¿Qué pasa con la sexualidad femenina?
El aumento de libertad sexual en las mujeres no parece haber traído un aumento del conocimiento sobre nuestro propio deseo, sino una orientación del mismo hacia el placer masculino
Eva Ferreras 11/04/2018
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Muchos tabúes se han derribado alrededor de la sexualidad femenina, y desde distintas esferas –asociaciones de mujeres, centros educativos, instituciones…– se intenta, cada vez más, dotar a las mujeres de más herramientas para que vivan el sexo de la manera más libre posible. No solo ocurre a pequeña escala, también existen (aunque reducidas) importantes acciones de divulgación sobre el placer femenino e investigaciones sobre la cuestión con muestras suficientemente amplias. Quizás el caso más destacado sea el de OMGyes, una iniciativa de un grupo heterogéneo –desde investigadores y sexólogos hasta cineastas e ingenieros– que ha llevado a cabo el primer estudio a gran escala para conseguir detalles sobre el funcionamiento del placer de las mujeres.
Sin embargo, en torno a la sexualidad de las mujeres hay todavía más sombras que luces. Mientras que a los hombres se les vende una idea de sexo explosiva, casi una necesidad vital, lo primero que saben las mujeres sobre el tema es que “les va a doler”, de manera que aprenden a normalizar ese dolor sin contemplar alternativas como el sexo sin penetración, el apoyo en la lubricación o la prolongación de la situación previa de placer para disminuir la posibilidad de molestia. Erika Irustra, pedagoga menstrual, trata de desmontar en sus vídeos y posts el mito de que el dolor en los procesos físicos femeninos es normal; esta aceptación del dolor como seña de identidad femenina tiene para Irustra un enorme peligro, ya que pone en juego nuestra salud física, mental y emocional. Sobre el peligro de esta normalización, Lili Loofbourow aporta un dato muy revelador: mientras que los hombres tienden a referirse al mal sexo para hablar de parejas pasivas o experiencias aburridas, las mujeres lo definen como sexo que involucra coacción, incomodidad emocional o dolor físico.
Más de cincuenta años después de la revolución sexual, y aun habiendo conseguido derribar buena parte de tabúes y de restricciones asociadas a la moral, la sociedad continúa condicionando a las mujeres de múltiples formas para tolerar e ignorar situaciones sexuales que les provocan dolor, incomodidad e incluso peligro. En un cuestionario diseñado para este reportaje y respondido por 154 mujeres cisgénero de 20 a 50 años, un 51,3% afirma tener dificultades para expresar incomodidad o disgusto mientras practica sexo. De éstas, un 67% las tiene incluso cuando su pareja sexual es de confianza. A pesar de que es solo un cuestionario, estos resultados concuerdan con datos previos: investigadores del London School of Hygiene and Tropical Medicine concluyen en un estudio a 130 adolescentes de 16 a 18 años que el sexo anal es generalmente “doloroso, arriesgado y coercitivo” para las mujeres. Loofbourow recoge las conclusiones de un estudio estadounidense sobre el dolor sexual que indica que un 30% de las mujeres afirman sentir dolor durante el sexo vaginal, y un 70% durante el sexo anal. Sin embargo, un elevado número no cuenta a sus parejas cuando el sexo les duele. ¿Cómo es esto posible? Y más importante aún, ¿cómo nos puede parecer normal?
La tradición patriarcal y la sexualidad femenina
Para Marta Torrón, fisiosexóloga, el hecho de que no nos miremos con naturalidad provoca que nuestros genitales sean unos desconocidos para nosotras mismas. Las explicaciones académicas de la opresión ejercida sobre los cuerpos de las mujeres abundan, y coinciden en que siglos de cultura patriarcal nos han legado sólidas estructuras sociales que conllevan que las mujeres nos encontremos ajenas a nuestros cuerpos, a su funcionamiento y sus necesidades. Figuras como Amelia Valcárcel han hablado sobre cómo las religiones han servido de vehículo para el sometimiento de la mujer. Para Valcárcel, el cristianismo endureció su postura con respecto a la mujer y su libertad en los siglos III y IV. Silvia Federici data este control del cuerpo femenino en la Europa de los siglos XVI y XVII –tras el enorme descenso de población que provocó la peste– y supuso una profunda ofensiva llevada a cabo por el Estado para quebrar el control que las mujeres habían ejercido sobre sus cuerpos y su reproducción con el objetivo de restaurar la proporción deseada en la población. La autora denomina esto en Calibán y la bruja (Traficantes de Sueños) como proceso de “domesticación” de la mujer.
Lo sexual es un campo dominado tradicionalmente por hombres, por ejemplo porque la reproducción no les condiciona biológica ni culturalmente, y la pérdida de la juventud no está vista como un obstáculo en el atractivo de un hombre
A día de hoy, la forma en la que nos relacionamos con respecto al sexo es completamente diferente a como lo fue para la generación de nuestras abuelas, o incluso de nuestras madres, pero no está tan claro que esto haya repercutido positivamente sobre la forma de entender nuestra sexualidad. Podríamos decir que nos encontramos en un cambio de paradigma en el que tener sexo no sólo estaría bien visto, sino que sería lo deseable para ser lo que Gillian Flynn denomina en la película Perdida ser una ”chica guay": una mujer que esté buena pero que sea brillante y divertida, esté deseando hacer un trío y tener sexo anal. Desde esta óptica, el objetivo que se ha inculcado a las mujeres a través de las generaciones –ser deseable ante la mirada masculina– se habría mantenido intacto, pero los medios para conseguirlo cambiarían por completo. Aunque se trata del monólogo de una película, autoras como Eva Illouz han puesto el foco en el peligro que puede suponer para las mujeres este cambio de paradigma: Illouz analiza en Por qué duele el amor (Katz editores) las desventajas que las mujeres sufrimos con la predominancia que el ámbito sexual tiene en las relaciones de pareja modernas. Lo sexual es un campo dominado tradicionalmente por hombres, por ejemplo porque la reproducción no les condiciona biológica (si desean acceder a la paternidad no tienen “fecha límite” hasta edades muy avanzadas) ni culturalmente (la sociedad no les presiona para “estar completos” mediante su paternidad), y la pérdida de la juventud no está vista como un obstáculo en el atractivo de un hombre.
La cuestión es que la legitimación social de las mujeres para tener sexo no parece haber traído consigo un aumento del conocimiento sobre nuestro propio deseo, sino una orientación del mismo hacia la complacencia del deseo masculino. De las 154 mujeres encuestadas para este reportaje, un 66,9% ha fingido alguna vez un orgasmo; los motivos principales alegados son “terminar antes el encuentro” (42,9%), “no herir los sentimientos de la pareja sexual” (35,2%) y “complacer a la pareja sexual” (13,3%). Cabe destacar que, del resto, varias indicaron que lo hacían por todos esos motivos a la vez. Como indica la psicóloga y sexóloga Cristina Martínez, el descubrimiento de la sexualidad para las mujeres está asociado a la exploración de los hombres sobre ellas y no a la propia masturbación.
La mirada masculina sobre nuestros cuerpos
La hegemonía de la mirada masculina en los contenidos culturales ha provocado que el sexo se haya formulado en términos sociales desde la óptica de los hombres, haciendo aparecer a la mujer como un objeto para ser admirado por su apariencia y para satisfacer los deseos y fantasías de ellos; es lo que Laura Mulvey acuñó como male gaze –mirada masculina– en 1975. En esta línea, la mujer ha sido mostrada a través de la cultura como un sujeto pasivo del sexo al que convencer, normalizando cuestiones como la falta de libido o el dolor en las relaciones sexuales. No resulta fácil encontrar información fiable sobre cómo funciona el deseo femenino a nivel físico, por ejemplo, y mucho menos en los círculos más mainstream. Laura Freixas critica que se hable de sexo en mujeres de más de 50 años de forma descontextualizada, ya que una posible dificultad sexual de las mujeres en ocasiones puede deberse a la falta de cercanía, confianza o intimidad, sin las cuales no habría lubricación ni deseo. En la misma línea incide un equipo de investigadores de la Escuela de Medicina de la Universidad de Michigan, que, mediante los datos obtenidos de 3.302 mujeres de entre 42 y 52 años de edad, descubrió que los niveles hormonales tenían una débil influencia sobre la función sexual de estas mujeres en comparación con otros aspectos como el bienestar emocional.
Tampoco podemos olvidar el papel que la pornografía cumple en la iniciación sexual de los y las jóvenes, que tratan de imitar y de repetir patrones de lo que ven. Para Virginie Despentes, la pornografía es un dispositivo cultural omnipresente y preciso que predestina la sexualidad de las mujeres a gozar de su propia impotencia, aunque para la autora esto no es necesariamente malo. Ahora bien, no podemos perder de vista que lo que esta autora considera “gozar de su propia impotencia” implica una posición privilegiada en la que la mujer, consciente de lo que condiciona su deseo, accede libremente a una determinada práctica sexual. Esto está muy alejado de la realidad cotidiana de muchas otras mujeres, que llevan a cabo dichas prácticas con incomodidad por no considerar otras opciones o por simple complacencia hacia su pareja. A las mujeres encuestadas para este reportaje también se les pidió que indicasen si sentían presiones externas a la hora de mantener relaciones sexuales: en las respuestas afirmativas todas ellas hacían alusión a sus parejas sexuales –hombres en el 75% de los casos–. Cuestiones como la insistencia o la demanda de mayor frecuencia, que pueden ser percibidas como agresivas por las mujeres, se asocian en muchas ocasiones a la biología masculina; Andrew Sullivan, por ejemplo, pide no obviar el “factor naturaleza” de la ecuación.
La cuestión no es la biología ni el deseo, sino cómo se nos enseña a reaccionar a él a unas y a otros. No se trata de imponer una mirada puritana del sexo, sino de revisar nuestro deseo para sentirnos plenamente cómodas con nuestra sexualidad
Posturas como la de Sullivan parecen obviar que las mujeres también tenemos hormonas y que, de hecho, los cambios hormonales producidos durante el ciclo menstrual tienen como objetivo biológico la concepción: sentimos también, por tanto, esa urgencia sexual que se asocia al género masculino. La cuestión no es la biología ni el deseo, sino cómo se nos enseña a reaccionar a él a unas y a otros. No se trata de imponer una mirada puritana del sexo, como alertan algunos, sino de revisar nuestro deseo para sentirnos plenamente cómodas con nuestra sexualidad. Para Noelia Ramírez, el puritanismo se está confundiendo con la voluntad de establecer unas relaciones sexuales en las que el placer masculino no tenga que construirse a través del dolor femenino.
¿Qué sabemos?
El problema es que falta información no solo en esferas culturales o informales, sino también en el ámbito médico. Lejos de pretender afirmar que sea una práctica generalizada en la ginecología, lo cierto es que existe una desinformación importante en las mujeres que asisten a una consulta. Esto forma parte de lo que se conoce como violencia obstétrica, un tipo de violencia ejercida por profesionales de la salud sobre el cuerpo y los procesos reproductivos de las mujeres. Como indica Laura F. Belli, al carecer de una definición precisa, la violencia obstétrica suele relacionarse exclusivamente con el parto, pero incluye otros aspectos del campo de salud sexual como la anticoncepción, la planificación familiar, el aborto o la menopausia. Las mujeres encuestadas, que fueron preguntadas sobre malas experiencias en consultas médicas, ponen el foco especialmente en la falta de delicadeza a la hora de inspeccionar, falta de interés por las explicaciones propias, falta de información o normalización de procesos dolorosos sin una mayor indagación.
Para las mujeres que sufren problemas en la consulta ginecológica, estas visitas se pueden convertir en un entorno desagradable y hostil, cuando precisamente deberían ser el espacio en el que sentirnos libres de preguntar cualquier aspecto referente a nuestra salud sexual. Ante esta incomodidad, cuestionar decisiones o pedir más información puede resultar difícil, más aún teniendo en cuenta que la situación de superioridad de la experta/o en salud es evidente. A este respecto, llama la atención la labor realizada por la página Ginecología respetuosa, en la que recopilan información sobre profesionales que detallan ejercer con “información no sexista sobre contracepción” o “interés no moralista sobre las decisiones”. Incluso alguna indica que tiene un espejo en su consulta como algo a remarcar –y, de hecho, lo es–, lo cual nos puede hacer una idea de hasta qué punto está normalizado el desconocimiento de nuestros genitales.
Uno de los datos más llamativos extraídos de la encuesta y referente a esta falta de información médica tiene que ver con los métodos anticonceptivos hormonales. Si bien en el momento de su nacimiento pudieron suponer una auténtica revolución para las mujeres al darles poder sobre su control reproductivo –en una sociedad en la que un embarazo ilegítimo podía condenarlas al ostracismo social–, sería conveniente considerar la opción de que, en muchos casos, están dificultando una vivencia plena de nuestra sexualidad. Se trata de un método más de control de la natalidad, igualmente válido que cualquier otro decidido libremente, pero el problema surge cuando nos encontramos con que muchas mujeres están consumiendo este método sin saber cuál es su verdadero funcionamiento. En esta página de divulgación sobre diferentes aspectos de la sexualidad femenina, así como en otras de características similares, se puede leer como ventaja asociada a los anticonceptivos hormonales la regularización del ciclo. Sin embargo, esta forma de contracepción funciona precisamente mediante la eliminación del propio ciclo menstrual y su sustitución por un “ciclo” artificial generado por las hormonas suministradas.
En la encuesta realizada para este artículo, un 63,6% de las mujeres encuestadas afirma haber tomado anticonceptivos en algún momento de su vida, y de éstas un 47,2% reportan efectos secundarios que empeoraron su calidad de vida sexual: la respuesta más común es la disminución de la libido (un 54,5% lo indica), pero respuestas como sequedad vaginal o irritación se repiten como síntomas físicos. Sin embargo, solo el 50,8% decidió dejar de tomarlos a causa de estos efectos secundarios. Sabina Urraca realiza un retrato testimonial muy parecido: un grupo de 40 mujeres hablaron de sangrados copiosos e ininterrumpidos, ansiedad, decaimiento, infecciones, lloros inexplicables y caída en picado del deseo sexual.
Y ahora, ¿qué?
La forma de entender el sexo cambia inevitablemente para cada mujer debido a las experiencias vividas o a la influencia que el entorno haya podido ejercer sobre cada una de nosotras. El grado de empoderamiento personal, desde luego, también juega un papel importante a la hora de rechazar cualquier situación que comprometa nuestra comodidad emocional o nuestra integridad física. Este reportaje supone uno de los muchos acercamientos que se pueden hacer a este tema, una aproximación –con limitaciones– a los múltiples factores que de forma general empeoran notablemente nuestra salud sexual.
Las mujeres tenemos problemas con el sexo, y no únicamente debido a motivos físicos. Si no hablamos de ello, si seguimos callando ante situaciones de malestar en lugar de contar o de preguntar, estaremos manteniendo un silencio que no solo nos perjudica a nosotras, sino también a las generaciones que vienen. Es el momento de que nos planteemos si estamos a gusto con el sexo que mantenemos, y si lo hacemos porque queremos. Es el momento de que establezcamos espacios de discusión para compartir experiencias –en los que medios de comunicación e instituciones deberán involucrarse– para que conozcamos diferentes formas de entender la sexualidad: no heteronormativas, no binarias, y, sobre todo, libre de ideas preconcebidas y de machismo. Las mujeres tenemos que encontrar nuestra propia manera de afrontar el sexo para disfrutarlo, y eso no será posible si lo seguimos construyendo sobre la mirada que ya existe sobre nosotras.
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Eva Ferreras
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