Ser feminazi hoy
Ese día ella iba a morir
Anita Botwin 2/03/2018
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En este día precisamente y sin que nadie lo supiera a ciencia cierta ella iba a morir. No iba a morir por anciana, acompañada de su familia y con el cabello canoso cayendo por su nuca. Iba a morir mucho antes que eso, mucho antes de lo que cualquiera pudiera haber imaginado. Y lo peor de todo es que ella lo sabía, y lo peor de todo es que algunas personas debieron haberlo sospechado. Ese día soleado, de primavera, cuando las más jóvenes visten ya sus ropas frescas y las bufandas adornan el frío armario, ese día, ella iba a morir ajena a todo lo que ocurría en la calle. Unas semanas antes había recibido en su buzón una nota con un número de teléfono y un mensaje “si necesitas ayuda, llámame”. Ella sabía de lo que el misterioso mensaje hablaba. Los moratones de su piel bajo las gafas de sol, también.
Tenía que apresurarse en lavar los platos y en cocinar el estofado, se había despertado demasiado tarde y aún tenía que salir a comprar el pan. Por un momento tuvo la tentación de llamar al teléfono del mensaje misterioso. Tras un instante, se le cortó la respiración y supo que si lo hacía cavaría su propia tumba. Una lágrima resbaló por su mejilla manchando el mensaje. De pronto, un ruido le sobresaltó. Tan sólo era un balón golpeando su ventana. Un balón de algún muchacho jugando en la calle. Ese golpe le recordó a otros cientos anteriores, sólo que este no dolía, este era sólo fruto del gamberrismo juvenil. Sin embargo, ese golpe fue un clic. Ella se acercó a la habitación, recogió la ropa lo más rápido posible y la metió en una maleta vieja. Se sentía entonces más viva que nunca y al mismo tiempo, más aterrada que nunca. Miró el reloj, era tarde, pronto volvería. Aún le quedaba algo de tiempo, pero la cuenta atrás resonaba cada vez más inquietante. Recordó entonces la primera vez que puso una denuncia y lo que ocurrió después. Recordó también el ramo de rosas que le regaló después de aquello. Desde entonces odiaba las rosas, igual que el estofado que había dejado a medias, el favorito de su marido. Ella abrió la puerta y comenzó a bajar las escaleras rápidamente como quien sabe que le queda poco tiempo o nada. Antes de abrir la puerta de la calle se topó con él de frente. Había salido antes del trabajo. Fijó sus ojos en la vieja maleta y, en cuestión de segundos, cogió a su mujer del brazo y del pelo y la arrastró escaleras arriba.
Todo lo que pasó después pueden ser cosas que ocurren en las parejas, no vayamos a meternos en eso. Ya sabemos que, a veces, hay que ser prudentes porque lo que pasa de puertas para adentro queda de puertas para adentro. Los vecinos sabían que a él se le iba la mano de vez en cuando, pero a quién no se le va la mano de vez en cuando. Sigan circulando, no han visto nada, no saben nada, métanse en sus asuntos. Ese día ella iba a morir por tomar la decisión de querer vivir. Ese día dejó el estofado a medias. Ese día brillaba el sol fuera de casa, pero no pudo verlo. Después de una brutal paliza, murió asesinada. Después de la brutal paliza y la muerte, él se suicidó. Los vecinos comenzaron a murmurar que lo veían venir. Las cámaras se acercaron al lugar de los hechos. A todo el mundo parecía importarle de pronto la situación. Los niños del balón pararon un rato para ver qué había ocurrido. La policía también se personó. Estaban todos, no faltaba nadie, sólo ella. Pronto fue el entierro entre gritos y llantos de odio, tristeza y rabia de sus familiares, a los que no veía desde hace tiempo. Sobre su lápida pusieron una corona de rosas rojas. En este día precisamente y sin que nadie lo supiera a ciencia cierta –o sí– ella iba a morir.
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Anita Botwin
Gracias a miles de años de machismo, sé hacer pucheros de Estrella Michelin. No me dan la Estrella porque los premios son cosa de hombres. Y yo soy mujer, de izquierdas y del Atleti. Abierta a nuevas minorías. Teclear como forma de vida.
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