MÚSICA
Aristóteles al piano: los cuatro elementos del jazz
Elijan a sus pianistas favoritos y traten de traducirlos a su materia sonora constitutiva. Materia pura o mezcla de materias, dependerá. No hay motivo, en cualquier caso, para hacer apuestas estéticas a favor de un elemento
Ignacio Sánchez-Cuenca 14/02/2018
![<p>Art Tatum.</p>](/images/cache/800x540/nocrop/images%7Ccms-image-000008993.jpg)
Art Tatum.
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Si algo llama la atención en la música de jazz, es la tremenda riqueza de recursos expresivos que posee. Su lenguaje es rico como pocos en matices, permite reflejar la vida en toda su complejidad. Los músicos de jazz se desnudan ante el oyente, mostrando su irreductible individualismo. Cada uno de ellos moldea su sonido de acuerdo con su experiencia de la vida y su propia personalidad. Los mejores músicos de jazz plasman su existencia en el sonido de su instrumento, logrando un estilo inmediatamente reconocible. En su versatilidad infinita, el jazz consigue reflejar la gama completa de las emociones humanas, a veces de forma pura, a veces mezclándolas de forma incomprensible para la razón. Los solos de Louis Armstrong tenían la capacidad única, irreproducible, de fundir la alegría de vivir con una melancolía profunda. La ira, el humor, la tristeza, la lujuria, la espiritualidad, la desesperanza, el amor, el entusiasmo, el desconsuelo, el goce… son la materia de la que se nutre el jazz.
Y de materia quería hablar. Les propongo un juego: tratemos de organizar el flujo emocional del jazz a través de los cuatro elementos aristotélicos que constituyen el mundo material. Son cuatro polaridades físicas que, mediante un sencillo truco sinestésico, haré corresponder con las formas de la experiencia musical. Agua, tierra, fuego y aire. Dejo a la libre imaginación de cada uno las analogías que se deseen establecer entre los cuatro elementos y las emociones. No me pida el lector que lo explique con precisión, pues arruinaría la idea. Les invito a que se dejen llevar por las asociaciones.
Hay músicos que se orientan hacia algunos de los polos. Su estilo parece hecho de agua, de tierra, de aire o de fuego. Hay otros que combinan varios o todos estos elementos. Unas mezclas, por supuesto, son más fáciles de lograr que otras, pero luego veremos que algunos de los grandes genios destacan, entre otras cosas, por haber sido capaces de fundir elementos que parecían incompatibles. El agua y el aire tienen una especial afinidad, igual que la tierra y el fuego. Agua y fuego, en cambio, no casan bien, de la misma manera que tierra y aire son opuestos naturales.
Basta de prolegómenos. Empezaré por las 88 teclas del piano. Al fin y al cabo, es el instrumento más completo por su registro percusivo, armónico y melódico y, por tanto, el que despliega con mayor claridad el dominio de los diferentes elementos. Otro día, si esto funciona, continuaré con otros instrumentos.
Los dos grandes virtuosos, los colosos del piano: Art Tatum y Oscar Peterson. Los solos de Tatum estaban hechos de aire, los de Peterson de fuego. Las armonías de Tatum eran gaseosas, en continua expansión, ligeras al oído, pero de complejísima elaboración. Peterson adoptó la técnica de Tatum y la transfiguró en fuego ardiente. Su música quema, te empuja, te transmite una energía prodigiosa. Si les apetece, comparen las interpretaciones de Tatum y Peterson de un clásico entre los clásicos, “I Got Rythm” (aquí y aquí), y díganme después si no está clara la diferencia entre el aire y el fuego.
McCoy Tyner tocaba con la pesadez de la tierra, rotunda, rugosa y sucia. Acordes enormes, graves, que envolvían e impulsaban las sacudidas de la mano derecha. Igual que tantos pianistas de blues, de boogie y del stride de Harlem antes que él. Recordemos a un pianista maldito de Nueva Orleans como James Booker, alcohólico, heroinómano, tuerto, esquizofrénico y gay, su música es barro puro, arrastrada, doliente: no dejen de escuchar esta interpretación desgarradora e inconsolable de “St. James Infirmary”. Don Pullen, el pianista que podía dejar las teclas manchadas de sangre, lo dijo bien claro en una entrevista: “I like it down and dirty”. Sus solos te transportaban al subsuelo, te ponían en contacto con fuerzas telúricas, era una música oscura: no se pierdan esta versión de Warriors. No todos los pianistas terrosos han sido negros: para mí que en Tete Montoliú había mucha tierra.
Bill Evans, en cambio, es agua cristalina. Música clara, deliciosa, que refresca el espíritu e invita a la contemplación. Fluye como un manantial, en perfecta armonía, con limpieza. Escuchen una vez más un clásico de su primera época, “When I Fall in Love”. Notas transustanciadas en gotas. Los pianistas blancos han tendido al agua y al aire. Líquidos han sido Al Haig y George Shearing, gaseosos Keith Jarret, Enrico Pieranunzi y Brad Mehldau. Pero también hay pianistas negros de swing cosquilleante, fresco y acuoso, como Teddy Wilson, Nat King Cole o Red Garland. Los pianistas líquidos miman las teclas, las acarician.
Los pianistas más complejos son aquellos que hicieron un arte personalísimo de las mezclas de elementos. Bud Powell juntó la tierra y el fuego. Su música era volcánica, venía de las profundidades de la mente, salía a la superficie con la violencia de la lava. Y el más fascinante y misterioso de todos, Thelonius Monk, logró la fórmula secreta que permitía integrar tierra y aire. De ahí que su estilo fuera tan único, tan irrepetible. Unir la tierra del blues con una abstracción rayana en el misticismo: Monk se elevaba de las profundidades abisales a las alturas nebulosas, constituyendo un mundo absolutamente propio. Y Cecil Taylor, el pianista total, que consiguió fundir tierra, fuego y aire rompiendo las costuras del jazz.
Elijan a sus pianistas favoritos y traten de traducirlos a su materia sonora constitutiva. Materia pura o mezcla de materias, dependerá. No hay motivo, en cualquier caso, para hacer apuestas estéticas a favor de un elemento u otro. Se puede disfrutar con igual intensidad de un piano agua y de un piano fuego. Si nada humano nos es ajeno, nos perderíamos un trozo indispensable de la experiencia vital renunciando a alguno de los elementos.
Aristóteles defendió que por encima de los cuatro elementos fundamentales, en las esferas supralunares, se encontraba la quinta esencia, el éter, más sutil que los otros cuatro elementos. Esta quinta esencia, en el plano musical, no es otra cosa que el ritmo, el principio de todo movimiento. Sin ritmo, los cuatro elementos se desintegran. O, como dijo Duke Ellington dando título a una de sus composiciones, “It don’t mean a thing if it ain’t got that swing”.
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Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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