Obras y sombras
Nick Cave o sobrevivir a uno mismo
Tras la muerte de uno de sus hijos, el músico australiano volvió a componer y a ponerse ante una cámara; a consagrarse al arte como conjuro y salvación
Miguel Ángel Ortega Lucas 25/03/2018
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Con su traje negro, negro y blanco; con su melena negrísima, su piel pálida, y un perfil de cuervo al que acabaran de dejar viudo y no pudiera creerlo todavía, al músico y escritor australiano Nick Cave (1957) le han emergido dos velas de luto en los ojos. Una para la alerta; otra para el espanto.
Pero esas llamas son negras también; apenas alumbran un poco más la mirada atónita. Arden sólo como testimonio del desastre. La película documental en que podemos verlas, One more time feeling (2016), también está rodada en blanco y negro –como si todo su mundo se hubiera vuelto blanco y negro, alumbrándole un sol pálido de bruma–, así que sólo podemos intuir que es oscura esa luz. Un fuego blanco y negro que no calentase en absoluto.
Nick Cave llevaba toda su vida estudiando el abismo, intentando traducir y transmutar ese magma negro en algo hermoso, en canciones como antorchas que alumbrasen. Entonces: ¿cómo sería caer, finalmente caer, y caer, hacia ese aullido sin fondo? Nick Cave era uno de los músicos más grandes, más complejos, más profundos de las últimas décadas. También era un hombre con suerte, aclamado por un público que siempre le esperaba, querido por una familia que le esperaba siempre; una mujer –la diseñadora de ropa Suzanne Bick– con quien mantiene fascinación mutua desde hace mucho, y dos hijos en común, gemelos. También tiene otros dos hijos de parejas anteriores.
Nick Cave llevaba toda su vida estudiando el abismo, intentando traducir y transmutar ese magma negro en algo hermoso, en canciones como antorchas que alumbrasen
Uno de esos gemelos, Arthur, murió en julio de 2015, con quince años, al caer por un acantilado cercano a la ciudad de Brighton, donde residen.
Hemos escrito que Nick Cave era uno de los músicos más grandes, era un hombre con suerte. Lo sigue siendo, a pesar de todo. Pero es él mismo el que asegura en esa película que el hombre que lleva ahora su traje y su pelo y su (más)cara no es ya el mismo hombre:
“Qué pasa cuando acontece una desgracia tan catastrófica que cambias de un día para otro, de la persona que conoces a alguien que no... Cuando te miras en el espejo reconoces al que fuiste, pero la persona bajo la piel es alguien distinto. El mundo es el mismo pero tú no. Y tienes que renegociar tu posición en él”. –A veces, añadía, sentía que estaba perdiendo su voz.
Con mi voz
te estoy llamando...
Y sin embargo sigue llamando, a lo que quiera que haya más allá, con esa voz que a veces no reconoce. Es asombroso, casi inverosímil: cómo puede uno romperse y aun así seguir viviendo, seguir levantándose de la cama en este mundo. Y seguir cantando. Roto, tullido, enfermo: cantando.
Cuando se supo esa tragedia, lo que muchos pensamos es que no volveríamos a saber de Nick Cave, del Nick Cave autor, intérprete, brujo y oficiante de sí mismo, hasta dentro de mucho tiempo. Qué lugar habría ya, pensábamos, para el arte, cuando sucede lo terrible. Pero si el arte existe es precisamente por eso, para eso. “Lo terrible ya ha sucedido”, dijo alguien alguna vez (de manera enigmática, todo ha sucedido ya). Cuando el pensamiento, la razón, no tiene nada que hacer, porque no sirve en realidad para dar respuesta a lo único que nos importa, es decir, a lo que no puede comprenderse, ahí el arte; ahí la alquimia. La magia íntima de un entendimiento adentro, hacia adentro, que no explica por qué el dolor, que no lo suprime, pero que le lleva flores, ilumina el llanto de esa tumba con la belleza terrible que nos une a todo –intuimos que lo atroz es infinito, pero la belleza también; y quizás lo primero sea sólo una máscara de lo segundo.
Apenas semanas, meses después de perder a su hijo (después de un golpe que no termina nunca de caer, de suceder), Nick Cave resolvió seguir haciendo lo que siempre ha hecho, para lo que vino a este mundo: escribir su pasión vencida y su perplejidad, su sed de vida y su hambre de respuestas, y darles forma, y cantarlas. Ahora con un blasón en los ojos y en la voz que ha terminado puliendo hasta las últimas consecuencias el diamante negro de su canto.
También, con una urgencia que no debe confundirse con precipitación, y un coraje que nada tiene que ver con el exhibicionismo o la impudicia, reclutó a su amigo y director de cine Andrew Dominik para registrar su vuelta al estudio, el ir y venir alucinado entre su vida (rota) y esas canciones que debían brotar como la sangre después de la herida. Porque
alguien debe cantar a la lluvia
y alguien debe cantar al dolor.
Todo fue llevándole allí, de manera majestuosa. Este vampiro aristócrata comenzó como gamberro genialoide y punkarra en su Australia natal, y más tarde en Inglaterra, con una puesta en escena que buscaba más el escándalo que la poesía. Pero a partir de los años 90, traición a su público originario mediante, y ya acompañado por su formación actual, los Bad Seeds (con un disco llamado, precisamente, The good son, ‘El buen hijo’), se abrió sin complejos a todo lo que su paleta de colores era capaz. Baladas subyugantes y confesiones al piano que nunca excluyeron tampoco el relato cruel y onírico, el discurso metafísico, el rock duro o la experimentación. (Suya y de su lugarteniente, el maestro Warren Ellis, es la hipnótica, magistral banda sonora de la película El asesinato de Jesse James, en la que él mismo intervino como trovador de taberna).
Ahora es un vampiro velando su duelo, sin modo de abandonar el templo en que le mataron. Pero la luz se abre, antes o después; atraviesa las vidrieras como un alfiler de siglos.
Volvió al estudio (tullido, enfermo, con ojeras), negociando cada día con el nuevo yo que le usurpó la piel. Siguió hablando y cantando y escribiendo (enfermo, tullido; roto). Y confesando de nuevo ante una cámara, con metáforas como relojes que nunca estuvieran en hora, la incomprensible realidad de haber sobrevivido a sí mismo. Ya lo había hecho en otro documental muy distinto, cuando él aún era ‘el otro’: 20.000 días en la Tierra (2014). Y es harto inquietante volver a este último y comprobar la obsesión que siempre alentó en él de “transformarse”, de ser otro gracias al arte, la música, el escenario.
Ahora es un vampiro velando su duelo, sin modo de abandonar el templo en que le mataron
“Hay un sitio al que no quieres acercarte” –decía ahora en torno al Suceso, a la tragedia–: “Puedo con lo demás, sigue habiendo interés en el trabajo, la vida sigue...”. Pero aquello que sucedió, lo terrible que ya sucedió, pero sucedió para siempre, continúa allí, en alguna parte, “rodeado por un anillo, o una valla”. Pueden seguir avanzando, seguir andando, al parecer; pero, “atados” a ese recinto sagrado de “lo que sucedió”, no pueden alejarse mucho: como una goma elástica, en algún momento regresan allí, al terreno vallado. Al epicentro del terremoto.
Por eso, las canciones de ese disco hijo de la tragedia, Skeleton Tree, son el refinamiento de sus canciones en tanto plegarias, en tanto ofrendas apenas cantadas; mantras sonámbulos. Usurpada su voz por la del otro que ahora le habita, es como si, más que cantar, tratara de recordar canciones que compuso en sueños y que olvidó al despertar.
Nos dijeron que nuestros sueños nos sobrevivirían,
nos dijeron que nuestros dioses nos sobrevivirían,
pero mintieron...
Y sin embargo uno puede sobrevivir a sí mismo. “Después de un tiempo, Susie y yo decidimos ser felices. Como si la felicidad fuera un acto de venganza, de defensa. Cuidar el uno del otro, tener cuidado con nosotros, y con los que nos rodean”.
Sentir una vez más que la vida está rota, pero no vencida. Y que la voz –de manera asombrosa, inverosímil– no se ha olvidado de cantar.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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