Lolita la autómata
Con una genialidad quizá inconsciente, Nabokov propone una Lolita ya corrompida cuando la atrapa Humbert Humbert
Nora Catelli 8/04/2018
![<p>Fotograma de la película 'Lolita' de Stanley Kubrick (1962)</p>](/images/cache/800x540/nocrop/images%7Ccms-image-000015097.jpg)
Fotograma de la película 'Lolita' de Stanley Kubrick (1962)
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Sería difícil hoy no admitir que se lee Lolita desde el escándalo. No el de la censura de finales de los años cincuenta del siglo XX, sino el del nuevo cuestionamiento de la permisividad moral del arte respecto de las celebraciones del poder patriarcal en todas sus vertientes.
Recurrir a la vacuidad de que hay buena y mala literatura y que ese aserto nos salva de su ambigüedad moral y genérica no sirve para deshacernos del desconcierto de esta situación. Al revés, identificarse, como se hizo con cierta delectación decadente, con los que elaboraron los primeros catálogos de nínfulas y las extendieron hasta Lewis Carroll sólo alimenta una fantasía básica. La del sexagenario a quien no le basta elegir como objeto de amor a una niña o un niño sino que se adentra en la representación del único pecado que aún consideramos imperdonable: la pederastia.
En estos meses, Laura Freixas y Andreu Jaume discutieron sobre eso. No intento refutarlos; sólo agregar, a sus opiniones, algunas matizaciones. La más penetrante, escrita hacia 1965, se debe a Nina Berberova (Nabokov y su Lolita, La Compañía, Buenos Aires, 2008). De todas sus observaciones sólo extraigo una: Nabokov se fija límites y se impone normas, que son recurrentes y estrictas y en general remiten a la manera de administrar los modelos previos a sus obras. Una de ellas es la propia de Lolita: Berberova la llama “técnica del epígrafe disuelto”, es decir, la ausencia de evocación explícita de aquellos tipos de los que procede la niña. No están en el texto, aunque se pueda rastrearlos, como hace Andreu Jaume recurriendo a Edgard Allan Poe. Dice Berberova: “En algún lugar de la memoria, algo está siempre vivo, algo que no desaparece ni un instante y ni siquiera palidece: la imagen mito de su primer amor”. De ese primer amor Nabokov no es culpable, como no se es culpable de “la terrible fuerza de las impresiones infantiles”. No es esa fijación el problema de Lolita, sino el hecho de que su permanencia y persistencia se realicen en el cuerpo poderoso de Humbert Humbert y en el de su doble.
Lolita no es un personaje sino un lapso entre los nueve y los once años
Otro guía para sostenernos en el desconcierto sin llegar a la apología o la repulsa está en “La nymphhette et le pentapode” de Vladimir Troubetzkoy (Lolita, Figures mythiques, ed. Maurice Couturier). Trobetzkoy participa de la fascinación romántica por el destino de H.H., que ve, desesperado, que Lolita crece. En realidad, Lolita no es un personaje sino un lapso entre los nueve y los once años. Troubetzkoy acepta esta desagradable visión, aunque no deja de reconocer que la obra parece ofrecernos, a la vez, una pantanosa seducción ante “la ninfa en estado naciente” y una piadosa comprensión ante Humbert, “el monstruo de cinco miembros”.
Elisenda Julibert disiente y propone que el murmullo sentimentaloide de Humbert Humbert ridiculiza su exceso de entusiasmo ante la acariciante presencia de Lolita, ya que Nabokov sólo habría inventado el idilio para despreciar la retórica del personaje. El argumento es interesante, pero desviado, porque la parodia no exculpa ni rebaja: ¿despreciaba Faulkner la idiocia de Benjy Compson en El ruido y la furia o Joyce la cursilería de Gerty MacDowell en el capítulo 13 de Ulises?
Provista de esas autoridades, a las que sólo agregaré una enseguida, propongo que nos fijemos en dos planos distintos para hablar de Lolita, aunque los dos finalmente coincidan en su composición: la de la forma de la novela y la de la gramática de las pasiones. La composición, así, incluye una estética y una moral. Pero, como sucede siempre en el arte, no las une.
Empezaré por la forma de la novela dentro de la obra de Nabokov y dentro del panorama del género en el momento en que se publicó. La novela del siglo XIX se apoyaba en algunos asuntos visibles y contundentes, en los que se escenificaban los nudos simbólicos de la vida social. El adulterio, que desestabilizaba el matrimonio; el ascenso social y el fracaso, que mostraban las contradicciones internas de la modernidad: se prometía la máxima realización individual y se anunciaba a la vez la posible derrota. Y, por último la conquista del mundo, desde Kim de la India a El corazón de las tinieblas.
Los narradores de comienzos del siglo XX se encontraron con que nuevos medios –la fotografía, el cine, el periodismo incluso– les disputaban ciertos espacios que los artistas del siglo XIX creían propios. La perfecta adecuación entre el discurrir del tiempo –una vida contada– y la configuración del espacio –una vida pintada– que parecía propia de la novela, perdió entonces su carácter propiamente narrativo. Los paisajes se "veían" directamente; las historias parecían emerger plásticamente del mundo filmado. No es casual entonces que los grandes creadores, a partir de 1905-1920, empezasen a experimentar con modos distintos de narrar lo humano. ¿Qué pasa si una novela de seiscientas páginas tiene lugar durante un solo día y su personaje es un triste vendedor de anuncios publicitarios? Eso es Ulises de James Joyce; ése es su protagonista, Leopold Bloom.
¿Qué pasa si una novela de miles de páginas cuenta sólo las costumbres neuróticas, obsesivas, enfermizas, de alguien que quiere convertirse en escritor? Eso es En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. ¿Qué pasa si en una novela varios capítulos están dichos por un disminuido mental a través del cual debemos entender un parte decisiva de la trama? Eso es El ruido y la furia. ¿Qué pasa si otra novela cuenta una serie de experiencias (la guerra del 14, los viajes a Estados Unidos y África, el ejercicio de la medicina) desde el punto de vista de un perfecto canalla que disfruta con la crueldad, el maltrato, el racismo? Eso es Viaje del fin de la noche de Louis Ferdinand Céline? ¿Dónde están ahora esos seres complejos, atribulados, llenos de vericuetos, cuyos avatares seguíamos en Henry James, quien tuvo también su propias Lolitas y sus propios prepúberes inquietantes, en Lo que sabía Maisie y En otra vuelta de tuerca? Sólo la novela popular –en sentido muy amplio– seguirá utilizando la traición en el matrimonio, el amor entre iguales o el ascenso social como disparadores del relato. Porque esos nudos se han deshecho; ya no hay tensión en ellos.
Nabokov invierte el derrotero del aprendizaje de la decepción característico de la novela decimonónica
Nabokov empezó a publicar en 1930; y casi se planteó los mismos problemas que la generación inmediatamente anterior. Salvo en su última obra, Pálido fuego, que es un experimento y un desafío, la solución que encontró fue, podríamos decir, idiosincrásica, propia: una suerte de carrusel de situaciones y voces en las que un personaje (un loco, un obsesivo, un sádico, un exiliado) se pone a prueba en una situación que los otros no soportan. Una serie de ordalías –de combates, de pruebas por el hierro o el fuego– llevan al personaje a su derrumbe que es, a la vez, su triunfo. Ese camino inverso aísla al personaje y lo sitúa –sitúa su voz– por encima de la de los otros. En ese sentido, Nabokov invierte el derrotero del aprendizaje de la decepción característico de la novela decimonónica y cuyo epítome es La educación sentimental de Gustave Flaubert. Fredéric, el personaje de esta novela, es un débil de carácter, que lo fantasea todo –ser artista, ser político, ser un hombre de mundo– pero nada desea. En cambio, los personajes de Nabokov viajan en alas del deseo absoluto hacia la soledad de quien sale vencido de la ordalía. Conocen o desprecian el mundo; van por delante de sus reglas; se someten a las pruebas que se les imponen en la huída hacia delante, y quemados, abrasados, convictos, las superan al ser derrotados. Sólo que, al superarlas, como Humbert Humbert, son castigados.
Dentro de esta severa exigencia –¿cómo hacer para que una novela funcione cuando las leyes de la novela tradicional ya no funcionan?– probablemente el desafío que Nabokov se planteó en Lolita fue descomunal. Si se les pregunta a los lectores de esta obra de qué trata, muchos responderán que es una novela de amor. Una novela de amor, en 1955, tenía que tener algún rasgo que reviviese el nudo ya perimido del vínculo amoroso llevándolo fuera de lo ya aceptado. Cuando las mujeres pudieron divorciarse, la novela de adulterio se acabó. El lánguido amor que no se atrevía a decir su nombre, el amor del igual, ya había sido tematizado en Gide, en Proust y hasta en Thomas Mann. La apuesta de Nabokov fue abrir el abanico de las edades y proponer el escenario del estupro (amor con una niña de doce años, en apariencia consciente de sus actos, aunque menor legalmente) para la "novela de amor". De modo que desde el punto de vista formal, Lolita utiliza la transgresión (la pedofilia, repito, que es nuestro único pecado imperdonable) para que la novela como género reviva. Digamos que la necesidad formal justifica el estupro, intercambio entre generaciones reglado y hasta admitido en muchas las culturas, pero progresivamente censurado y arrinconado, en nuestra época, hasta alcanzar el carácter hoy delictivo que, sin paliativos, se le atribuye.
Pero el verdadero problema de Lolita es el segundo aspecto: la gramática de las pasiones, su distribución y sus funciones. Con una genialidad quizá inconsciente, Nabokov propone una Lolita ya corrompida cuando la atrapa Humbert Humbert.
Y debemos preguntarnos por el sentido, más allá de la voluntad del autor, de este hallazgo admirable. Que Lolita no sea iniciada por Humbert Humbert sino que ya sepa, antes de empezar la novela: “Las seducciones incestuosas se producen habitualmente de este modo: un adulto y un niño se aman; el niño tiene fantasías lúdicas, como por ejemplo desempeñar un papel maternal respecto del adulto. Este juego puede tomar una forma erótica, pero permanece siempre en el ámbito de la ternura. No ocurre lo mismo con los adultos que tiene predisposiciones psicopatológicas”, escribió Sandor Ferenczi en septiembre de 1932. Y agregó: “Los adultos confunden los juegos de los niños con los deseos de una persona madura sexualmente y se dejan arrastrar a actos sexuales sin pensar en las consecuencias”. Hasta allí, todos podríamos coincidir, aunque Ferenczi parezca no iluminar al personaje de Lolita, que es en verdad inescrutable. Pero Ferenczi, como Nabokov, captó algo más y lo describe a continuación: lo denomina “confusión entre el lenguaje de la ternura” (que es el de los niños) y “el lenguaje de la pasión” (el de los adultos). Si nos detenemos en cómo actúa Lolita ante Humbert Humbert, vemos que ella se adelanta procazmente a los avances del adulto, o los diluye para después de retomarlos. Sabe más que él acerca del juego erótico: “Es difícil adivinar”, concluye Ferenczi, “el comportamiento y los sentimientos de los niños ante esos sucesos. Su primera reacción sería de rechazo, de odio. Esa, o alguna similar, sería la reacción inmediata si no estuviera inhibida por un temor intenso”. Y cuando este temor alcanza ese punto culminante, los obliga, para no estallar, a “someterse automáticamente a la voluntad del agresor, a adivinar su menor deseo, a olvidarse de sí mismos”, a mantener, en medio del encuentro, el mecanismo de la ternura que el asalto del adulto suprimió.
Lolita es ya una autómata cuando empieza la novela
Lolita es ya una autómata cuando empieza la novela: ésa es la verdadera clave de la novela. Ya ha sido asaltada y sometida. Por eso, ante Humbert Humbert y su doble es siempre inquietantemente sabia, porque está advertida: no estalla, sino que suspende el estallido adelantándose a lo que se espera de ella. Y relega el llanto a la soledad sin resistencia. Nina Berberova evoca la escena de Los demonios en que la niña, aterrada por el asalto sexual de Stavroguin, en lugar de gritar, se arroja en sus brazos. Dostoievski, tan detestado por Nabokov, le ofreció dos veces (también en Crimen y castigo hay un encuentro parecido) el secreto de Lolita, la autómata.
Quizá el desafío formal de la novela –extender la diferencia de edad de los protagonistas para que reviva la tensión extinguida en la representación del conflicto amoroso– explique la caída moralista en el final en Lolita, como si no se soportara que la imagen de la autómata permaneciera congelada para siempre.
Mucho más morigerado que Dostoievski, Nabokov se resigna a que Lolita crezca y que Humbert Humbert le ofrezca matrimonio, antes del desenlace tan folletinesco del crimen y el castigo. En el final, la autómata ya ha escapado del terror porque ha crecido y está más cerca de la Natasha de Tolstoi, esa mujer tranquila y vulgar que amamanta a los hijos de Pierre, que de las niñas desgarradas de Dostoievski.
Por eso, quizá haya que inventar otra serie para Lolita y comprobar de ese modo cuán pesadamente rusa es la resolución de la novela. Baste compararla con la ligereza irónica del film Soplo al corazón de Louis Malle, de 1971, ambientado en 1954, en el que un púber y su madre transcurren una noche de sexo sin la amenaza del estallido y sin que se dibuje en el horizonte del púber el horrible destino de autómata que Ferenczi describió con letal lucidez. Quizá Lolita tenga más de sermón que de farsa.
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