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Reportaje

Rio de Janeiro, bajo la sombra del apartheid

El asesinato a tiros de la concejala de la favela, Marielle Franco, culmina la escalada de racismo policial lanzada por el presidente golpista Michel Temer

Agnese Marra Rio de Janeiro , 17/03/2018

<p>Una persona sostiene una pancarta en memoria de Marielle Franco, durante la manifestación por el asesinato de la concejala. 15 de marzo</p>

Una persona sostiene una pancarta en memoria de Marielle Franco, durante la manifestación por el asesinato de la concejala. 15 de marzo

Romerito Pontes

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Marielle Franco, 38 años, fue asesinada de cuatro tiros en la cabeza en la noche del 14 de marzo. Era la “cachorra de La Maré”. Así se hacía llamar. Quería que todos supieran que había nacido en una de las mayores favelas de Rio de Janeiro. Y, sobre todo, que eso la enorgullecía. Marielle también era concejal de la ciudad, socióloga, defensora de los derechos humanos, negra, y una de las mujeres más queridas en las favelas, un lugar al que los políticos solo llegan en época de elecciones.

Su voz siempre sonaba fuerte cuando tenía que denunciar el racismo y la violencia policial que sufren los negros de las comunidades cariocas. El día antes de ser asesinada escribió en Twitter: “¿Cuántas personas más deben morir para que esta guerra acabe?”. Se refería al aumento de ejecuciones en barrios como Acari, donde los militares, desde que se hicieron con el control de la Seguridad Pública de la ciudad, no dan tregua a los vecinos. “Tienen que dejar de matar a jóvenes negros”, dijo 72 horas antes de que la mataran en otro mensaje en las redes. 

Marielle ponía voz a vidas como la de Evarildo dos Santos (52). Este obrero, de piel negra, cuenta que todos los días al salir del trabajo y llegar a casa mira el móvil varias veces. Si su mujer le manda el mensaje de alerta, cumple un ritual a rajatabla. Se baja del autobús una parada antes, coge aire, comprueba que lleva la camisa por dentro del pantalón, se peina las cejas con la mano como si pudiera borrar el cansancio del día y se santigua. “PM -Policía Militar- en el área” dice el SMS. Evarildo camina lento pero no demasiado, cabeza gacha, y con el único deseo de no ser detenido.

––¿Por qué le detendrían?

––Por vivir en la favela. Aquí todos somos sospechosos. 

Cleide Lima (32), al igual que Evarildo, vive en el Complejo de La Maré. Tiene cuatro hijos y dice que todos los días sufre por ellos. El de 15 y el de 13 años le quitan el sueño “porque son los objetivos típicos a los que disparan los militares que creen que cualquier chaval es un traficante”, dice esta ama de casa que lleva con insomnio desde que el presidente Michel Temer anunció que el Ejército tomaría el control absoluto de la Seguridad Pública del estado de Rio de Janeiro. La misma medida que la concejala de la Maré no dejó de denunciar desde el pasado 16 de febrero. Una polémica decisión, que según nos dice el el juez André Bezerra, “indirectamente mató a Marielle”. 

Renata Trajano (38) no bromea cuando señala que tiene “un master en lidiar con militares”. Vive desde hace dos décadas en el Complejo del Alemán –una de las favelas más violentas de la ciudad–, y la vista que tiene desde su terraza hace de su casa uno de los puntos más codiciados por los uniformados. “Siempre entran y arrasan con todo, destrozan los muebles, si hay dinero se lo llevan, asustan a mi familia, todos son iguales”, nos dice esta mediadora social. 

Cuando Michel Temer anunció hace un mes el decreto de intervención militar “porque el crimen organizado se había convertido en una metástasis en el estado”, Trajano vivió esta medida excepcional, nunca vista desde la dictadura, como un trámite más. Como cuando el Gobierno anuncia cada verano la campaña anti dengue, Trajano creó su propio mensaje para advertir a los vecinos sobre la entrada de los militares. Así son sus consejos en las redes: “Por favor, en tiempo de intervención militar no se olviden de salir de casa siempre con carné de identidad en regla, carné de la Seguridad Social, y el comprobante de residencia para entregarlo de inmediato a los militares cuando nos registren”. 

El mensaje fue premonitorio. Al día siguiente, la portada de todos los periódicos contaba cómo los militares no sólo paraban a los vecinos de las favelas para pedir documentación, sino que con sus propios móviles les hacían fotografías sin pedir permiso o tener una orden: “Me hizo gracia que todo el mundo se escandalizara porque desde siempre somos ciudadanos de segunda, no tenemos derecho de ir y venir libremente, nos registran por el simple hecho de vivir en una comunidad, nuestros hijos no tienen derecho a una educación digna porque las escuelas casi siempre están cerradas. A nuestros barrios el Estado sólo llega en forma de fusil”. 

Esa misma semana, la medallista olímpica Rafaela Silva denunciaba otro caso de discriminación. Cuando la judoka volvía del aeropuerto en un taxi, un coche de policía la miró y mandó parar el vehículo. Sacaron del coche al taxista y a la deportista a punta de pistola, el conductor dijo que ella era “la de las Olimpíadas”, y entonces le respondieron: “Ah vale, pensé que la había cogido en una favela”. Silva no tardó en denunciar su caso en Twitter: “¿Hasta cuándo vamos a tener que aguantar tanta discriminación contra la gente de las favelas?”. 

Racismo institucionalizado 

Un millón y medio de personas viven en las favelas de Rio de Janeiro, una cifra que podría ser el doble debido a que la mayoría no está registrada. La violencia entre traficantes y fuerzas del orden varía en las ochocientas comunidades que tiene la ciudad, pero a todas se las define bajo la misma fórmula: negro y favelado = ladrón o narcotraficante. Una paradoja cuando los propios soldados y policías que las patrullan muchas veces son los que viven en ellas. 

Los registros y las fotografías que los militares hicieron a los vecinos de Vila Kennedy y Vila Aliança fue la acción definitiva para que la ONG Justicia Global presentara un documento ante la ONU y la OEA para exigir vigilancia ante la intervención militar en la ciudad maravillosa: “Se vive una situación de estado de excepción y es evidente que el racismo está institucionalizado porque sólo cargan contra los negros de la favela, no vimos ningún registro en Copacabana”, decía una de los comunicados de la ONG. La investigadora y ex directora de Instituciones Penitenciarias de Rio de Janeiro, Julita Lemgruber, denunció “lo absurdo” de la situación: “Es vergonzoso que se luche contra el tráfico de drogas con extrema violencia en las comunidades pobres mientras que en los barrios ricos te llevan la cocaína a domicilio y nadie hace nada”.

El ex secretario de estado para los Derechos Humanos, Paulo Sergio Pinheiro, dijo que lo que sucedía en Rio le recordaba “al apartheid sudafricano con personas negras que aconsejan cómo evitar ser detenidas y asesinadas por su color de piel”. Pinheiro se refiere a un vídeo en el que tres jóvenes negros orientan a los vecinos de su misma raza sobre cómo actuar tras la intervención militar: “No lleve un paraguas largo por si se confunde con un arma y le disparan. Si lleva un objeto caro tenga encima el recibo de compra para que no piensen que lo ha robado. Si paran el coche, pida permiso al militar para abrir la guantera y mostrar la documentación, en caso contrario podría pensar que va a sacar una arma. No salga a altas horas de la noche. Y si es mujer, homosexual o transexual no vaya solo, siempre acompañado”, aconsejaban. 

Los datos justifican estas advertencias. Según el Instituto de Seguridad Pública de Brasil, el 85% de las víctimas asesinadas por la policía carioca tienen un mismo perfil: jóvenes de entre 18 y 29 años, negros y de baja escolaridad. El año pasado, el Instituto de Pesquisa Económica brasileño (Ipea) advirtió que los jóvenes negros tenían un 23% más de posibilidades de ser asesinados que personas de otras razas. “En Brasil hay una especie de licencia para matar, siempre que suceda en zonas periféricas como las favelas”, dice Daniel Cerqueira, de Ipea.

La opacidad de los militares 

Los militares ya llevan un mes en las calles de Rio y el general Walter Souza Braga Netto, interventor federal de Seguridad Pública en Río de Janeiro, mantiene su política de opacidad: ausencia total de diálogo con el vecindario, los medios, e incluso los subalternos. Hasta el momento solo ha prometido que no llevarían a cabo ocupaciones permanentes como sucedió entre 2014 y 2015 en La Maré, un periodo en el que se dispararon los asesinatos de civiles y las detenciones: “Haremos operaciones puntuales, es lo único que puedo garantizar”, dijo en la única rueda de prensa realizada hasta el momento hace ya tres semanas.

Tampoco ha confirmado si se llevarán a cabo los mandatos de búsqueda y detención colectivos que en un primer momento había anunciado el entonces ministro de Defensa y hoy de Seguridad por el Partido Popular Socialista, Raul Jungmann. Una medida con la que no sería necesaria una orden judicial de registro con nombre y apellidos del sospechoso, sino que el mismo mandato valdría para irrumpir en todas las viviendas de una comunidad bajo la justificación de que “el urbanismo en las favelas hace que los traficantes escapen de una casa a otra con facilidad”,  según Jungmann. Ni el presidente brasileño, Michel Temer, ni el general Netto han vuelto a hablar sobre la idea sugerida por el Ejército de poder disparar a cualquiera persona que llevara un arma a la vista y de este modo no cumplir con el reglamento habitual que señala que ante tal situación, primero se dispara al aire y nunca se tira a matar. Lo que sí ha reconocido el general es que no podrá garantizar que “cualquier civil pueda ser alcanzado por una bala en el medio de una operación porque siempre hay daños colaterales”. Lo dice en un estado en el que cada siete horas muere un civil por una bala perdida, y en un país que ocupa el primer puesto de América Latina en muertes por esta modalidad. El 12 de marzo, Matheus Melo murió por disparos cuando salía de una iglesia de Acarí. 

Por ahora, la petición del general Eduardo Villas Bôas –Comandante en jefe del ejército–, que solicitó “garantías jurídicas” para que sus soldados no fueran juzgados en ninguna ocasión por la justicia ordinaria y sólo por el Foro Militar, no se ha puesto en marcha, pero no se descarta que se pueda llevar a cabo. El coordinador del Laboratorio de Análisis de la Violencia de la Universidad Estatal de Rio de Janeiro (UERJ), Ignacio Cano, subraya la contradicción del general: “Si los militares ahora son quienes se encargan de la seguridad pública también deberán ser juzgados por la justicia pública. Si no quieren es bien porque no confían en la justicia brasileña o porque son conscientes de que pueden suceder muchos homicidios que se considerarían fuera de la ley y quieren estar protegidos”.

Una medida electoralista 

Según diversos especialistas, la intervención militar decretada por Temer sería una medida electoralista para satisfacer a una población que considera la seguridad el problema más importante del país y que en octubre de este año votará en las elecciones presidenciales. Rio de Janeiro es apenas el décimo estado más violento de Brasil, mientras que el gobierno Temer no supera el 6% de aprobación y las encuestas dicen que los brasileños quieren mano dura: “Lo que sucede es que tenemos un Ejecutivo ahogado por escándalos de corrupción y se aprovecha de una sociedad asustada que en estos momentos aceptaría ejércitos de cualquier parte para sentirse segura”, dice el profesor Ignacio Cano de la UERJ.

Para este sociólogo las medidas que ayudarían a mejorar la seguridad deberían basarse en apostar por grupos de investigación contra el crimen organizado y recuperar los recursos que le han arrebatado a esta área: “Antes que enviar tanques y militares lo que debería hacer es garantizar el pago de las horas extras de los policías, la gasolina para que los coches puedan patrullar, darles condiciones saludables de trabajo a las fuerzas del orden que arriesgan su vida y están abandonados por el estado”, dice refiriéndose a la crisis económica que desde hace dos años afecta a Rio de Janeiro y que ha dejado a sus servicios públicos en pésimas condiciones. 

Los líderes comunitarios de las favelas se dividen entre los que exigen que se derogue la intervención y los que piden un diálogo directo con el general Netto para evitar matanzas indiscriminadas. Pero el Ejército por ahora no está dispuesto a dialogar. Los militares tienen al 65% de la población de su lado, según la última encuesta de Data Folha, y el apoyo de un gobierno que se agarra a ellos para arañar unos votos.

Los favelados tienen a las organizaciones de Derechos Humanos, que aseguran que controlarán de cerca cada operación. Hoy, como todos los días, Evarildo dos Santos se bajará del autobús una parada antes, cogerá aire, comprobará que lleva la camisa por dentro del pantalón, se peinará las cejas con la mano como si pudiera borrar el cansancio del día, y se santiguará. Cleide seguirá con insomnio y sus hijos sin ir a la escuela. El 15 de marzo centenares de cariocas salieron a la calle para manifestarse contra la ejecución de Marielle, la “cachorra de la Maré”, que han silenciado para siempre.

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