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Cómo ser Arthur Cravan

El sobrino de Oscar Wilde fue la mala leche hecha artista, una bestia furiosa y ensoberbecida que atacaba a todos y a todo

Marcos Pereda 21/03/2018

<p>Arthur Cravan.</p>

Arthur Cravan.

Luis Grañena

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Me encantan los golfos. Sí, ese tipo de personas que no tienen ningún talento especial en la vida más allá de su encanto personal y una enorme facilidad para hacerse notar. Por eso suelen acabar de artistas, o escritores, o ambas cosas, o ninguna. Lo primero es encontrar un nombre que enganche, que te deje aturdido como un buen gancho de izquierdas. Fabien Avenarius Lloyd no es uno de esos. Suena a notario, a burócrata de gafitas estrechas y piel cenicienta. No, no nos vale. 

Arthur Cravan sí. Arthur Cravan es perfecto.

Antes de ser Arthur el joven Fabien era un pijo sin más aspiraciones que divertirse. Una mole inmensa de casi dos metros y rasgos aniñados, un chaval metido en el cuerpo de un hombre y coronado con la mente de un agitador. Se lo pasaba bien con su tío (político), un tal Oscar Wilde. Jugaban a las palabras, imaginaban transgresiones, se soñaban en sueños de artista. Ese era Lloyd antes de ser Cravan, mientras se transformaba en Cravan.

Desde muy joven le dio por escribir y, sobre todo, por criticar lo que escribían otros. Lo primero lo hacía con bastante poco estilo, la verdad. En lo segundo era un genio, uno como solamente pueden serlo los resentidos que jamás firmarán obra maestra. La vida es así de traicionera, supongo. Por eso las primeras actuaciones que se le conocen, al menos las primeras documentadas, aparecen en su revista de opiniones artísticas Maintenant, un delicioso batiburrillo de exabruptos y chorradas varias, un Dadá latente varios años antes de que a Tzara le diese por abrir un diccionario al azar. 

Esa Maintenant se editó en París, que es donde hay que hacer estas cosas. Fue entre 1912 y 1915, y su director (y editor, y casi único autor) era un veinteañero imberbe. Lo sería siempre, claro. Había nacido en Lausanne, pero solo porque los británicos victorianos nacían donde les daba la muy real gana. El chico tenía ya entonces un currículum kilométrico. Recolector de naranjas en California, exiliado, desertor, bailarín, músico, indigente, marchante de arte o ladrón de joyas (perdón por la última aliteración). Tampoco es cosa de hacer mucho caso, por cierto, porque Cravan pensaba que la primera ficción era la propia biografía, y uno ya no sabe con qué quedarse y qué descartar de tantas experiencias. 

Y es que para lo que realmente había nacido Avenarius (hay que tener mucha personalidad para llamarte Avenarius y trascender a la Historia) era para llamar la atención. De cualquier forma. De, sí, todas las posibles. Cada vez que un artistillo de segunda salta a las páginas de los periódicos por su última excentricidad boba e intrascendente ahí sonríe el espíritu de Cravan. Cuentan que una vez anunció públicamente su suicidio, apuntando lugar y hora e invitando a todos, amigos y enemigos, a contemplar tal hazaña. Congregada allí una multitud Cravan empezó a insultarlos, desistió de acabar con su vida y, para compensar, se propuso terminar con la de los oyentes mediante una conferencia sobre la entropía. 

(Años más tarde aquel otro loco genial que fue Ramón Gómez de la Serna hizo algo parecido. Durante una lectura de sus obras colocó a un hombre a su vera, apuntándole a la sien con una pistola. Cada vez que terminaba una pieza, un poema o una greguería, el potencial homicida preguntaba al público si ya había llegado la hora, y estos respondían, gritando, que no, que querían escuchar más. Imagino que Don Ramón preparó meticulosamente la selección de lo que iba a declamar aquella tarde).

Provocar, provocar siempre. Cravan increpa a André Gide. Cravan escupe sobre la tumba de los simbolistas, aunque admire a los simbolistas. Cravan adora a Wilde, pero dice que odia su obra, pese a que, en realidad, disfruta leyéndola a diario. Cravan es la mala leche hecha artista, una bestia furiosa y ensoberbecida que ataca a todos y a todo, pero que, en realidad, se limita a seguir un guión preestablecido. Un Boris Vian temprano, un Rimbaud sin pistolas.

Qué fea es la Gran Guerra. Qué tontería eso de morir por una bandera, eso de matarse entre el barro y las ratas en el norte de Francia. No hay nada hermoso, no hay nada artístico allí. Así que Cravan decide ausentarse de su país, huyendo del reclutamiento. Por si acaso. Se establece en Barcelona. Gobierno neutral (dicen que al rey Alfonso le hacen tilín los teutones, pero se cuida de tomar partido) y un caldo de cultivo adecuado para sus locuras excéntricas. ¿Un anarquista en el Arte? Podría funcionar…

Precisamente en Barcelona tiene lugar la más conocida de sus anécdotas. Y eso pese a que el propio protagonista apenas recuerde nada de ella. Demasiadas hostias en la cabeza, resumiendo. Cravan llevaba años sacándose algún dinero como profesor de boxeo. Había aprendido casi de niño, y tenía una presencia física intimidante que hacía las veces de tarjeta de visita. La única, por cierto, porque pegar, lo que es pegar, no pegaba nada. Claro que la gente lo que busca es espectáculo, y eso nadie lo maneja mejor que él. ¿Quieren sangre? Pues tendrán sangre. Y Cravan pacta un combate de boxeo nada menos que con Jack Johnson, el primer campeón mundial negro en los pesos pesados, otro de esos personajes fascinantes que uno no se creería si no fuesen ciertos. La cosa tiene lugar el 23 de abril de 1916 (sí, amigos, el día del Libro) en la Plaza Monumental de Barcelona, ante unos cuantos miles de espectadores. Los carteles anuncian la batalla entre el antiguo monarca universal (Johnson dejó de ser campeón un año antes, tras perder frente a Jess Willard) y el actual campeón europeo. Todo por el espectáculo. 

En realidad Cravan pretende realizar una especie de happening artístico, una mezcla entre “wrestling” y teatro que combinase exhibición física y postulados creativos. Lástima que Johnson no tuviera mucha idea de las últimas vanguardias y se dedicase a repartir hostias sin descanso a su oponente. Primero bien flojitas, porque ambos habían pactado que el combate debía de durar al menos seis asaltos, por aquello de las fotos, de filmarlo un poco y de no decepcionar a los fieles parroquianos. Pero después…vaya, que el antiguo campeón no pilló el concepto de happening, y tampoco estaba Cravan para explicárselo después de irse a la lona, despertar con dolor de cabeza y no recordar nada de los últimos lances. Suerte que tuvo.

Con el dinero del combate (quizá el primero de su vida ganado a base de sangre, sudor y lágrimas) Cravan se embarcó a Nueva York, convencido de que América era el futuro. Allí conoció a Mina Loy, una poetisa que con el tiempo sumó a su enorme obra el hecho de ser considerada la madre (y la musa) de las vanguardias artísticas en el Bowery neoyorquino. Fue un flechazo, ambos cayeron en los brazos del otro, se amaron como solo se puede amar en la miseria y en la locura. Contrajeron matrimonio de forma casi secreta en Ciudad de México. Dos nómadas, dos vagabundos llenos de pasión con todo el tiempo por delante. Tanto. Tan poco. 

Iban a iniciar una nueva vida en Buenos Aires. Ella estaba embarazada, viajaría en tren. Él, su última aventura, la postrer excentricidad, haría el viaje cabotando en un pequeño yate. Se despidieron en Salina Cruz, Mina agitando una mano en tierra firme, Arthur moviendo el brazo al vaivén de las olas. Nunca nadie más lo volvió a ver. El poeta excéntrico, el artista loco, se perdía, para siempre, en las aguas del Golfo de México.

Quedaban atrás un puñado de obras sin más valor que su carácter extraño, provocador, insumiso para con las modas y la misma realidad. Y, también, un grupo de escritos sutiles, más íntimos, las cartas que le enviaba a Mina y en la que le contaba todas esas cosas que se cuentan los enamorados. Y le hablaba de su infancia, y de París, y de Maintenant. Y hasta le escribía cómo una tarde se enfrentó al mayor boxeador de siempre. Aunque recordase mucho de aquello.

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Marcos Pereda

Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).

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1 comentario(s)

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  1. Dan

    Muchas gracias Marcos.

    Hace 6 años 7 meses

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