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CONCEIÇAO EVARISTO / escritora brasileña

“La historia de la esclavitud siempre se ha escrito desde la mirada de los blancos”

Agnese Marra Rio de Janeiro , 7/03/2018

<p>La escritora Conceiçao Evaristo. </p>

La escritora Conceiçao Evaristo. 

A. M.

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Conceiçao Evaristo es mujer, negra y escritora. Tres condiciones que funcionan como vasos comunicantes para esta brasileña que se agarra a la memoria como quien araña el único pilar de la casa que sobrevivió al incendio. Mujeres e historias. Así es como Evaristo resume su infancia, el lugar al que vuelve en todos sus libros para llenar esa grieta que se abre entre el recuerdo y el olvido, nos dice. Una niñez que pasó en la favela de Pendura Saia -Belo Horizonte- rodeada de  limpiadoras, planchadoras, cocineras. Sus tías y su madre alrededor de la mesa. Y las historias.

Esta mujer de ojos pequeños e inquietos, considerada una de las autoras negras más importantes de Brasil, también limpió casas, fue vendedora ambulante, cocinera, hasta que después de haber leído “todos los libros” de la biblioteca pública en la que trabajaba una de sus tías, se atrevió a salir de casa para estudiar Letras en Rio de Janeiro. Fue allí donde descubrió que Machado de Assis -el Cervantes de las letras brasileñas- era negro, que Lima Barreto también lo era, supo que existía Carolina de Jesús, negra y escritora.

Desde entonces la literatura y la raza son dos temas que le obsesionan. Como la esclavitud, la diáspora, la necesidad de pertenencia y el racismo que recorre la historia de su país. Tiene la triste suerte de ostentar algunos récords como el de ser la primera autora negra en ganar el premio nacional Jabuti en categoría de cuentos por Ojos de agua (2015), o el de haber sido la primera escritora brasileña negra en ser invitada al Festival Literario de Paraty en 2017.

Su cuerpo grande y su melena afro, desteñida por las canas, le dan una apariencia de hechicera africana de El Corazón de las Tinieblas. Se sienta, clava su mirada sobre la periodista, toma su brazo y comienza hablar con un tono bajo, casi un susurro. Como en su literatura, Conceiçao se expresa desde los orificios de la máscara, y a sus 71 años no tiene pelos en la lengua, ni pretensiones. Es precisa y dura cuando lo cree necesario, siempre muy bajito. La escuchamos. 

Suele decir que su casa no tenía libros sino historias. Cuéntenos una que recuerde.

Cuando era niña me marcaron muchas. Pero mi tía contaba una que recuerdo con cariño. Es la historia de una una esclava que tenía un patrón que la golpeaba mucho, le daba latigazos y le dejaba la espalda llena de cicatrices. Pasó el tiempo y ese patrón se hizo una herida que no conseguía curar y fue a la hechicera de la casa para ver qué le pasaba. Entonces ella le respondió que su herida no iba a sanar hasta que desaparecieran las cicatrices de la espalda de su compañera. En ese momento mi tía se levantaba la camisa y nos mostraba su espalda. Ella no tenía ninguna cicatriz, pero le encantaba hacer teatro y nos dejaba fascinados. 

He oído de otras personas negras decir que hay un momento en el que de repente se dan cuenta de que su color de piel representa un problema. ¿A usted le sucedió?

Sí, claro. Cuando somos muy pequeños no imaginamos que hay racismo, no sabemos lo que es, y creo que todos guardamos esa primera vez. En mi caso fue a través de un libro La muñequita negra, una historia que me encantaba y en el colegio nos pidieron que la dramatizáramos y me eligieron como protagonista. Al año siguiente esperaba volver a repetir pero escogieron a una niña blanca y la pintaron de negro, fue mi primera gran decepción. Pero la idea de racismo más clara la descubrí en la adolescencia, cuando empecé a ver las diferencias de trato, de posibilidades. Las horas que pasaba mi madre trabajando y lo pobres que éramos. Y curiosamente el libro que más me marcó en aquella época fue El diario de Ana Frank. El contacto con autores negros llegó cuando entré en la universidad. Allí supe que Machado de Assis era negro, conocí a Lima Barreto, a Carolina de Jesús.

Ahora que comenta lo de Ana Frank es curioso porque hay varios autores judíos cuya literatura está muy marcada por esa noción de pérdida, de memoria y diáspora. ¿Es equiparable a lo que sucede con algunos escritores africanos?

Es cierto que nos une esa mirada hacia nuestro pasado. Nuestra necesidad de memoria se debe a que nuestro pasado es un problema del presente. Los africanos y sus descendientes todavía sufrimos las consecuencias de la esclavitud en las Américas. Los pueblos colonizados no han estudiado ese pasado, de ahí la necesidad de contar nuestra diáspora. Pero contar el pasado esclavista no es apenas una narrativa de dolor, sino de resistencia. Nuestra memoria necesita ser elaborada desde nuestro punto de vista porque la historia de la esclavitud siempre se ha escrito desde la mirada de los blancos que suelen reforzar el victimismo. Cuando nosotros hablamos de sufrimiento lo contamos desde una resistencia porque cada vez que se victimiza a un pueblo se le niega la posibilidad de reaccionar y resistir.

“Cada vez que se victimiza a un pueblo se le niega la posibilidad de reaccionar y resistir”

Usted define esa narrativa como “hablar a través de los orificios de la máscara”.

Sí, utilizo la imagen de la esclava Anastasia, un personaje muy importante en nuestra historia oral. Es el mito de una esclava que iba a ser violada y cuando se rebeló le pusieron una máscara con un orificio. Es una imagen que impresiona mucho y te lleva a pensar inmediatamente en la esclavitud. En el centenario de la abolición la convertimos en madre del pueblo negro, es nuestra santa. Pero para que veas como el pasado reverbera, incluso ahora han intentado callar a Anastasia porque hace hace poco su imagen estaba en una iglesia católica en el centro de Rio de Janeiro y toda la comunidad iba allí a cantarle y a bailar hasta que el obispo decidió sacarla y la envió a una iglesia de las afueras. Su imagen no solo simboliza la voluntad de silenciarnos, también demuestra cómo el silencio se puede transformar en gritos porque la situación de subalternidad siempre encuentra orificios para comunicarse. Yo misma hablo lento, de una forma dulce -extremadamente dulce podemos confirmar- pero digo todo, denuncio lo que creo injusto, mi literatura habla por los orificios de la máscara. 

“La necesidad de memoria se debe a que nuestro pasado es un problema del presente”

Por trabajos como Callejones de la memoria o Ojos de agua la crítica la ha definido como una escritora memorialista. ¿Está de acuerdo?

Me identifico más con la idea de escrivivencia, un concepto inventado por mí -suelta una amplia carcajada-. En mi cabeza siempre están las historias que escuchaba de niña, la memoria oral es algo que me preocupa mucho y que busco reconstruir cuando escribo. A veces escribo tal y como hablo y me interesa escribir la ficción como si escribiera realidad. Muchos me preguntan si mis libros son autobiográficos y yo siempre repito que nada de lo que está escrito en aquel libro es verdad y nada es mentira. Me interesa jugar con la tensión de la memoria. Mi trabajo está en ese espacio de fricción que queda entre el recuerdo y el olvido, donde se cose esa vivencia con la escritura, la escrivivencia -ríe de nuevo-.

“Mi trabajo está en la fricción de ese espacio que queda entre el recuerdo y el olvido”

Usted dice que la crítica no sabe leer el lado existencial de los autores negros, que se queda en la denuncia social y no ve más allá.

No digo que suceda siempre pero creo que en general nos leen mal. Suelo dar el ejemplo de Carolina de Jesús, una escritora negra fundamental de la literatura brasileña y desconocida para una mayoría. Sus textos más que del hambre o de la pobreza, hablan de momentos llenos de soledad. En El cuarto de despejo la protagonista es un sujeto errante, no consigue trabajar como empleada, es tan autónoma que no quiere tener un patrón. Y no se puede leer simplemente como una víctima negra de la sociedad, porque en realidad es una mujer con agencia. Es un personaje profundamente complejo y existencial, pero no se lee así. Y es curioso porque ante un texto de Clarice Lispector todos entienden que la autora habla de un vacío existencial, y en Carolina de Jesús no lo reconocen porque pareciera que las mujeres negras solo tuviéramos sentimientos o necesidades vinculadas a lo material, al hambre, y no a la soledad.

Pero usted también reivindica un lado político en su literatura. 

Me importa lo político no tanto en el plano literario sino como una reivindicación, exigir que los escritores negros tengamos un espacio donde expresarnos. Creo que todo texto tiene el deber de crear dudas, de cuestionar el pensamiento único, de quebrar el estatus quo y eso también es político, pero no panfletario. Tengo plena consciencia de que lidio con el arte de la palabra y cuido cada una de ellas, las escojo de manera obsesiva hasta llegar a la frase exacta. Y después me releo en alto continuamente para escuchar el ritmo. Si no tiene música, no sirve.

Me releo en alto continuamente para escuchar el ritmo. Si no tiene música, no sirve.

Usted tardó muchos años en publicar y ha comentado en más de una ocasión que el mercado editorial discrimina a los autores negros. ¿Qué dificultades ha enfrentado?

Pasaron más de veinte años hasta que publiqué mi primer libro y como muchos autores empecé editándomelos yo. El mercado editorial es complicado para cualquier escritor, pero si eres negro lo es todavía más, y eso se aplica a otras facetas de la cultura. Incluso en las áreas que parecen más abiertas para los negros hay determinados estatus donde estamos prácticamente vetados. En la música por ejemplo, vemos a muchos en el samba, en el rap, pero es muy difícil ver a uno como maestro de orquesta. En la danza sucede lo mismo, se ve gente bailando samba pero apenas ves bailarines clásicos. En la literatura lidiamos con uno de lo mayores bienes simbólicos, que es el lenguaje. El hecho de que los negros y negras utilicemos la lengua como instrumento literario es algo que no está en el imaginario social. Es como si el don de la escritura perteneciera a los hombres blancos, y después a las mujeres, pero mucho después de los hombres. Además de la dificultad de publicar también hay determinadas instancias que legitiman la literatura. Si uno consigue publicar pero sus libros no llegan a las bibliotecas o no aparecen en los medios, la autora no será premiada y no participará en los grandes concursos de literatura, en los festivales literarios, que son instancias muy importantes para legitimar a los autores. En Brasil ya vivimos en el colmo de la contradicción porque el fundador de la Academia de las Letras Brasileñas fue Machado de Assis, quizás el escritor más famoso de nuestra literatura y mucha gente no sabe que era negro, jamás se le estudia desde esta perspectiva.

El pasado año se convirtió en la primera escritora negra brasileña invitada al Festival Literario de Paraty (Flip) al que usted definió como “fiesta de blancos”.

Es que siempre ha sido eso, una fiesta profundamente elitista para autores blancos consagrados. En 2016 varios autoras negras fuimos al festival como espectadoras y yo fui quien leyó un manifiesto donde denunciábamos la discriminación. Curiosamente al año siguiente me llamaron para participar. Pero esa invitación no creo que signifique un cambio real para que haya más presencia de escritores negros en festivales, lo que sucedió es que Joselia Aguiar –la comisaría de la edición de 2017– tiene una sensibilidad muy especial. No hablo sólo de la inclusión de la cultura negra, sino de su idea de democratizar el espacio. Fue la primera vez que las conferencias se podían ver a través de pantallas instaladas en las plazas de la ciudad. Joselia entendió la literatura como un derecho de todos y acabó con ese aire elitista del Flip. 

La forma de narrarse de Brasil siempre ha ido de la mano del mito del país de la mezcla de razas, la democracia racial de la que hablaba Gilberto Freyre. Pero el 80% de los muertos por violencia son negros, la misma cifra se da entre los presos de las cárceles, etc. ¿Hay que revisar ese mito?

El mito de la democracia racial que propagó Freyre es un elogio al mestizaje brasileño porque se piensa que el país se puede blanquear. El gran deseo de nuestra historia es hacer una nación más blanca. Pero cuando se oscurece y las personas mestizas se sienten más negras, eso ya no se acepta. En los años 80 este mito empezó a desvanecerse gracias al movimiento negro dentro de las universidades. Después el propio gobierno de Fernando Henrique Cardoso reconoció que nuestro país era racista. Para nosotros no era una novedad pero fue importante que se dijera públicamente. Últimamente vemos a muchos racistas que han salido del armario, que dicen lo que realmente piensan en las redes sociales, que insultan a actores negros. Brasil siempre ha sido un país racista.

El gran deseo de la historia de Brasil es hacer una nación más blanca

¿Usted ha pasado por muchas situaciones de racismo?

Por varias, infinitas, todos los días. El racismo se revela en los gestos mínimos, cómo te miran al entrar a una tienda, darte cuenta que el chico de seguridad te vigila porque cree que vas a robar. Después están las situaciones más dramáticas como el genocidio de los jóvenes negros -de los 60.000 asesinados en 2015, al menos 28.000 eran negros menores de 25 años, según datos de Amnistía Internacional- que existe en este país y del que apenas se habla. Las madres negras viven en estado de terror porque saben que sus hijos pueden morir en cualquier momento a manos de policías que por norma los confunden con ladrones o traficantes. En nuestro país lo que es excepcional es no sufrir racismo.

Como mujer negra se identifica con aquel personaje del cuento de Carolina de Jesús: errante, siempre en los márgenes.

Sí, siempre me he sentido un poco así. El haber tenido que dejar mi ciudad muy joven para estudiar fuera me provocó una sensación de “no lugar”, de estar lejos de mi territorio. Más allá de mi experiencia individual creo que esa sensación de estar en los márgenes la hemos pasado todos los negros en este país. Cuando uno va a un restaurante ve pocos consumidores negros, lo mismo sucede en un teatro, en una feria de libros, en la televisión. No encontramos un espacio por eso lo que nos sustenta es la fuerza colectiva, formar parte de un grupo. En una escuela de samba, en una misa de candomblé, son los lugares donde encontramos a nuestros pares, donde nos reconocemos y donde recuperamos una noción de pertenencia.

¿Falta mucho para tener ese espacio en la literatura?

No me gusta ser pesimista, pero sí que falta mucho. En los últimos cinco años hemos visto algunos cambios con los festivales literarios undrergound que se hacen en las periferias con una mayoría de autores negros, pero seguimos en los márgenes. La literatura es uno de los espacios de creación de la identidad de una nación y valorar la literatura escrita por brasileños negros es permitirnos el pensamiento literario dentro de una nación que nos pertenece, que nosotros construimos. Por eso es tan importante reconocer la autoría negra, al igual que la blanca o la indígena, todos somos partes de esa construcción nacional. Pero a la hora de narrarnos, los negros y los indígenas, seguimos excluidos.

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