapidado las oportunidades de una participación activa de EEUU en la gobernanza global basadas en la construcción de una prosperidad compartida afín a los objetivos de desarrollo sostenible, en un modelo de comercio mundial y globalización diferentes y en un mejor entendimiento con China y la Unión Europea. ¡Menuda carrera! Máxima eficacia en doce meses. ¡Con lo que cuesta construir, cómo inquieta comprobar lo fácil que es destruir! Es más, cabe preguntarse hasta qué punto sus actuaciones no infringen flagrantemente el mandato de defensa del interés general que se presume en los gobernantes. ¿Para cuándo un impeachment?
Trump ha diezmado la financiación de la ciencia y eliminado cualquier contribución relacionada explícitamente con el clima de los presupuestos
Tantas provocaciones han generado una interesante reacción en cadena entre actores políticos, económicos y sociales de Estados Unidos y en el seno de la comunidad internacional. De algún modo, ha servido para despertar conciencias, hacer ver que no todo es igual y que el progreso no se construye por sí solo, sino que necesita una apuesta activa mantenida en el tiempo. La iniciativa “We are still in”, llamada a subrayar la voluntad de una buena parte de la sociedad estadounidense de actuar en materia de clima con el resto del planeta, suma adeptos cada semana entre gobernadores y alcaldes, entre empresas e inversores americanos. Macron, con cierta ironía, tradujo el slogan “Make America Great Again” en “Make The Planet Great Again” e invitó a Donald Trump a repensar su salida del Acuerdo de París con ocasión de un grandioso paseo parisino como sólo el protocolo galo es capaz de organizar. Merkel, dura y peleona, aguantó el tipo durante la presidencia del G20, logrando un G19 + 1 frente al riesgo de dilución de la iniciativa. China resistió el envite y pasó directamente al contrataque en el escenario mundial. El resto del mundo en desarrollo reaccionó con elegancia y dignidad, pidiendo explicaciones a semejantes disparates con efectos directos sobre su propio futuro y reafirmando su voluntad de reforzar un modelo de desarrollo compatible con los límites planetarios. ¿Y Europa como actor global? Ahí sigue, a trompicones y no sin dificultades. Por debajo del nivel que hubiéramos esperado de ella, generando preocupación por su respuesta un tanto meliflua en los debates internos, pero resiste.
Superada la incredulidad inicial, toca hacer balance, entender por qué “vale más una mentira conveniente que una realidad inconveniente”, qué consecuencias puede tener lo ocurrido y de qué modo se puede evitar que vaya a más.
Ni el cambio climático es una realidad oculta ni hay dudas racionales sobre las consecuencias de la peligrosa carrera en la que estamos inmersos. Sin embargo, una buena parte del electorado americano ha preferido secundar una opción contraria a sus intereses. Hay cortoplacismo y resistencia al cambio entre quienes quieren apurar las ventajas y beneficios que les proporcionaba el modelo anterior. Pero hay también miedo, desconfianza y descontento en colectivos frágiles que intuyen pérdidas importantes en su modo de vida sin alternativas claras en el horizonte. ¿Por qué confiar en una señora “bien” que hace campaña prometiendo el cierre del carbón?, ¿qué entenderá ella del sentido de pertenencia de las comarcas mineras y un estilo de vida que se desvanece?
Es un terreno abonado para la desfachatez de Trump, que se consolida gracias a una mezcla de realidad parcial y propaganda real. Una combinación que apunta la existencia de unas élites intelectuales, económicas y políticas que han facilitado la mejora sustantiva de su propia situación y/o la transferencia de recursos y bienestar a países alejados, cuyas sociedades todavía son identificadas con algo muy ajeno –en vez de como parte de un planeta limitado e interdependiente cuyo progreso o malestar incide directamente en nuestra vida cotidiana.
Así se siente una buena parte de la sociedad occidental. Es la lectura perversa de una globalización mal llevada, en la que los Estados no han logrado perfilar su papel de árbitros en favor del interés general, garantes de las reglas que ellos mismos habían subrayado desde Río en 1992 cuando abrazaron las propuestas sobre “Nuestro Futuro Común” que Gro Harlem Brundtland había publicado pocos años atrás, recogiendo la tradición del Club de Roma y la Conferencia de Estocolmo. Un comercio globalizado con pequeños beneficios para muchos, grandes beneficios para pocos, pérdidas para las clases medias occidentales y enormes costes para el planeta. Trump representa el lado oscuro del contrapoder: verdad y mentira mezclados; demagogia y plutocracia combinados en favor de unos –muy pocos– y detrimento de muchos –incluidos una buena parte de sus propios votantes.
Pero hacer frente requiere una gestión osada e inteligente de la agenda de la sostenibilidad en un mundo de recursos limitados. Las soluciones locales, la equidad, la capacidad de arbitrar propuestas de redistribución e inversión en modelos de prosperidad compatibles con los recursos naturales tendrán que ocupar la agenda pública con valentía: ciencia comprometida con la humanidad más allá de la torre de marfil; políticos con visión estratégica y clarísima vocación social; y economía capaz de hacer bien las cuentas, computando el valor real, precioso y finito del planeta y sus equilibrios físicos y químicos.
Un valor ambiental y económico que también lo es político y social. Muchos lo han entendido –China incluida– y aceleran el ritmo para prepararse a la nueva realidad. No será fácil y se podrán cometer errores, pero el más peligroso de todos es el de jugar con la paciencia y el sufrimiento ajenos en beneficio caprichoso y cortoplacista propio. Por ahora, hemos sobrevivido al primer año de la nueva era. Ojalá el “Trumpoceno” tenga los días contados y lo superemos a tiempo para evitar el cataclismo final. Continuará.
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Teresa Ribera
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