‘The Paris Review’ y el arte de la entrevista
Una reflexión sobre el género de la entrevista a propósito del patrón creado en su día por la célebre publicación
Ignacio Echevarría 2/02/2018
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The Paris Review fue fundada en el verano de 1953 por un grupo de amigotes, la mayor parte norteamericanos, que en aquel momento vivían en la capital francesa esforzándose en llevar una vida bohemia. Al parecer, la iniciativa surgió de Harold H. Humes, William Pène du Bois y Peter Matthiessen (aunque hay toda suerte de versiones contradictorias al respecto), pero muy pronto la revista quedó en manos de George Plimpton, que se la llevaría más adelante a Nueva York y sería su "conductor" hasta su muerte, en 2003. Alrededor de la publicación pululaban al comienzo nombres como los de Irwin Shaw, James Baldwin, Thomas H. Ginzburg, John P.C. Train, Terry Southern, William Styron y J.P. Marquand, la mayoría escritores, casi todos escasos de recursos, todos con ganas de promocionarse. La idea era hacer hueco a una publicación atenta sobre todo a trabajos de creación –ya fueran de ficción o de poesía–, y en la que la crítica cediera lugar a lo que los propios autores quisieran decir sobre sí mismos y el proceso de la escritura. Hay que hacer un esfuerzo para calibrar la novedad que esto último entrañaba en un panorama dominado –en Francia y fuera de ella– por el criticismo. The New Yorker quedaba lejos y faltaban décadas para que naciera Granta. El caso es que, desde muy pronto, la revista incluyó largas entrevistas a escritores, centradas sobre todo en los aspectos técnicos de su trabajo. Ya en el primer número, apareció una entrevista con E.M. Forster que marcaría la pauta a seguir en lo sucesivo. Con el tiempo, las entrevistas de The Paris Review se convertirían en seña de identidad de la publicación. De hecho, marcaron un estilo propio dentro del periodismo literario: eran –son todavía– entrevistas muy elaboradas, por lo general hechas en varias sesiones (a veces con meses –cuando no años– entre una y otra), a veces por más de un entrevistador, y sometidas a revisión por los propios entrevistados, de modo que aseguraran la mayor fidelidad deseable a sus palabras, a sus ideas. De nuevo hay que hacer un esfuerzo de imaginación para hacerse cargo de la rareza que esto suponía. La cuestión es que las entrevistas de The Paris Review han adiestrado a varias promociones tanto de periodistas como de escritores en el difícil arte de preparar, mantener y construir una conversación previamente pactada, y han conseguido que un buen número de lectores, incluidos algunos muy suspicaces, corrijan sus prejuicios hacia un género que suele ser pasto de la impudicia y la improvisación. Entretanto, por las páginas de The Paris Review ha desfilado lo más granado de la literatura contemporánea occidental. La lista de los entrevistados es sencillamente apabullante.
Para aprovechar todo el material acumulado a lo largo de más de cinco décadas, The Paris Review ha generado una industria consistente en ingeniar toda suerte de compilaciones, a partir de todo tipo de criterios. En los prólogos que suelen anteponerse a estas compilaciones, es casi preceptivo incluir alguna reflexión sobre el género de la entrevista. Lo que sigue es un extracto de la que yo mismo hice con motivo de prologar mi propia selección de entrevistas de The Paris Review para la editorial El Alpeh, que entonces conducía con buen pulso Camila Enrich. El volumen resultante se tituló El arte de la ficción, incluía un total de diecisiete entrevistas a otros tantos novelistas del siglo XX, desde Georges Simenon a Joyce Carol Oates, pasando por Céline, Isak Dinesen, Manuel Puig y Philip Roth. Debo añadir que me lo pasé estupendamente haciendo ese trabajo.
A la altura de 1926, puesto en situación de realizar él mismo una entrevista a un escritor (Alfred Polgar), decía Robert Musil que la entrevista "es la forma artística de nuestra época"; pues "la belleza capitalista", según él, "reside en que el entrevistado hace todo el trabajo espiritual y no recibe nada por él, mientras el entrevistador no hace en realidad nada pero percibe sus honorarios por ello". Como ya se ha apuntado, las entrevistas de The Paris Review contribuyeron desde el principio a erosionar este prejuicio, y lo hicieron a fuerza de hacer trabajar al entrevistador al menos tanto como al entrevistado. La primera consecuencia de ello fue la satisfecha aprobación del entrevistado. La segunda, un elevado nivel de conversación. Así y todo, por muy trabajada que esté la entrevista en cuanto tal, siempre da lugar a reservas muy justificadas. Ya metido en la industria del aprovechamiento, cabría hacer una estupenda antología con las protestas que los autores entrevistados por The Paris Review han hecho con motivo de ser entrevistados. El propio George Plimpton hubo de oír, de boca de Ernst Hemingway, a quien él mismo entrevistó en 1958, que "es muy malo para un escritor hablar de cómo escribe", y cabe suponer que se quedaría de piedra cuando, después de recibir varias réplicas, el novelista le soltó: "El hecho de que esté interrumpiendo un trabajo serio para responder estas preguntas demuestra que soy tan estúpido que debería recibir un severo castigo. Lo recibiré. No se preocupe".
Lo cierto es que muy frecuentemente las entrevistas, da igual quién las haga, se vengan de quien las ha concedido. Puede que sea John Updike quien mejor ha acertado a explicar los motivos. En su correspondiente entrevista para The Paris Review declara cuánto detesta el género, y le dice a su entrevistador: "Por mucho que uno se esfuerce en ser sincero y cabal, los periodistas son intrínsecamente falsos. Hay algo terriblemente equívoco en el hecho de comprometerme con ese chisme y con la versión que salga de él: usted podría ser sordo, y la máquina, deficiente. El caso es que todo cuanto salga de ahí quedará vinculado a mi nombre cuando en realidad no es para nada mío. Mi relación con usted y mi manera de hablar en voz alta están tergiversadas de partida. En cualquier entrevista uno termina por decir más o menos lo que quiere. Abandona uno el terreno que le es más propio y se transforma en un charlatán cualquiera".
Quizá no esté de más recordar aquí que el auge de la entrevista como género periodístico tiene lugar en una época fuertemente intoxicada por la cultura del secreto. Al fin y al cabo, el psicoanálisis no deja de ser un tipo de entrevista, y los diarios, sensacionalistas o no, se juegan su fortuna en la revelación de lo que permanecía oculto. Los entrevistadores recuerdan a menudo a los paparazzi: son capaces de todo por conseguir una frase. Su trabajo consiste en aquello justamente que Updike más teme: hacer decir al entrevistado más de lo que él quiere. O mejor aún: hacerle decir aquello que no quiere. Parece entonces que la entrevista ha conseguido su objetivo: des-cubrir al famoso en cuestión. Puede ocurrir, sin embargo, que el personaje descubierto tenga poco o nada que ver con aquel al que se ha ido a entrevistar. No es tan extraño: uno va a conocer a –pongamos– a un escritor y de pronto se encuentra –¡oh!– con el hijo de la portera. Se trata a veces de aceptar lo que casi nunca se considera: que el escritor público y la persona privada sean dos entidades superpuestas, difíciles de conciliar en el cauce de una misma conversación, que deberá decidir a cuál de las dos interpela.
Para comprender esto último, sirven inmejorablemente estas palabras del narrador uruguayo Mario Levrero, formuladas también con motivo de ser entrevistado (aunque no para The Paris Review): "El escritor es un ser misterioso que vive en mí, y que no se superpone con mi yo, pero que tampoco le es completamente ajeno. Afinando un poco más la percepción, podría decir que el escritor se crea en el momento de escribir, por la confluencia del yo con otros estratos, núcleos o intereses del ser. Cuando yo respondo preguntas u opino por mi cuenta, sea de viva voz o por escrito, puedo asumir el rol de escritor, es decir, ponerme el disfraz o la máscara que me parece adecuada a esa función, pero no puedo responder ni opinar desde la función [...] El escritor se crea en el acto de escribir; concluido éste, se disuelve. El yo queda miserablemente solo frente al crítico y al público; de ahí la necesidad del disfraz o rol –que no debe confundirse con el escritor: a ése sólo se le puede encontrar en los textos literarios".
Y bueno, las entrevistas de escritores de The Paris Review optan, de partida, por interpelar a la persona en cuestión en su rol de escritor. Seguramente es lo más honesto que cabe hacer, y es también lo más tranquilizador para el interrogado, aun cuando sea de la opinión de Hemingway y piense que, una vez publicada la obra, "no le corresponde al escritor explicarla ni hacer visitas guiadas a través de los territorios más complejos de la misma". Ocurre, sin embargo, que entre las entrevistas hechas en los años cincuenta o sesenta y las más tardías se aprecia una tendencia creciente a dar cabida a aspectos cada vez más personales. Es como si éstos estuvieran cada vez más comprometidos en el rol público del escritor, que poco a poco deja de sentir como una intrusión del entrevistador, o como un impudor por su parte, referirse a asuntos que poco antes se hubieran considerado privados. En general se aprecia, en el transcurso del más de medio siglo que llevan haciéndose las entrevistas de The Paris Review, una actitud cada vez más abierta, cada vez más generosa y más concienzuda también, por parte de los entrevistados, consecuencia palpable de la proliferación incesante de las entrevistas en todos los medios y de la consiguiente familiaridad con que el escritor contemporáneo se sirve de ella como instrumento de expresión.
Ya va dicho que las entrevistas de The Paris Review han marcado todo un estilo dentro del género y se han hecho más o menos míticas por méritos propios. Es hora de puntualizar, sin embargo, que, en todo este tiempo, las entrevistas en cuestión han sido perpetradas por toda suerte de entrevistadores y que no pocos entre ellos han cometido auténticos destrozos. Quienes en su momento, o mucho después, vieron las justamente afamadas entrevistas de Joaquín Soler Serrano en el programa A fondo, que emitía TVE saben a qué me refiero. Seguramente es cierto que según qué entrevistas consiguen ser buenas a pesar de la torpeza o de la estupidez del entrevistador. Los hay que son capaces de sobreponerse y salir airosos frente a las preguntas más aburridas o más idiotas. Pero no siempre ocurre así, ni mucho menos. Ni siquiera con las entrevistas de The Paris Review. Quien se ha visto en la situación de hacer una selección de las mismas lo sabe bien. A menudo, uno acude ilusionado al reclamo de un nombre que admira, y se encuentra con un texto tedioso, desviado continuamente por las interrupciones de un mentecato incapaz de escuchar a quien tiene delante. Ah, no; no es oro todo lo que reluce, ya se sabe.
Por otro lado, hay que admitir que algunas entrevistas han envejecido. A menudo, eso se debe a las propias premisas de las entrevistas de The Paris Review, que tienen por consigna internarse, como ya se ha dicho, en los aspectos más técnicos de la escritura, lo cual invita a muchos entrevistadores a mostrarse demasiado insistentes con fatigosas preguntas acerca de los horarios, manías, costumbres y supersticiones de los entrevistados. En la actualidad, cuando es raro el escritor que no emplea el ordenador, las prolijas explicaciones acerca de las preferencias entre, por ejemplo, escribir a mano o a máquina, o sobre la tinta que a cada cual le gusta emplear, suenan tan extemporáneas como si se estuviera razonando sobre las ventajas de usar plumas de ganso o de faisán. Pero este es un aspecto que subraya, en definitiva, la naturaleza periodística del género entrevista, que en cuanto tal se debe a la actualidad, y se resiente tanto de la caducidad de la misma como de los intentos de obviarla, de las tentaciones de escribir para una dudosa posteridad, que evoluciona siempre en direcciones imprevisibles.
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Autor >
Ignacio Echevarría
Es editor, crítico literario y articulista.
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