La B o la letra invisible del arcoíris
Ignacio Elpidio Domínguez, antropólogo, reflexiona en ‘Bifobia’ sobre la ontología de la bisexualidad y el porqué de su tradicional ausencia en el imaginario
Francisco Pastor 4/04/2018
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Aquello de que, en realidad, todos somos bisexuales, como sugería el largometraje El otro lado de la cama (Emilio Martínez-Lázaro, 2002), es bifobia. Asociar la bisexualidad a un ideal romántico e ilustrado, adornado por las letras de Hans Christian Andersen o Virginia Woolf, a quienes se les conocieron amantes de los dos sexos, también. Así lo sentencia el antropólogo Ignacio Elpidio Domínguez (Madrid, 1991), para quien “soñar la bisexualidad como un futuro utópico, o como un pasado ideal al que volver, es negar el presente de muchísimas personas”. Bifobia se llama, de hecho, el libro que este activista acaba de publicar con la editorial Egales, de larga trayectoria en estudios LGTB.
Han pasado dos años desde que el actor Paco León contara que, antes de conocer a su mujer, estaba emparentado con un hombre. Y apenas un par de meses desde que la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, mentara públicamente un noviazgo con una joven tiempo antes de enamorarse de su marido. “Faltan referentes, y pasos como estos pueden hacer feliz a mucha gente”, comenta el autor. En 2016, las asociaciones dedicadas a la diversidad celebraron el año de la bisexualidad. Eso fue, en parte, lo que animó a este doctorando a convertir en disertaciones académicas sus intuiciones: el principal problema de las personas bisexuales es la invisibilidad. “La bisexualidad no se ve. Eso, en ocasiones, es intencionado: hay un discurso mayoritario que no quiere creer en ella. Pero incluso en la representación meramente gráfica, cuesta más ilustrar el deseo bisexual que el que pueda existir entre dos hombres o dos mujeres”, explica el autor, sentado una mañana en una cafetería de ese Madrid que, el verano pasado, dibujó parejas del mismo sexo en las luces de los semáforos.
Porque también movió este libro ese pronto, que el escritor reconoce en sí mismo, por el que, al ver a dos varones de la mano por la calle, asume que los dos serán homosexuales, en lugar de intuir en ellos una orientación bisexual. O que un compañero de Domínguez, la noche en la que este y sus amigos padecieron una agresión homófoba, decidiera ocultar su bisexualidad en la correspondiente denuncia: “Prefirió decir que era gay, a secas. Le dio miedo pensar que, de otra forma, algún policía desorientado pudiera dejar de entender el componente de odio que hubo en el ataque”. Sobre los hombres y mujeres bisexuales, considera el autor, ha caído tradicionalmente la sospecha de que estos son capaces de inscribirse fácilmente en la cultura mayoritaria y ocultar la parte más incómoda de su deseo.
el libretista acude a los años en los que las activistas bisexuales eran repudiadas en algunos círculos LGTB, ya que las militantes lesbianas las veían incapaces de comprender la discriminación
Pero esa mayoría realiza su propia lectura de las representaciones, lamenta Domínguez. Y así, “las mujeres bisexuales son el unicornio, el gran tesoro que todo hombre heterosexual quiere conquistar. Por la fantasía voyeur de imaginar a una mujer con otras, pero también al pensar que cualquier fémina con la que un varón se dispute un objeto de deseo será inferior a él”, cuenta el autor, que recuerda las llamadas violaciones correctivas: cometidas por parte de hombres que creían que podrían cambiar el deseo de una mujer lesbiana o bisexual. Al tiempo, el libretista acude a los años en los que las activistas bisexuales eran repudiadas en algunos círculos LGTB, ya que las militantes lesbianas las veían incapaces de comprender la discriminación. Como anota, la misma FELGTB, donde se reúnen las asociaciones que trabajan por la diversidad sexual, no incorporó a sus siglas la B de bisexual hasta hace diez años.
Al tiempo, apunta Domínguez, de cara a muchas mujeres heterosexuales, los hombres bisexuales no son lo suficientemente viriles: jamás podrán encarnar al empotrador de la fantasía conservadora. Y en cambio, ese es el papel que a estos les toca de cara a la minoría gay. En la aplicación Grindr, creada para favorecer encuentros entre varones, la bisexualidad es un canto a la hombría, opina el antropólogo. Deslizando el dedo a través de sus pantallas, no es raro encontrar a quienes reclaman encuentros solo con varones masculinos y a quienes desprecian el amaneramiento. “Asumimos que el machote heterosexual está en lo más alto de la cadena trófica y es deseable”, comenta el autor. Ya Owen Jones anotó el racismo presente en estas aplicaciones. “Aunque me duela, no debemos esperar de nadie un discurso activista solo porque esté en una minoría. Tampoco de las personas bisexuales. Sería injusto confiarles una labor mesiánica”, anota.
Desmantelar prejuicios, cuando estos permanecen inscritos en los recovecos del deseo, es complicado, opina el autor. Pero el libro, que hilvana el discurso académico con la experiencia personal de la militancia, da una receta inspirada en las reuniones de la asociación Arcópoli: nada mejor para acabar con los estereotipos como una conversación informal. Vermú en la mano, Domínguez comenta la actual discusión del activismo sobre si lo bisexual, y también lo LGTB, es una identidad o no. Porque uno de los principios del feminismo, movimiento hermano del despertar arcoíris, es que los géneros sexuales no son más que construcciones sociales. “Las etiquetas son buenas, si ayudan a crear comunidad, pero no nos deberían acotar ni definir. Porque existir, como tales, no existen. La misma idea de bisexualidad es un paraguas bajo el que caben muchas cosas”, apunta el joven.
Ya en 1948, la escala de Kinsey pedía que las sexualidades no llevaran nombres, sino gradientes que expresaran qué parte de nuestro deseo llevamos hacia un sexo y cuál dedicamos al otro. “Pero eso está superadísimo, porque es entender la sexualidad como una balanza, cuando deberíamos verla en más dimensiones, incluyendo el tiempo. El deseo cambia”, replica el autor. Para su trabajo, Domínguez toma la definición de bisexualidad de la activista norteamericana Robyn Ochs. Esta es “la capacidad de sentir atracción romántica, afectiva y/o sexual por personas de más de un género, no necesariamente a la vez, de la misma manera, en el mismo grado ni en la misma intensidad”. Pero, aun desde ese discurso contemporáneo que nos habla de una sexualidad líquida, el joven reitera que las etiquetas y las siglas distan de ser prescindibles.
Y la B, claro: esa que camina entre nosotros, en las clases ilustradas y en las que no lo están, y que convive con la idea de que los hombres y las mujeres somos distintos. Esa B que dista de otra sigla, asentada desde hace menos tiempo en el imaginario activista, como la P de pansexualidad: otro deseo, más cercano al mentado por Martínez-Lázaro en su cinta, en el que la diferencia sexual no se contempla, en la medida en la que esta resulta ficticia. Y que se empiecen a acumular las letras del abecedario es lo de menos, remata Domínguez: “Abandonaremos las etiquetas cuando dejen de pegarnos por la calle”. La noche en la que el joven y sus amigos fueron agredidos, el mismo taxista que les llevó hasta el hospital les contó que conocía bien el significado de las siglas LGTB. Las escuchaba, con frecuencia, por la radio.
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Francisco Pastor
Publiqué un libro muy, muy aburrido. En la ficción escribí para el 'Crónica' y soñé con Mulholland Drive.
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