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Érase una vez una mujer sentada

Una aproximación personal a ‘El entusiasmo’ de Remedios Zafra

Carmen G. de la Cueva 3/03/2018

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“La Red ha dividido mi vida en 300 tareas, de las cuales 98 tienen que ver con teclear; 35 corresponden a ¡buscar, buscar!; 6 a actualizar software; 51 a almacenar archivos; 67 a minimizar-maximizar; 18 a descubrir mi cuerpo (¡oh, cielos, mi cuerpo!); 34 a esperar que llegue «ese» correo; 19 a derivar online; 45 a contactar contigo; contigo; contigo; 36: «do it yourself» (myself); 21 a «no me están viendo»; 9 a «que mañana será otro día». La Red no rehúsa otras tareas heterogéneas para hacer en la intimidad de mi cuarto propio. La suma no coincide con la división prevista porque constantemente surgen tareas y clasificaciones nuevas.”

Mi vida en la primera IP, obra artística, Laura Bey, 2010 

Uno. Confesiones de una pobre que crea

El muro de Facebook es el lugar adonde van a parar todas nuestras desdichas. Con mayor o menor timidez, compartimos el desahogo de unas vidas que en nada se parecen a esas que soñábamos cuando estudiábamos periodismo, filología o bellas artes, cuando, tiradas boca arriba en las camas de nuestros cuartos propios de provincia, fantaseábamos con la idea de ganarnos la vida escribiendo o pintando.  En el muro de una amiga escritora leo —después de los libros, la experiencia de mis amigas y de las amigas de mis amigas es la mayor fuente de conocimiento que poseo—: “Me gustaría trabajar pero no tengo tiempo. Me gustaría cobrar pero tampoco tengo tiempo. Debo entregar una columna. O sea, me toma más tiempo hacer una factura o preguntar varias veces cuándo me van a pagar que gastarme la plata que no me pagan por un artículo. Todo se queda en mi mente. La columna, la factura, la pasta”. La cita pertenecía a Confesiones de invierno, un artículo de la escritora Gabriela Wiener en El salto.

Es demoledora la manera en que el tema de la precariedad laboral se cuela en casi todas las conversaciones que mantengo con amigas y conocidas —casi siempre, tecleando desde mi cuarto propio y, a veces, si tengo suerte y he cobrado algún artículo que escribí hace tres meses, la conversación tiene lugar en una cafetería—, pero es un tema que pocas veces encuentro en la prensa contado en primera persona por alguien que tiene visibilidad, que escribe y que publica, alguien que se confiesa: “Trabajo con poncho en Europa, como Chavela Vargas, soy una montaña de jerséis y mantas de las que brotan mis pequeños dedos tecleadores, por eso todo lo que sale de mi pluma empieza a ser cavernoso. Me gustaría escribir pero no tengo tiempo porque debo escribir. Si no fuera periodista, eso sí, seguro, no tendría estos pelos de momia inca. Paso demasiado tiempo con la cabeza apoyada en algo, en una idea, en un párrafo, en un cojín, en algo que no cierra y que enmaraña. No me peino. No tengo tiempo”. 

Leo el artículo justo una hora antes de mi entrevista con Remedios Zafra para hablar de El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital (Premio Anagrama de Ensayo, 2017) y copio la cita para leérsela. También le llevo alguna otra de Clavícula de Marta Sanz. Tres escritoras hablando de precariedad al mismo tiempo no puede ser una coincidencia. Tampoco lo es que las tres sean mujeres y que, cuando una las lee se sienta tan interpelada: están hablando de nosotras

Alguien podrá sacar el argumento ya muy manido de que el arte no da dinero, algo que he escuchado toda mi vida desde que quería ser periodista a los doce años: “Niña, ¡cuánta hambre vas a pasar!”. Aquello me parecía un chiste, una broma de muy mal gusto. Yo era la primera sobrina, la primera nieta, la primera hija que iba a la universidad y creía en el poder del esfuerzo: estudia mucho, niña, lee mucho, niña, pide todas las becas posibles, niña y lo conseguirás. Nunca se me pasó por la cabeza que una generación entera –la mía: una generación licenciada, posgraduada y doctorada, con idiomas y becas en el extranjero, una generación de entusiastas– cobraríamos (sesenta o noventa días después de publicar) cincuenta, setenta y cien euros, como mucho, por artículos en prensa, facturando, muchas veces, a través de cooperativas o de amigos por no ganar ni siquiera para pagar la cuota de autónomos; no imaginamos nunca que estaríamos trabajando diez, doce, trece horas diarias para llegar siquiera a los mil euros; o que trabajaríamos en bares, tiendas y haríamos prácticas a los treinta años y, además, escribiríamos gratis para publicaciones diversas en su tiempo libre que nos pagarían con “visibilidad”; o que seríamos madres a los treinta y tres –si ese deseo de ser madre no se veía frenado por la precariedad– y renunciaríamos a trabajos porque  estar en casa y cuidar de los hijos y leer e intentar escribir ahora, por fin, trae más cuenta que trabajar fuera por ochocientos euros y pagar más de doscientos por una guardería. En el mejor de los casos, las integrantes de esta generación tendrán padres que les ayudarán a sobrellevar la precariedad económica y emocional; en el peor, habrán estudiado con becas del Estado y tendrán que elegir entre un trabajo precario y piso compartido en la capital hasta que ocurra un milagro o volver a sus cuartos propios de provincia, de los que quizá nunca puedan volver a salir. Una generación entera paralizada por un muro invisible.

En mi vida de entusiasta, primero tímida y, más tarde, inducida, nunca se me había pasado por la cabeza que a los treinta y dos años estaría así.  Lo sé, lo sé, sé que soy afortunada, que soy prácticamente una privilegiada, porque tengo techo y comida y me dejan escribir de vez en cuando y salgo en los periódicos y doy charlas y publico libros y tengo La tribu . Zafra explica que ese entusiasmo que nos lleva a intentar darlo todo encuentra “sus máximas expresiones de júbilo forzado en trabajos culturales, creativos y cada vez más en el contexto académico”. Exactamente a lo que nos dedicamos. Últimamente, cuando me tumbo boca arriba en la cama y agarro entre mis manos ese libro, esas galeradas, ese ensayo de cuatrocientas páginas que debo leerme en un par de días para escribir un artículo que cobraré dos meses más tarde, me entra una angustia que “punza y arrastra” y que no me deja dormir. 

[Comencé a leer El entusiasmo en noviembre de 2017. Leía un fragmento y tenía que parar porque vibraba el móvil: 1 actualización de Idealista, 1 actualización de Wallapop; 3 correos de Gmail; 5 de Outlook; 43 WhatsApp de 3 grupos distintos. Leía otro fragmento y la escritura de Zafra me golpeaba tan adentro que necesitaba compartirlo: 1 foto de la cita para mi novio; 2 fotos para un grupo de WhatsApp; 1 para Instagram. Terminé de leer El entusiasmo en enero de 2018, pocas horas antes de entrevistar a su autora para esta publicación. He tardado semanas en superar su lectura y aquello que Zafra me dijo cuando nos vimos: “Eres una de esas personas en las que me he inspirado para contar la historia de Sibila”. El entusiasmo íntimo me ha alimentado en los últimos años, pero la pasión que “punza y arrastra” es ahora casi una carga. ¿Acaso nuestra precariedad no tiene fin?]

Dos. Cuando todo tiembla: entusiasmo y autoexplotación

“Cuando patinamos sobre el hielo quebradizo, nuestra seguridad depende de nuestra velocidad.”
On Prudence, Emerson

“Cuando pienso en mis últimos años como profesora, un ejército de compañeros y estudiantes entusiastas viene a mi mente. Muchos de ellos han quedado grabados en mi memoria, juro que con verdaderas estrellas en los ojos.”

El entusiasmo, Remedios Zafra

¿Cómo vivir sin dinero? ¿Cómo seguir manteniendo un entusiasmo tímido? “En algún momento de nuestra historia hablar de dinero cuando uno escribe, pinta, compone una obra o crea se hizo de mal gusto. Como si la creación habitara esa dimensión donde el pago ya se presupone suficiente en el ejercicio creador; como temiendo (o alimentando el temor) que las palabras dinero o sueldo entren en conflicto con la inspiración, que algo ensuciara el mundo abstracto y limpio de la obra, aun cuando está hecha entre detritus y miseria”. El ensayo de Remedios Zafra articula todas las miserias de nuestra generación y les da nombre. Al leerla, una se da cuenta de que la culpa de tanta frustración, tanto insomnio y tanta hambre no la tiene una. Lo que Zafra consigue con su escritura es crear un relato colectivo que teoriza sobre de qué manera la precarización laboral y la conexión permanente a la red nos está destrozando. 

La autora miró a su alrededor y escuchó los relatos de precariedad de sus propias compañeras en la universidad. Profesoras asociadas que llevan años dando clase, a las que prácticamente les cuesta dinero trabajar porque lo hacen como autónomas en universidades públicas, que no pueden investigar y publicar papers –quien no publica los papers lejos se queda de conseguir una plaza– porque tienen cientos de horas de docencia: “Creo que muchos de los nuevos pobres que hablan de la época de hoy (y cuya genealogía fundiría sus raíces en formas feminizadas de trabajo) habitan ahí, donde la ‘forma capilar de existencia’ del poder y de la expectativa –propia y ajena– vulnerabiliza silenciosamente y limita a las personas en sus tiempos y en sus medios”. 

¿Quién custodia nuestro tiempo? ¿Quién? En El tiempo regalado (Libros del Asteroide, 2018), Andrea Köhler afirma que en nuestro tiempo existe la manía de ver las horas del día como si fueran un presupuesto del que disponemos: cuando el tiempo se experimenta como retraso, estamos ante una pulsión explotadora. El filósofo Zygmunt Bauman se pasea por las páginas de El entusiasmo para recordarnos lo que ya enunció en Vida líquida: que la de nuestra generación es “una vida precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constante. Las más acuciantes y persistentes preocupaciones que perturban esa vida son las que resultan del temor a que nos tomen desprevenidos, a que no podamos seguir el ritmo de unos acontecimientos que se mueven con gran rapidez”. No puede detenerse. A mayor velocidad, menor es el peligro de caída. “La vida en la vida moderna líquida”, dice Bauman, “es una versión siniestra de un juego de las sillas que se juega en serio”. ¿Cómo adaptarse al vértigo constante, a las fisuras del hielo bajo nuestros pies? 

Creo que Köhler se queda corta cuando habla de pulsión explotadora. La nuestra es más bien autoexplotadora: conectados veinticuatro horas al mail, al Facebook, al Twitter, a Instagram, subiendo fotos de lo que escribimos y leemos, de lo que opinamos como forma de crear una marca personal, un sello –el “sujeto como marca”–, con la esperanza de que alguien se fije en lo que hacemos, en todos esos ojos que nos miran a través de las pantallas, y nos dé una oportunidad. Lo dijo el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en una entrevista reciente: “Ahora uno se explota a sí mismo figurándose que se está realizando; es la pérfida lógica del neoliberalismo que culmina en el síndrome del trabajador quemado”. Y también Zafra a través de las palabras de Hito Steyerl: “Esta explotación concentra muchas de las contradicciones del capital, sembrada de motivados colaboradores, investigadores y contadores de ‘sí mismos’, que se exigen máxima dedicación, energía, entrega y sonrisa, como inercia que augura reconocimiento, quizá trabajo, quizá futuro”. El entusiasmo se usa en nuestro tiempo como argumento para legitimar nuestra autoexplotación. Nuestra entrega, nuestra energía, todas las propuestas, ideas, mails, reuniones sostenidas por el entusiasmo, un hilo que –a medida que el tiempo pasa, cumplimos años y nuestra cuenta bancaria sigue tiritando igual– se deshilacha. 

Existen, según Zafra, dos tipos de entusiasmo que practicamos sin pudor: el íntimo, el que viene de la pasión –la escritura, la pintura, el cine–, que requiere tiempo y espacio, un hueco en blanco en nuestras afanadas vidas; y el inducido, una herramienta capitalista que esconde nuestra frustración, nuestra tristeza y precariedad bajo una máscara de motivación. ¿Os suena? Es como si Zafra conociera nuestras vidas, estuviera a nuestro lado cada mañana, en el cuarto propio –en la mesa de la cafetería de la esquina donde, a veces, te llevas el portátil para ver algo más que tu propio rostro reflejado en la pantalla–, tecleando a nuestro lado: el entusiasmo salva y condena a la vez. “Mientras moviliza sienta las bases de una suerte de explotación contemporánea en la que se ven atrapadas aquellas personas que necesitan/buscan un sueldo para pagar tiempo de investigación o creación, a diferencia de aquellos que –como en el pasado– disponen de medios que pueden convertir en tiempo y libertad creadora”. Es el entusiasmo –nuestro entusiasmo más tímido, aquel que “punza y arrastra”– el que sostiene nuestras vidas y el sistema cultural. 

Sin dinero, sin tiempo, sin silencio, ¿cómo no abandonar? Para poder entender El entusiasmo, me fui hacia atrás en la obra de Zafra y leí Un cuarto propio conectado (Fórcola, 2010). En este ensayo, la autora enuncia un concepto que me pareció tan revolucionario como difícil de conseguir: un “tiempo propio” cotidiano. Solo en nuestro tiempo propio, explica Zafra, es posible encontrar la mejor aproximación posible “para configurar nuestro particular cuarto propio conectado, para descubrir su verdadera potencia revolucionaria y, con seguridad, nuestra propia potencia creativa”. 

Tres. El cuarto propio conectado y precario

Mi hermana no escribe versos. Y dudo que empiece de repente a escribir versos.
Lo sacó de mi madre, que no escribía versos
y de mi padre, que tampoco escribía versos.
Elogio de mi hermana, Wislawa Szymborska

Carecer de un linaje en el mundo de la creación o tener un linaje que no leyó ni salió en libro alguno, conlleva para muchas personas una inercia reiterada y silenciosa, como una erosión, que a menudo va minando o que se transforma en hipermotivación. Como si nos movilizara vencer esa posible voz: “¿Para qué tanto esfuerzo si lo que esperamos de ti es que repitas el mundo, que de un obrero nazca un obrero, de un agricultor un agricultor, de una mujer que limpia una mujer que limpia…?”. En España no han faltado voces que reclamaban devolver “a las fregonas” a mujeres que eligieron salir de ahí. 
Remedios Zafra, Entrevista en Píkara 

 

En Un cuarto propio conectado, Remedios Zafra esboza muchas de las ideas que forman el núcleo de El entusiasmo, como, por ejemplo, la idea de que el cuarto propio es un espacio históricamente feminizado. Muchos cambios en las vidas y aspiraciones de las mujeres, explica Zafra, han tenido lugar en ese cuarto propio, pero queda por delante un ejercicio de reapropiación y actualización de esa habitación propia, “ahora que es ya una habitación irreversiblemente conectada”. Para hablar del cuarto propio precarizado de toda una generación, Zafra comienza hablándonos del suyo, un cuarto propio que estaba en una casa antigua y grande de un minúsculo pueblo cordobés donde casi todos los espacios, salvo los dormitorios, eran comunes y de tránsito –el zaguán, la salita, la cocina, el patio–, espacios, cuenta, gestionados por su madre que, como casi todas nuestras madres, nunca tuvo un cuarto propio. La importancia de ese espacio íntimo para la búsqueda de una misma, para la búsqueda del tiempo propio, no es baladí; tiene que ver, sobre todo, con la construcción de una vocación que, creemos, nos va a sacar de esas cuatro paredes. Remedios Zafra quiso probar suerte en el desván, “pero los gatos y las golondrinas que lo frecuentaban eran demasiada distracción”, porque no había cristales en las ventanas y, de ahí que los libros se mojaran en invierno y se quedaran tiesos en verano. Su primer cuarto propio de verdad lo instaló en un lugar llamado “camarilla”: sus dominios eran una máquina de escribir Olivetti y una pequeña mesa rectangular con una silla de madera a juego. Más tarde llegaron los libros que su padre traía cuando iba a la ciudad a comprar materiales de construcción “para casas y habitaciones de otros”. 

Antes de leer la azarosa iniciación de Zafra a la lectura, la escuché hablar de esa biblioteca que su padre fue ayudándola a construir, y sentí que estaba hablando de mí: las niñas curiosas de pueblo, hijas de familia obrera, leen todo lo que cae en sus manos; libros, casi siempre, desechados por otros. Ella lo recuerda así: “La ecléctica colección de libros que mi padre traía tenía como origen a un amigo suyo que se los regalaba y, más concretamente, al trabajo de este amigo en la sección de oportunidades de Galerías Preciados. El amigo de papá apilaba los libros por colores y tamaños en su stand de saldos y oportunidades. Allí, los más famosos autores en baratas ediciones de bolsillo convivían con excedentes de catálogo de exposiciones desconocidas, malas traducciones y libros que nadie había querido comprar”. Todos los libros que llegaban a su casa, por el mero hecho de serlo, hablaban de lo que había en el mundo: “Estando dentro era como estar fuera de la casa, porque afuera apuntaban casi todos los libros”. Con el tiempo, el cuarto propio fue cambiando de ciudad y los libros convivieron con las pantallas porque “todo lo que existe en el mundo existe en Internet”. 

¡Oh, cielos, mi cuerpo! ¿Dónde están nuestros cuerpos? Mientras nuestros yoes digitales están ahí, “tan frescos como siempre, sin colágeno ni vitaminas, protegidos del dolor físico, de los accidentes, y sobre todo de las miradas ajenas”, nuestro cuerpo “arrastra gran vulnerabilidad, que a menudo cae, sangra, enferma, envejece, se deteriora, se ensucia”. ¿En qué momento el cuarto propio reivindicado a finales de los años veinte por Virginia Woolf pasó de ser un espacio revolucionario a una especie de prisión autoimpuesta? Creamos blogs, revistas, editoriales, somos freelance porque el entusiasmo punza y nos arrastra y, sin saber muy bien cómo, nuestro día a día consiste en trabajar desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche en pijama delante de una pantalla y mandar mails con propuestas a editores y editoras que quizá contesten o que, la mayoría de las veces, dejen nuestros mails cubriéndose de polvo de bytes y a nosotrashundiéndonos en la frustración.  “La dedicación a la actualización de nuestros yoes virtuales suscitados en estas redes es una de las actividades propias de los cuartos propios conectados. La autogestión del propio sujeto y sus redes afectivas y laborales se convierte por tanto en una de las tareas características en la Internet del siglo XXI”. Según Zafra, un espacio como el cuarto propio, percibido como optimizador de nuestro tiempo, nos exige cada vez más tiempo y energía en producir aquello que consumimos. “No tardamos en advertir que el sistema cultural se vale hoy de una multitud de personas creativas desarticuladas políticamente. Multitud alimentada de becarios sin sueldo, contratados por horas e interinos, solitarios escritores de gran vocación, autónomos errantes, doctorandas embarazadas, colaboradores y críticos culturales, polivalentes artistas-comisarios y jóvenes permanentemente conectados.”

Cuatro. Érase una vez una mujer sentada

“Recogemos una inquietud de época y escribimos estas cosas porque algo nos duele, porque somos mujeres, porque tenemos o no tenemos pareja, escribimos, tenemos y no tenemos trabajo, somos españolas y blancas, posiblemente feministas, posiblemente de izquierdas.” 
Clavícula, Marta Sanz

No me extraña que Zafra haya elegido a una mujer para situarla en el centro de su ensayo.  En todos sus años de investigación, la autora ha observado que la práctica cultural se feminiza y nutre de un excedente de mujeres formadas en humanidades y ciencias sociales.  “Me llama la atención que mientras los trabajos culturales son territorios muy feminizados, allí donde estos trabajos (ampliados en sus facetas culturales, académicas y creativas) comienzan a estar prestigiados, mejor remunerados, y a suponer un poder explícito (pongamos a esta idea, por ejemplo, puestos de director o catedrático), la cosa cambia. Entonces a nadie extrañará que (como antes, como siempre) estos trabajos sigan siendo especialmente para los hombres.” 

Cuando leí El entusiasmo no pude evitar identificarme con Sibila. Sibila c’est moi. Mujer de orígenes humildes, mujer con aspiraciones creativas condicionada por su entorno. Quise preguntarle a Zafra si ese entorno, esas circunstancias económicas son tan fuertes como para llevarnos a la renuncia: “Es tal el deseo de cambiar sus herencias simbólicas, pero también tal la expectativa que ponen en sí mismas, que parecen tener que demostrarlo con un plus de motivación, que es clave en el entusiasmo instrumentalizado por el sistema del que hablo en el libro y que se vale de quienes trabajarán por poco y hasta ‘puede que den las gracias’, reforzando desigualdad. Si el contexto no va acompañado de cambio social, les tocará trabajar mientras sienten que también deben ocuparse de sus tareas de antes, esas que silenciosamente el mundo les señala (cuidar a los otros, tareas de casa…). Esa suma de las tareas más invisibles, menos o nada pagadas, esa cesión de gran parte de sus tiempos a ‘los otros’, es algo que sigue atravesando la vida de las mujeres. Claudicar en sus aspiraciones creativas será algo que muchos esperan y que para ellas será frustrante”. ¿A cuántas Sibilas conocemos? 

El nombre de Sibila es Cristina, Silvia, Esther, Alba, Sofía, Ana, Miren, María… Sibila ha tenido siempre aspiraciones creativas y pocos recursos. Sibila, confiesa Zafra, no quiere cargar con épicas ni con grandes relatos, si acaso lo que quiere es romper un linaje de pobres y confía en que así sea porque es una persona de su tiempo, con muchas horas de estudio y permanentemente conectada. Ante la precariedad del mercado laboral, Sibila cambia de trabajo con frecuencia y parece que siempre está empezando, de ahí que la llamen “joven” a los treinta y siete años. Sibila, además, combina trabajos mal o poco pagados con otros como voluntaria, colaboradora o activista que la llevan, a veces, a pagar por ello. Explica Zafra que no hay sueldo, pero sí mucho entusiasmo y, de vez en cuando, hasta agradecimiento y aplauso, cosas que importan, pero no alimentan. “Es difícil”, según la autora, “que Sibila se dé cuenta de su vida porque no tiene tiempo para detenerse, para frenarla y advertir lo que pasa. Está al borde económico del abismo y de la dependencia familiar pero agarrada a su entusiasmo”. 

El fracaso asoma a cada rato: hay herramientas dispuestas a medir el impacto de todo aquello que Sibila hace las veinticuatro horas del día. En ese relato cotidiano, lo que importa es ser vista, gustar y promover vínculos amables y afectivos. “Pienso en Sibila, que bordea cada despertar la sensación de fracaso. Lo siente sin llegar a sucumbir al abandono que supondría negarse a estar, negarse a ser.”

Cuenta Zafra que hasta hay ricos que le dicen a Sibila: “Yo tengo dinero, pero tú tienes ‘conflicto’. Con el conflicto puedes crear”. Y Sibila piensa que de nada le sirve ese conflicto si carga en su espalda con el miedo de la pobre. “Si Sibila fuera libre no tendría que ser ‘valiente’ y diría que no sin mirar atrás. Pero si fuera valiente quizá tendría un respaldo alimentado familiar y socialmente y construido en años de autoconfianza o en dinero para vivir, y podría permitirse el lujo de ser más decidida en sus cosas, incluso de renunciar a muchas de sus cosas.” Pero las mujeres que han leído no siempre pueden fingir que enfrentarse a la expectativa familiar no les importa. ¿Qué pasaría si Sibila dijera que no? Explica Zafra en El entusiasmo que podrían suceder dos cosas: por un lado, la ruptura de un lazo posible para una red de apoyo futuro y, por otro, la pérdida de visibilidad en un contexto donde el nombre y el prestigio se apoyan en ella. Habituada a la vida en una habitación, dice Zafra, cada capítulo de su vida podría comenzar con la frase de “érase una vez una mujer sentada”. Sibila piensa que ha volado demasiado lejos, que no debería de haber salido del cuarto propio de su pueblo. 

En El entusiasmo, Zafra reflexiona a propósito de una cuestión que muchas vivimos en nuestro propio cuerpo: que la práctica creativa que no podemos rentabilizar recuerda a los trabajos que tradicionalmente hemos llevado a cabo las mujeres en el contexto doméstico. ¿Acaso las mujeres siempre perdemos? En su libro (h)adas. Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean (Páginas de Espuma, 2013), la autora habla del concepto prosumo como aquella palabra capaz de enlazar las prácticas domésticas con las prácticas en la red. El prosumo conlleva consumir lo que de alguna manera se ha producido. Sibila sería una gran prosumidora

“El prosumo doméstico”, escribe Zafra, “ha sido considerado como consumo ‘productivo’ donde han estado presentes la producción de bienes y servicios”. Las mujeres —nuestras madres, nuestras abuelas, nosotras mismas— han trabajado desde siempre en casa —cocinando, limpiando, cuidando— “proporcionando un excedente de dinero o de tiempo para que habitualmente los otros que viven en casa puedan leer, formarse, jugar, sanar, descansar, crear o desarrollar actividades sí pagadas”. La precarización para las Sibilas es ahora doble: en lo cultural y en los cuidados, ambos trabajos feminizados. 

Zafra no duda al nombrar esa presión silenciosa que viven diariamente las Sibilas de nuestro país como “una gran guerra”. La Sibila de El entusiasmovuelve al pueblo para cuidar de su madre, desarmadas ya su autoestima laboral, su entusiasmo fingido y su independencia ante el dedo acusador de “los cientos de mujeres de su linaje, de mujeres humildes que criaban hijos y cuidaban casas y familia” y que veían en ella a una egoísta. Pero Sibila sabe que toda revolución posible comienza siendo pequeña; que incluso algunas revoluciones comienzan con una mujer sentada. 

Coda. La vida después del entusiasmo y dos preguntas

Pondré macetas en los agujeros del fracaso y lo habitaré por fin libre, liberada de expectativa.
Mi vida en la primera IP, Laura Bey  

Al cerrar el libro, la lectora que se mira en las páginas de este espejo ha sido golpeada con toda la fuerza de la realidad. ¿Acaso no hay salida posible? ¿Debemos renunciar a la pasión creativa? ¿Cómo seguir? En la parte final, que lleva por título “Fuera de obra (después del entusiasmo)”, Remedios Zafra nos ofrece tres vidas posibles: Sibila monta una frutería que reparte manzanas y libros de filosofía –si vamos a ser pobres, al menos seamos felices–; Sibila es capaz del gesto más radical y valiente que puede tener alguien que ha sido la más entusiasta de su tiempo: vuelve a la tribu –siempre al sur– e intenta construir un tiempo propio royendo y royendo, es decir, leyendo y leyendo; y, en tercer lugar, Sibila se deja llevar por el entusiasmo de “la mujer luciérnaga” y deciden luchar junto a muchas Sibilas más. 

Mi entrevista a Remedios Zafra duró casi tres horas y cuando me puse a transcribirla me di cuenta de que las dos últimas preguntas no se habían grabado. Eran dos preguntas importantes y no tuve más remedio que escribirle y pedirle que, por favor, las respondiera de nuevo por correo. Podría parecer una información poco interesante, pero el hecho de que alguien como Zafra, profesora en la universidad, que escribe, investiga y ha concedido decenas de entrevistas sobre El entusiasmo, se muestre siempre tan disponible y responda a mis correos con generosidad no es algo frecuente. 

Zafra es una ensayista brillante capaz de hablar con lirismo de algo tan descorazonador como nuestra propia precariedad. Supongo que, si tuviera que elegir un final, me quedaría con la mujer luciérnaga, y Zafra, sin duda, es una de ellas. Y El entusiasmo, una pequeña linterna que alumbra este incierto futuro que tenemos por delante. 

¿Qué papel juega el feminismo en esta guerra silenciosa?

Las mujeres en nuestra cultura tienen un perverso linaje de precariedad normalizada y esto es clave para el feminismo. Sugiere Cristina Morini cómo la apropiación de su tiempo, saberes y cuerpos se ha apoyado en “no” considerar como trabajo las prácticas que en el ámbito doméstico y de cuidados han realizado. Creo que la “flexibilidad infinita”, la multiactividad, la invisibilidad y el “no valor social” han caracterizado las prácticas de trabajo feminizado. Y me preocupa cómo, ahora que se vende una mayor igualdad, pasamos por alto que estas características también describen las prácticas de trabajo precario en los ámbitos culturales, académicos y creativos, justamente cuando están más feminizados.

Los tiempos recientes traen consigo la quimera de logros de igualdad que solo son incipientes y siempre reversibles, que apenas muestran un fragilísimo brote de lo que pudieran ser. Logros tan vulnerables que a poco que se descuiden se hacen pequeños o se revierten, tergiversando palabras y cambios, cayendo en argumentos que posicionan el pasado como horizonte futuro. La desigualdad deducida de estas posiciones damnifica a toda la humanidad pero somete a pobres y a mujeres, convirtiéndoles en agentes partícipes de su propia subordinación, cargándoles con la presión de tener que resolver ellos lo que otros armaron. No, no se puede exigir a los sometidos un comportamiento heroico, ni limitar a las mujeres el ejercicio de construcción de igualdad. Esto es asunto de todos.

¿Es la alianza colectiva una salida ante la desorientación y el agotamiento que vienen después del entusiasmo? ¿El gesto más radical y revolucionario de este tiempo podría ser encerrarse a leer?

Creo que solo las salidas que rompan las inercias de la situación contemporánea pueden permitirnos una transformación y un posicionamiento más libre en esta situación. La inercia deriva al mayor individualismo y a alimentar una responsabilidad “individual” que pasa de largo de la responsabilidad social y carga más las espaldas de la gente. Creo que romper esa tendencia requiere rearticular los vínculos entre iguales, la alianza es una salida necesaria y esencial para cambiar un problema que se hace estructural.

No sé si el gesto más revolucionario es encerrarse en casa a leer, pero sí es un gesto revolucionario como manera de enfrentar la deriva superficial y rápida por las cosas encadenando tareas y trabajos como forma de autoexplotarnos. La idea del pozo y la lectura como salida es una defensa de la apropiación del ‘tiempo propio’ y de “la capacidad de concentración” tan en crisis en nuestra cultura. Hay un claro paralelismo con “el elogio del párpado” de Un cuarto propio conectado y con la relectura del ‘fracaso’ que sugiero en El entusiasmo cuando reivindico la negativa a mantener esa ‘cadena de autoexplotación’ aceptando tareas y trabajos entusiastas conscientes del ‘freno’ que eso supone en una vida que parece medirse por la visibilidad y la cantidad de cosas que hacemos. Frenar y habitar el pozo de la lectura, que es también el pozo de la conciencia y el pensamiento, me parece imprescindible para quienes buscan un posicionamiento consciente y más libre en el mundo, quizá también doloroso en algún momento del post-entusiasmo (esa angustia de una existencia verdaderamente asumida de la que hablaba Beauvoir) pero transformador.

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Autora >

Carmen G. de la Cueva

Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.

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2 comentario(s)

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  1. María Platero

    Acabo de encontrar este artículo de repente. Maravilloso. Gracias!

    Hace 4 años 8 meses

  2. Godfor Saken

    “No conocemos a nadie que no trabaje más de lo que quiere o necesita. Hay quien gana más y quien gana menos, pero trabajar decimos trabajar todo el mundo más de la cuenta. Si alguno de entre nosotras está parado, aún es peor, porque debería estar trabajando y, por tanto, no se le permite el descanso, de modo que no hará sino buscar y si no encuentra, lastimarse; hasta que coja la primera mierda de trabajo que le pase por delante. Y todo porque no creería en su vida de otra manera: en otro sitio, con menos dinero, sin ese proceder imitativo que desconoce no haberse sacado de encima desde su infancia y que le impide imaginarse distinto”. Eva Fernández, “Inmediatamente después” (editorial Caballo de Troya)

    Hace 5 años 8 meses

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