México hace campaña a la sombra de una crisis de derechos humanos
Desde 2006 se han registrado más de 230.000 homicidios y más de 35.000 desaparecidos. Los candidatos a la presidencia buscan estrategias para revertir lo que algunos expertos consideran un conflicto armado
Carlos Heras Mexico , 16/05/2018

Entrega a Estados Unidos del narcotraficante Chapo Guzmán, en enero de 2017.
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No hay cifra que pueda ilustrar la magnitud de la violencia y los ataques a los derechos humanos en México, pero las que existen tienen que hacer saltar las alarmas. Desde 2006, cuando el recién entrante presidente Felipe Calderón declaró “la guerra contra el narcotráfico”, México ha registrado más de 230.000 homicidios. El año pasado asesinaron a 1.844 mujeres según varias asociaciones. El Gobierno mexicano, a través del Registro Nacional de Personas Extraviadas o Desaparecidas, reconoce que 35.424 personas permanecen desaparecidas, más de las que se le atribuyen a la dictadura argentina. La inmensa mayoría de las desapariciones registradas se produjeron desde 2007 y el fichero sólo maneja información de denuncias oficiales, de modo que se considera una estimación a la baja.
Un informe de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos publicado este mes contabiliza casi 330.000 personas desplazadas por la fuerza en el país, 20.390 en eventos registrados en 2017 relacionados con conflictos con el crimen organizado, conflictos territoriales y explotaciones mineras. Son cifras de un país en guerra; tanto es así que este año la Academia de Justicia Internacional Humanitaria y Derechos Humanos de Ginebra incluyó a México en el The War Report 2017, un informe anual que reseña los conflictos armados en el mundo, y lo catalogó como conflicto armado no internacional.
El coordinador general del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco Vitoria, Carlos Ventura, no duda en afirmar que “México está en una crisis de derechos humanos”. Algo que, argumenta, no sólo constatan organizaciones locales como la suya, sino también la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Ese organismo, dependiente de la Organización de Estados Americanos, señaló en su informe tras una visita in loco en 2015 la preocupación por un contexto generalizado de violencia e inseguridad causado por “el accionar de grupos del crimen organizado junto con una respuesta militarizada, y la captura de elementos del Estado por parte de grupos de delincuencia organizada”. En el mismo texto, la Comisión llamaba la atención sobre las denuncias de desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y tortura y señaló a las mujeres, las niñas y niños, las personas migrantes, los pueblos indígenas, los defensores de derechos humanos y los periodistas como los colectivos particularmente vulnerables. México tenía que poner en práctica nuevos mecanismos institucionales, muchos ya previstos en la ley, para “romper el ciclo de impunidad imperante”.
Pasaron más de dos años y el país enfrenta unas elecciones históricas –por el número de cargos que se eligen y por la transformación del paisaje político que se prevé– tras cerrar 2017 como el año más violento del siglo XXI, con 25.339 casos de homicidios dolosos registrados por la Secretaría de Gobernación.
La inseguridad y la corrupción se perciben como las principales preocupaciones de los mexicanos y están en el centro de los discursos de todos los presidenciables. Sin embargo, es difícil identificar propuestas detalladas para la reforma del sistema de seguridad pública o posicionamientos claros sobre asuntos tan controvertidos como el despliegue de decenas de miles de militares en tareas de seguridad pública desde finales de 2006 o la ley de seguridad interior, aprobada el año pasado, que ofrece un marco legal a ese despliegue con pocas garantías de rendición de cuentas.
Guerra contra el narco
En opinión de Carlos Ventura, la crisis de derechos humanos viene de décadas atrás, pero hay tres elementos que la aceleran: el aumento del crimen organizado en una lógica de disputa territorial, el modelo de seguridad basado en la militarización y la actuación de empresas transnacionales que actúan en coordinación con grupos armados para imponer sus intereses en complicidad con las autoridades civiles. “Hubo una etapa en el país en donde la represión fue selectiva, hacia ciertos personajes, pero después se produjo una quiebra con el famoso discurso de la guerra contra el narcotráfico que lo que hizo es que esta represión y esta guerra no fuera necesariamente contra el crimen organizado, sino que fuera generalizada”, apunta.
“La guerra contra el narcotráfico” es como se ha conocido a la política, todavía vigente, de confrontación armada contra los cárteles del crimen organizado a través del despliegue de efectivos militares en tareas de seguridad interior. Se considera que inició el 11 de diciembre de 2006, cuando el Gobierno de Felipe Calderón, que había tomado posesión diez días antes, anunció un operativo conjunto de la policía federal y más de 5.000 efectivos del Ejército y la Marina para atacar objetivos del narcotráfico en el estado de Michoacán. Desde entonces, se han repetido ese tipo de operaciones conjuntas donde en estos años han participado decenas de miles de militares y se han establecido bases mixtas de seguridad –con presencia permanente de la Policía Federal y el Ejército– en zonas conflictivas de la mayoría de los estados de la República.
El experto en políticas de seguridad Ernesto López Portillo apunta a causas estructurales para que 2017 haya sido el año más violento de la historia reciente de México. “Se han combinado todos los factores de riesgo que explican la violencia homicida”, sentencia el secretario técnico del Foro Mexicano para la Seguridad Democrática, un centro de investigación y formación impulsado por varios centros universitarios del país. Entre ellos, “la enorme cantidad de personas excluidas del desarrollo, de la educación, del trabajo” y “una concentración interminable de la riqueza que genera una desigualdad creciente”.
“La violencia se ha convertido en parte de la vida de los mexicanos en buena parte del país porque no están funcionando los sistemas de contención”, explica López Portillo. Factores como la creciente desestructuración de la familia, asociada a la exclusión social, o los barrios, donde “se desarrollan tendencias opuestas a la cohesión social” explican la falta de prevención del crimen a través de mecanismos informales que habían funcionado en otros periodos.
Los modelos más avanzados de seguridad apuestan por la cohesión, enfatiza López Portillo. “Cohesión equivale a no dejar a nadie fuera del desarrollo. Lo que está pasando en México es lo contrario, y eso hace que las comunidades generen desigualdad también en el acceso a la seguridad”. Por ejemplo, explica, mediante la promoción de espacios urbanos cerrados en lugar de comunitarios. “En lugar de crear espacios que integren la convivencia, se desarrollan espacios que separan aún más a los estratos sociales acentuando la desigualdad”, explica.
“Por otro lado, tenemos un sistema de seguridad pública y justicia penal que no resulta confiable para la gente”, sostiene. Eso provoca que no se denuncien muchos delitos, como la extorsión; apenas el 2% de quienes la sufren presentan una denuncia. “Súmele usted todos estos actores, agréguele una impunidad por encima del 80% en el homicidio violento… y ya tiene usted el cóctel del terror”, afirma antes de hacer mención a la violencia política contra los candidatos. Según un recuento de la prensa, 94 candidatos a diferentes puestos han sido asesinados en este periodo electoral. “La violencia contra los candidatos no es otra cosa que la continuación política de la violencia que ya estaba aquí”, dice López Portillo.
El último problema institucional que señala es que la Procuraduría General (Fiscalía) no funciona porque ni es capaz de desarticular organizaciones delictivas, ni tampoco captura sus recursos.
La paradoja, dice el experto, es que todos los candidatos a la presidencia reconocen que el modelo actual “es un desastre”. “Es la primera vez que yo recuerde que todos los candidatos a la presidencia coinciden en que hay que hacer una reconstrucción total del modelo”.
Según López Portillo, los dos candidatos punteros en las elecciones, Andrés Manuel López Obrador (de izquierda) y Ricardo Anaya (conservador) coinciden en que poner en el centro el uso de la fuerza es un problema. El experto es crítico con un sistema de seguridad que se conoce como “modelo incremental”, en el que, a más violencia, se responde con más presupuesto para el despliegue de fuerzas públicas; en un fenómeno que se retroalimenta en un contexto de poca rendición de cuentas sobre los presupuestos destinados a seguridad y sus resultados.
El horizonte de la justicia transicional
La mayoría de los expertos coinciden en que hay que dar un fuerte giro a las políticas de seguridad pública y de derechos humanos, y también en que los cambios deberán ser graduales y no se lograrán resultados a corto plazo. Ventura, el activista proderechos humanos, sostiene que si de las elecciones del 1 de julio surge un cambio político, el país debería legislar “el retiro paulatino de las fuerzas armadas”.
Durante la campaña, López Obrador ha insistido mucho en que el problema de la violencia no se resolverá con más fuerza, e incluso abrió la posibilidad de aplicar una amnistía a determinados individuos que hubiesen cometido delitos relacionados con el narcotráfico si eso ayudaba a lograr la paz. Varias veces matizada y nunca muy detallada, esa está siendo sin duda la propuesta más controvertida de su campaña, ya que sus oponentes le han acusado de querer dejar crímenes impunes. Anaya, por su parte, está centrando su discurso sobre seguridad en desarrollar instituciones independientes, en particular una Fiscalía, que puedan combatir la corrupción y la impunidad a todos los niveles.
La propuesta de López Obrador ha evolucionado hacia la apertura de un proceso de diálogo y reconciliación al que invitaría, en caso de que ganara las elecciones, al propio papa Francisco. Hoy, la mayoría de las encuestas le otorgan alrededor de 15 puntos de ventaja sobre el segundo. Este escenario ha generado un incipiente debate sobre la posibilidad de aplicar mecanismos de justicia transicional en México.
“Sí, es necesario pensar en un inicio de proceso de justicia transicional, muy al estilo de lo que sucedió en Guatemala”, dice Ventura, en referencia a la Comisión Internacional Contra la Impunidad de Guatemala (CICIG).
Un proceso de justicia transicional se aplica tras un conflicto armado o una dictadura, y debe sustentarse en la búsqueda de la verdad, la justicia, la reparación de las víctimas y las reformas institucionales para que no se vuelva a repetir la situación. Tanto una comisión de la verdad como una amnistía —de las que el derecho internacional excluye a los delitos más graves— son mecanismos propios de estos procesos, como recuerda la jurista Daniela Malpica Neri en un artículo reciente.
Para Ventura, un proceso de ese tipo tiene que incluir la sanción de los responsables, y eso polariza el debate porque quienes han tenido el poder “se ven amenazados”. Y considera que en un proceso de ese tipo “una de las grandes pugnas sería el compromiso de todos los actores en este país, sean del Estado o sociales para garantizar las medidas de no repetición”.
López Portillo propone superar el modelo de fuerza pública contra la inseguridad a través de una serie de medidas simultáneas como el aumento del presupuesto para la prevención social y comunitaria del delito recuperando el programa nacional de prevención del delito del actual presidente Enrique Peña Nieto; crear un sistema federal de certificación de servicios de seguridad pública para que sólo funcionen las policías municipales y estatales que cumplan con sus estándares o reformar la Constitución para asegurar la base legal para crear una fiscalía autónoma e independiente.
El experto también aboga por seguir el ejemplo de la CICIG, donde la ONU apoyó a las instituciones guatemaltecas para perseguir los delitos mediante la legislación nacional. “México necesita traer un mecanismo internacional que ayude y al mismo tiempo haga de contrapeso para que se persiga la corrupción al más alto nivel político”, afirma. Por último, asegura que es imprescindible crear una comisión de la verdad. “El próximo presidente, sea quien sea, tiene que apoyar la creación de un cuerpo que averigüe los hechos propios de una dimensión tan descomunal de la crisis humanitaria de México”, argumenta. “Estos componentes tienen que ponerse en marcha de manera simultánea, porque se trata de lanzar un proyecto de justicia transicional en donde el país le dé la vuelta a la página de la crisis humanitaria a partir no de una estrategia, sino de múltiples estrategias conjuntas”.
En un encuentro reciente con víctimas del conflicto promovido por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, López Obrador se pronunció a favor de crear una comisión de la verdad. El puntero es hoy el candidato más cercano a los planteamientos de un proceso de justicia transicional, pero apenas ha dado detalles de cómo lo promovería sin llegara a la presidencia. Su propuesta es la que más distancia marca con el modelo actual, a pesar de que cada vez hay más consenso respecto a la falta de resultados del modelo de confrontación seguido durante los gobiernos de Felipe Calderón, del Partido de Acción Nacional (PAN) al que hoy representa Anaya, y de Peña Nieto, del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
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Carlos Heras
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