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Si necesitábamos alguna prueba más contra las teorías del desarrollo lineal de la historia, ahí tenemos todo lo que ha rodeado el asesinato del niño Gabriel Cruz. Ha sido la demostración palpable de que la evolución del ser humano no siempre se produce hacia delante, y lo que es peor, de que estamos en un proceso degenerativo tan acelerado que deberíamos observarnos detenidamente cada mañana ante el espejo para comprobar si se nos están desarrollando los arcos superciliares y se nos está retrayendo la quijada. Como especie, o al menos a algunos en España.
Los niños son hoy bienes escasos. Quizá no en todas partes, y por eso somos más o menos inmunes al hecho de que mueran miles de niños no solamente en esos sitios remotos donde pasan cosas terribles, sino intentando llegar a las playas donde tomamos gambas a la plancha con una cerveza fresca. Pero la pérdida de un hijo es el temor recurrente de todo padre, y desde luego de toda madre. Y el asesinato de un menor es uno de los mayores tabúes en nuestras sociedades occidentales, como bien saben los guionistas de las series con psychokiller, que nos hacen pasar reiteradamente por ese mal trago. Pero, además de esos que mueren en las guerras e intentando llegar a las playas, sucede. El año pasado fueron ocho. No a mano de psicópatas, o al menos de psicópatas anónimos. Siempre a las de padres ―lo más habitual―, parejas, exparejas, o madres. Y son todos sucesos, además de trágicos, sórdidos. Al menos los que recuerdo haber cubierto, porque yo también formé parte de la jauría periodística; fui uno de esos buitres y creo que la opción en estos casos no es ocultar lo que pasa. Y admito que el sentimiento de contar un drama se traslada al texto.
El primero de esos que recuerdo fue el “crimen de la maleta”. Una mujer de 52 años asesinó en A Coruña al hijo de 12 de su vecina y socia, lo cargó en una bolsa y lo depositó en una consigna de la estación de tren, ayudada por el taxista que la llevó. Luego llamó a la madre, con un acento francés de pega, pidiéndole 30 millones de pesetas en nombre de una organización internacional. Después compró una maleta, metió la bolsa y la llevó a una delegación de SEUR donde, de nuevo con la ayuda de los empleados para manejar el bulto, y con el fingido acento francés, envió la maleta a Madrid y firmó “Jacqueline”. La detuvieron cuando apareció de nuevo a preguntar si había llegado a su destino. El acento galo no había disfrazado lo suficiente su voz ante su amiga. Nunca explicó por qué había estrangulado al niño, solo que había tenido “como un mareo”.
Tengo la imagen de la gente congregada delante del edificio, el mismo de la víctima y de la verdugo, mientras sacaban a esta última después de la reconstrucción del crimen. Es una imagen muda, salvo por los chasquidos de las cámaras, aunque en la hemeroteca leo que sí hubo algún grito. Lo que sí recuerdo es que el fiscal llegó a enseñar la foto del cuerpo en la maleta a un equipo de televisión, que rehusó filmarlo. Fue en 1992. Desde entonces, en A Coruña y en todas partes, han seguido matando niños, normalmente de forma menos rocambolesca y con bastante más saña, si cabe medirla. Incluso en las listas que se hacen estos días falta alguno de los que tuve que informar. Pero la primera intervención de algún energúmeno que quiere expresar públicamente su idea de la justicia ante las cámaras no la tengo en la memoria hasta finales de 2013, cuando el caso Asunta, aquella niña compostelana asesinada por sus padres con la sangre fría y el esmero con el que hacen las cosas las clases altas.
En el caso de Gabriel Ruiz se repite aquella ira. Quiero creer que no es porque las dos responsables sean mujeres, como lo es Dolores Vázquez, la condenada falsamente por el asesinato de Rocío Wanninkhof, también objeto de linchamiento social. O por el componente “diferente”. Asunta era “una niña china perfectamente integrada”, como repetían las crónicas hasta la saciedad (obviamente, viniendo con un año de edad se hubiese integrado aunque llegase de Alfa Centauro). Dolores Vázquez era amante de la madre de la víctima. Ana Julia Quezada es negra y extranjera. Pero en esos cinco años desde Asunta, aquella ira se ha desbordado y ha entrado de lleno en la histeria, con todas las letras.
Eso es patente en esos aspirantes a turba medieval, pero sin antorchas ni aperos de labranza, que intentaron agredir a Ana Julia Quezada. O en los que increpan a una redactora porque se atreve a anteponer “presunta” al sustantivo “asesina” o que profieren amenazas al abogado de oficio al que le toca defender a la presunta ―con perdón― asesina. Pero toda esa es gente que se está haciendo un selfie en la tele para demostrar que está allí, siendo protagonista de una noticia, de un acontecimiento. Nada más (aunque nada menos). Y no les importa demasiado lo que diga o lo que sienta la víctima que ha sobrevivido, la madre del niño.
A quienes no les importa una higa es a los que agitan el sonajero o tocan la campana llamando a rebato
A quienes no les importa una higa es a los que agitan el sonajero o tocan la campana llamando a rebato. Las instituciones que pierden la brújula, como el Colegio de Abogados de Almería que se presenta voluntario para ejercer la acusación particular, o la Diputación provincial que acoge la capilla ardiente del niño. Al oportunismo rastrero de una clase política que hace proclamas como si estuviese en la barra de un bar, porque centra todos sus esfuerzos intelectuales en hacer lo que les mandan y procurar ganar elecciones, ya que afrontar los problemas reales es cansado, complicado, y además puede restar votos. Y sobre todo, a quienes sacan provecho de estas cosas. Sí, es duro decirlo. Tanto como cierto. Quien lo dude puede ver, entre otras, El gran carnaval (Billy Wilder, 1951) y a la vez deprimirse y disfrutar de buen cine.
No puedes contar la muerte de un niño con la asepsia con la que informas del balance de resultados de una entidad bancaria. Pero de ahí a retransmitir su entierro con la realización de un partido de fútbol, con primeros planos del dolor de su familia, va un mundo. Llenar días, más que horas, de emisión, y hectáreas de papel impreso, con especulaciones, opiniones, condicionales, imágenes descontextualizadas, comentarios de expertos, de enterados y de gente que pasaba por allí, pasear los micrófonos como cañas de pescar por el epicentro de una tragedia, actuar de confesores, asesores y contertulios de los implicados en un suceso no tiene nada que ver con informar. Informar no es rellenar horario o páginas, no es manejar los sentimientos maternales y paternales de la audiencia como Paulov manejaba el hambre de su perro, ni despertar el instinto depredador que parecía soterrado desde que no corremos en taparrabos detrás de los bisontes. Es contar algo cuando pasa, y si no pasa, no contarlo. Como decía el Albert Camus periodista, no se trata tanto de ser rápido como de ser verdadero.
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Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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