Lectura
Espejismo y fulgor de los 60
Los cambios de época son como “un truco de magia”, según Bob Dylan. El brillo de aquella década no termina nunca de extinguirse
Miguel Ángel Ortega Lucas 30/05/2018
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En puridad, no se puede explicar el tiempo; ni el climatológico ni el otro.
Claro que podemos inferir hipótesis, causas y efectos; especular con los fenómenos –atmosféricos, sociales, psíquicos– que acaban produciendo una tormenta o un levantamiento en armas, un cambio de estación o de ánimo colectivo. Pero cierta intuición parece sugerir que la vida funciona con leyes exactas, de implacable lógica interna, que sin embargo no llegaremos nunca a conocer del todo. (¿Qué es antes, la tormenta o la necesidad de ella? ¿Qué sucede antes: enamorarse o las ganas de?)
“Lo antiguo sale y aparece lo nuevo, pero no hay línea divisoria. Lo antiguo sigue sucediendo cuando lo nuevo entra en escena, a veces sin que te des cuenta. Lo nuevo se solapa con los últimos coletazos de lo antiguo. Ésa es la dinámica a lo largo de la Historia. Tarde o temprano, antes de que te des cuenta, todo acaba siendo nuevo, y ¿qué pasó con lo antiguo? Es como un truco de magia... Igual que cuando hablamos de los 60. Hasta más a o menos el 64 ó el 65 todo era realmente los 50. Todo estaba basado en aquella época, por lo menos en América. Los nuevos 60 empezaron más o menos en el 66, y se asentaron a finales de la década. Entonces, en la época de [el festival] de Woodstock [1969], ya no quedaba nada de los 50”.
Hasta más a o menos el 64 ó el 65 todo era realmente los 50. Todo estaba basado en aquella época, por lo menos en América
Todo esto decía Bob Dylan al periodista Mikal Gilmore en el número de octubre de 2012 de la revista Rolling Stone, preguntado por todo aquello. Por el truco de magia de aquellos días. Y quizás sea una definición bastante exacta de ese fenómeno psíquico y atmosférico, social y espiritual, que hoy llamamos “los sesenta” –y de cuyo supuesto clímax, el año 68, se cumple ahora medio siglo–. Una prestidigitación que estalló igual que se esfumó: sin que sepamos cómo fue el truco; qué lo produjo, por qué.
Sin apartarnos de Dylan, y de las mismas fechas de las que hablaba en ese párrafo más arriba, es interesante abordar cierta escena. La registró D.A. Pennebaker en su documental Don’t look back (1965), cuyas imágenes utilizaría mucho después Martin Scorsese en su propia película sobre Dylan, No direction home (2005). Nos referimos a la rueda de prensa del cantante en diciembre del 65 en San Francisco. Con pinta de haber pasado la noche en claro, o sobre el techo de un tren de mercancías, y fumando un cigarro tras otro, el jovencísimo y antiquísimo Dylan de 24 años aguanta como puede a los periodistas que insisten en preguntarle por el “mensaje” de sus canciones, por su corona de líder generacional y hasta por el significado “filosófico” que debe de encerrar forzosamente la camiseta que lleva en la portada de su disco, estrenado entonces, Highway 69 Revisited. Dylan, harto ya a aquellas alturas de que pretendan hacer de él una suerte de Mesías de la nueva era cuya antorcha debe guiar multitudes, no hace más que fintar con sarcasmos más o menos corteses, o con imágenes cáustico-surrealistas dignas de canción suya.
Pero lo que nos interesa reseñar aquí es la distancia sideral que puede percibirse a ojos vista entre el cantante y los periodistas. Algunos de ellos apenas rebasan los treinta años, no son mucho mayores que él, y sin embargo pudieran parecer su padre. Como biólogos del siglo XIX haciendo preguntas a un alien, y éste partiéndose de risa. (Algo similar a lo que ya escribimos aquí sobre Janis Joplin y la relación con sus padres: no se trataba de dos generaciones, sino de dos planetas distintos.)
Efectivamente: lo viejo y lo nuevo solapándose, bailando aún juntos en la misma escena hasta que lo nuevo barre del mapa a lo viejo con un último soplido imperceptible que en realidad viene fraguándose desde mucho antes, mucho más atrás.
¿Cuál era esa “nueva generación” de la que de repente todo el mundo hablaba, esa “nueva conciencia” que para tantos en el ámbito anglosajón, y más allá, simbolizaron personalidades como Dylan y Joan Báez? Quizá la de siempre: la que trata de matar al padre. Sólo que en este caso el padre era un Viejo Orden súbitamente petrificado, diluyéndose como una momia al contacto del aire (el soplido imperceptible) de varios siglos después. Y bien: ¿cómo pudo ese padre tener tantos bisnietos, casi saltándose varias líneas sucesorias?
Habrán corrido océanos de tinta sobre la cuestión, pero la pregunta continúa indómita. No parece responderla el hecho de que las sociedades nacidas al albur de la expansión capitalista y tras la hecatombe de la II Guerra Mundial crecieran en un mundo inédito hasta entonces. Ayuda a entenderlo, pero no lo explica del todo: no vivirían tan cómodos los mexicanos o los checoslovacos o los chinos que hicieron frente a la represión de sus respectivos gobiernos a finales de esa década; y ahí estuvieron. Por otra parte, aconsejaba Federico G. Lorca alimentarse tanto de pan como de libros: el entorno en el que esos muchachos norteamericanos crecieron no debía ya que preocuparse por una cosa ni por la otra. Tenían, la mayoría, el estómago lleno, y montones de libros a su disposición (Bukowski, veinte años mayor que Dylan y Báez, escribió en alguna parte que la biblioteca pública de su adolescencia le salvó de ser un delincuente). Pero esto puede tanto respaldarlo como invalidarlo: con el estómago lleno, tanto puede uno tener tiempo de mirar más allá como de desentenderse aún más de lo que pase a la vuelta de la esquina, o del planeta.
Algo mucho más allá de cuestiones sociológicas debía de latir para no tragar, con tal determinación y potencia comunes, con asuntos como la segregación racial, el abuso patronal en las fábricas o la guerra de Vietnam. Un movimiento, el antibelicista de EE.UU., extraordinario hasta esa fecha por lo masivo, y por lo peligroso para el poder; aquella acusación respecto a la legitimidad, la ética y la verdad última del conflicto. Sobre todo, a la futilidad última de segar vidas propias y extranjeras por oscuras entelequias de “libertad” o “seguridad”. [La canción Daniel, del dúo británico Elton John/Bernie Taupin, editada en 1973, reflejaba de forma conmovedora esta pregunta: la del hermano menor añorando al hermano mayor que no volvió de la masacre].
Hoy es absolutamente corriente esto; pero el mundo era otro, otros los padres y otros los hijos, y los Estados Unidos (o sea, los padres de esos hijos) habían desequilibrado el tablero mundial para derrotar al nazismo. Entonces más que nunca decir el gobierno era decir el pueblo; era decir la familia. Casi literalmente así lo cifraba por entonces la joven Joan Báez. Aquella súbita contestación juvenil trataba sobre todo de no decir que sí a cualquier cosa que estableciera la Autoridad: “Si cada uno escuchara su propia conciencia, y actuara según lo que considera que es bueno o malo... Es la mayor enfermedad, esa pasividad desesperanzadora respecto a lo que digan mamá y papá, los profesores y el presidente”. Familia, escuelas y gobierno: como un estamento que fuera a la vez uno y trino.
Treinta años después, en 1994, preguntada en un programa de televisión estadounidense sobre “en qué creía” y había creído siempre, Báez, de principios tan invencibles como su propia voz mezzo-soprano, lo resumió recordando a Mahatma Gandhi; algo que éste habría llamado “experimentar con la verdad”. Una verdad, para Báez, que liberase a todos, que impidiese que “se frustren las vidas de la gente”. No es que las vidas cotidianas de la gente debieran estar en el debate público, reponía en otro momento: es que la vida, las posibilidades de vivirla, debía ser “el debate” público.
Ya acabados oficialmente los sesenta, pero calientes aún los rescoldos con que seguir haciendo algún fuego, Leonard Cohen –que aparentó llegar tarde a los sesenta, y a la música, y al Chelsea Hotel, pero que a la postre sobrevivió mejor que cualquiera de ellos a todo– respondía de esta forma a un periodista, durante su gira europea de 1972 (registrada en el documental Bird on a wire de Tony Palmer), al preguntarle sobre si su canciones tenían “un significado político”: “Todas mis canciones tienen un significado político porque la soledad es un acto político hoy en día. No somos capaces de organizar nuestras vidas para que podamos mirarnos el uno al otro. Así que la soledad en sí es un acto político y cualquier canción sobre la soledad es una canción política”. No era una pirueta literaria para salir del paso: era, es, la pura verdad; la soledad como denuncia de un sistema vital. Y puede que sin quererlo resumiera mejor que nadie el anhelo profundo de sus compañeros de generación.
Porque no era, para muchos de ellos, sólo un cambio social o de costumbres, una cuestión de progreso en la forma: era, debía ser toda una forma nueva de concebir la vida; una cosmovisión. Sólo el surrealismo –si es que cabe tal comparación– podría emparentársele en este sentido, quizás la más perdurable tentativa de todo el siglo XX en cuanto a transformar la vida en arte y viceversa. Y quizás tenga lógica si contemplamos que ese fenómeno que llamamos tiempo parece resultar demasiadas veces un péndulo, pero un péndulo en espiral: el movimiento es siempre el mismo, pero no así el punto en el que va a parar a cada vuelta. Como si todo se repitiera pero nada nunca fuera lo mismo. Por ello, la generación de entreguerras, la de las vanguardias de principios del XX, tendría mucho más en común con sus nietos (de los 60) que con sus hijos.
Diría también Cohen, mucho tiempo después: “Todos hablábamos de lo mismo [por esos años]. De una forma u otra, de un mundo nuevo. Todos hacíamos un gran esfuerzo para atraer las cosas hacia nosotros, para acabar con la tiranía del arte académico, ya fuera a través de la canción protesta, de la canción poética o el pop-art. Mi corazón se adhería a todas esas ideas porque quería que nuestro arte hablara de nosotros. Sabíamos que todo lo que hacíamos, y que el mundo despreciaba por vulgar e infantil, era bello y digno, y tenía un sentido”.
En el mentado documental de Scorsese sobre Dylan, decía también el pintor Bobby Neuwirth: “En aquellos días el éxito artístico no estaba regido por el dólar. Eran tiempos más sencillos... La cuestión básica con que se valoraba a la gente era si tenía algo que decir. ‘¿Has visto la exposición de fulanito?’ ‘¿Tiene algo que decir?’”...
Cosas que decir. Por de pronto, un monosílabo universal: el adverbio no. “Podías sentirlo en toda América –decía Dylan–. Donde quiera que estuvieras sentías que pasaba algo... Los niños ya no estaban bajo el control de sus padres”. (Como en esa película inmortal, El graduado –1967–, en que Dustin Hoffman la liaba parda en una boda para huir con la novia y acabar mudos, ambos, en el sonido del silencio de un autobús).
...Porque algo está pasando aquí pero usted no sabe lo que es;
¿verdad, Señor Jones...?
Guevaras, adoquines y Pijoapartes
Algo estaba sucediendo en todo el mundo pero en realidad nadie, ni siquiera Dylan, podía decir lo que era. Una misma tormenta urdiéndose a la vez de uno a otro lugar del globo, en formas y colores y aromas muy distintos pero paralelos; notas distantes de un mismo acorde.
Y placas tectónicas colisionando a la vez de manera fatal: la del Orden, de un lado, y la del Desorden por el otro. Es lo que comenzó a suceder también más al sur. En 1968, México andaba en vísperas de celebrar unos Juegos Olímpicos cruciales en términos de reputación internacional. Mientras tanto, los estudiantes se organizaban para decir no a las injerencias del Estado sobre la libertad de cátedra. El miedo del sistema a que el movimiento juvenil fuera sólo la mecha que prendiera otros graneros, y muchos otros detalles que aquí no caben, culminaron en la matanza de la Plaza de Tlatelolco, también llamada de las Tres Culturas, en octubre de 1968. A raíz de ello, el que llegaría a ser la figura intelectual más importante de México, y una de las más grandes de habla hispana, Octavio Paz, renunció a su puesto de embajador en India.
Durante mucho tiempo, por cierto, antes de ser entronizado como el pope indiscutible de su país, Paz fue sistemáticamente vilipendiado por su denuncia de los crímenes de los gobiernos de signo soviético: en demasiados sectores izquierdistas, dentro y fuera de su país, todo se reducía, para no variar, en el ellos y nosotros, los buenos y los malos. Y los gulags eran parques de atracciones. (De igual manera, al hoy canonizado Albert Camus le dieron hasta en el carné de identidad: el precio de, como escribiera alguien muy afín, el periodista español Chaves Nogales, “no tener ningún afecto” por los asesinos, sin distinción de carné).
Fue un debate que acabaría dividiendo, hasta el distanciamiento personal, a algunas estrellas de esa pléyade de escritores latinoamericanos, contemporáneos de Paz, que el mundo editorial bautizaría como el Boom. Uno de los daños colaterales del despertar –bendito en tantos aspectos– de la América Latina. Algo hizo boom también en las conciencias de millones de jóvenes de todo aquel continente cuyos gobiernos apenas habían conocido, aquí y allá, eso que llamamos –ya con inevitable sonrisilla amarga– democracia. Pero tras siglos de yugo dictatorial, de humillantes segregaciones sociales, de injerencias tanto del gobierno propio como del gringo del norte, el péndulo hizo crack. Así que lo que muchos buscaron no fue la reforma sino la revolución. Y el primer día de enero de 1959 –como la primera comparsa que entrara en escena para derribar de un soplido a lo anterior–, una tropa de desarrapados con fusil entró en Santiago de Cuba para culminar un sueño hasta entonces delirante: derrocar a una de las eternas dictaduras-títeres del continente americano.
Como todo el mundo sabe, Ernesto Che Guevara y Fidel Castro eran dos de aquellos hombres. Al primero lo llenaron todito de plomo en la selva boliviana en octubre del 67, convirtiéndose en el mayor y más reconocible icono revolucionario (o religioso-laico) de esa época, y del siglo. El segundo se acabaría convirtiendo en el patriarca que su amigo del alma García Márquez inmortalizase en su novela de 1975: el otoño de Castro sólo llegó casi sesenta años después de llegar al poder.
Que era una de las obsesiones del mago de Aracataca. El libro de García Márquez justo anterior al Otoño del patriarca fue Cien años de soledad: si se quiere, una historia de la especie humana pero también, antes, de la quimera imposible de todo el continente de la América que habla español y portugués. El periodista colombiano la escribió en México, durante once meses, en una fulguración febril, y con los últimos pesos que les quedaban para pasar el mes lo enviaron, Mercedes Barcha y él, a la Editorial Sudamericana de Buenos Aires, que lo acabaría publicando –también– en 1967. Visto hoy, podríamos decir –de manera algo facilona– que ese milagro era digno sobre todo de suceder en los años sesenta. Porque no llegó solo: ya estaba Octavio Paz, ya estaba su compatriota Juan Rulfo y ya estaba, antes aún, el infinito Jorge Luis Borges. Pero fue aquí cuando empezó el mundo a saber realmente de ellos. De Mario Vargas Llosa, por ejemplo, y también de un argentino cuya obra más célebre, Rayuela (1963), comenzaron a leer los jovencitos con ínfulas, contemporáneos de Dylan y Báez, en la Europa que también quería anunciar algo nuevo.
Esos jovencitos leerían en París las aventuras laberínticas de Horacio Oliveira y de la Maga entre salida y salida para arrancar adoquines del suelo y acertar a los gendarmes. Jovencitos con libros; es decir, jovencitos con el pan también resuelto. Conviene citar, al hilo de esto, algún extracto del muy recomendable artículo publicado recientemente en esta misma revista por Rafael Poch: “[el primer ministro francés Georges] Pompidou y sus fontaneros tecnócratas explicaron a [el presidente Charles] De Gaulle que aquello [responder a los rebeldes con toda la fuerza posible] no sería una solución realista, que todos aquellos excitados que enarbolaban banderas rojas, hoces y martillos y retratos del Che eran ‘la futura élite de nuestro país, y que no debía dispararse sobre nuestra futura élite….’”.
¿Y en España? Aquí madrugaban algunos (contaba Sabina por ejemplo: cuando estudiaba en Granada) para comprar los periódicos y enterarse de aquello que sucedía en Francia y que tanto les “concernía íntimamente”. Que les concerniera íntimamente es bien creíble: que algunos se levantaran tan temprano, un pelín menos. Pero poco se podía hacer teniendo en cuenta que el patriarca autóctono llevaba en el trono desde el año 1939 (antes de Cristo para algunos), y en España el año 1968 era un intento menesteroso de salir del pleistoceno. Aun así, los hijos de los que habían hecho la Guerra Civil estaban ya, como sus congéneres europeos o americanos, a otra cosa. Ya habían surgido nuevas voces en la narrativa y la poesía (Vázquez Montalbán, Martín Gaite, los Goytisolo...) y en la canción (Cecilia, Luis Eduardo Aute...). El concierto de Paco Ibáñez en el Olympia de París (1969), poniendo música tanto a Quevedo como Blas de Otero, corría de mano en mano, de habitación en habitación de la juventud progre.
Quizás sea Joan Manuel Serrat el estandarte más claro de la juventud española de aquellos días: no porque fuera un outsider o un hippie sino porque encarnó en sí mismo la utopía inalcanzable de los niños de clase obrera. Pero sobre todo fue un referente moral y sentimental para millares de jóvenes de aquí y de la América Latina que se dejaron la piel en las comisarías y en los sótanos siniestros del (papá) Estado. Mientras, aquí había quien cruzaba la frontera para ver el mundo y quien pasaba la noche viéndolas venir en los calabozos de la Puerta del Sol. Quien se afiliaba al PCE y quien hacía equilibrios diarios en la prensa para bailar sin que la censura le pisara los pies. Franco todavía seguiría fusilando gente en 1975: no se jugaba en absoluto en la misma liga que en otros países. Pero otros países corrieron otra suerte siniestra, tardía según estos términos, en el Cono Sur: las fuerzas vivas, atemporales, de la represión se encargaron de sembrar el terror y de diezmar a esas generaciones nuevas que venían amenazando el statu quo con tanto librito, tanta banderita y tanta cancioncita de Víctor Jara. Los escuadrones de la muerte de toda la vida.
Quizás sea Serrat el estandarte más claro de la juventud española de aquellos días: no porque fuera un outsider o un hippie sino porque encarnó en sí mismo la utopía inalcanzable de los niños de clase obrera
Aquí hubo quien corrió delante de los grises, pero no podemos saber en realidad cuántos, quiénes. Si atendemos a los testimonios, pareciera que media juventud española estaba corriendo en Madrid y la otra media en París. Cuando es posible que el único que rebotara por París en aquellos días fuera Michi Panero, y no precisamente para correr delante de nadie.
Ya a finales de los noventa, en otra España, otro planeta distinto, el por entonces jovencísimo cantautor madrileño Ismael Serrano ponía música a una letra escrita por su hermano Daniel. Llamaron a la cosa Papá, cuéntame otra vez (del disco Atrapados en azul –1997–). El tema fue, sigue siendo, el emblema de su carrera. Pero alguna vez ha llamado el músico la atención sobre el hecho de que muchos no pillaran bien la “bronca generacional”, la “ironía” que encierra esa canción: “Papá, cuéntame otra vez / esa historia tan bonita / de gendarmes y fascistas / y estudiantes con flequillo. / Y dulce guerrilla urbana / en pantalones de campana... (...) Papá, cuéntame otra vez todo lo que os divertisteis / estropeando al vejez a oxidados dictadores...”. Las cursivas son nuestras, y tratan de subrayar lo que seguramente son besos envenenados: qué bien os lo pasasteis, parece sugerir la letra, jugando a la revolución cinco minutos (la vida es eterna en cinco minutos...).
¿Hubo muchos niños de papá jugando al Che Guevara entre la facultad y la casa de campo, entre la pérgola y el tenis...? Desde luego. Quizás el retrato más certero, más crudo y clásico de ello sea Últimas tardes con Teresa, la celebrada novela del escritor catalán –o charnego– Juan Marsé. Teresa Serrat es una joven estudiante, bellísima, de la burguesía barcelonesa. El Pijoaparte, el joven que la pretende, un descastado, un advenedizo buscavidas procedente de las familias inmigrantes del sur de España. No vamos a contar aquí la novela. Sólo que la moraleja que deja caer Marsé es sangrienta: mientras unos jugaban a la revolución, sí, otros se la jugaron por una guerra que quizás nunca iba a ser la suya.
Dice uno de los versos más célebres de Jaime Gil de Biedma –poeta muy vindicado, desde los ’60 para acá–: “Que la vida iba en serio, uno empieza a comprenderlo más tarde”. Digamos que las Teresas Serrat se enteraron más tarde, efectivamente, de lo que iba en serio. Pero los Pijoapartes ya nacieron enterados de tal revelación.
Claro que demasiadas cosas parecen revelarse tarde, siempre demasiado tarde. Volvemos a las palabras de Dylan en Rolling Stone para ir cerrando: “Es la naturaleza de la existencia. Nada permanece quieto mucho tiempo. Los árboles crecen, las hojas se caen, los ríos se secan y las flores se marchitan. Nacen nuevos niños cada día. La vida nunca para”. Y añadía: “La historia es algo raro, ¿no? Porque puede cambiarse. El pasado puede cambiarse y ser utilizado por motivos propagandísticos. Las cosas que nos han contado que pasaron puede que nunca hayan sucedido. Las cosas que nos han dicho que no pasaron podrían haber pasado. Los periódicos lo hacen continuamente, y los libros de historia. Todo el mundo cambia el pasado a su manera. Siempre vemos las cosas de una forma en que nunca sucedieron, o como queremos verlas”.
¿Qué fue aquello que llamamos los sesenta? Quizás, sí, apenas un truco de magia que duró lo que dura el asombro de un parpadeo
¿Qué fue aquello que llamamos los sesenta? Quizás, sí, apenas un truco de magia que duró lo que dura el asombro de un parpadeo. Puede que, como decía el mito de Duluth, los sesenta llegaran mucho después de que empezara esa década, y para cuando quisieron darse cuenta ya se hubiera extinguido, expulsados de la escena por un viento nuevo, imperceptible pero fatal: “El sistema se comió el 68 juvenil (nunca en el mundo la mayoría de la población había sido tan joven) mientras la sociedad de consumo se frotaba las manos ante la aparición de la juventud como grupo social independiente, lo que hizo el agosto en ramas enteras de la industria; discografía, higiene, moda, cosmética...”, escribía también en su artículo Rafael Poch. En una estampa, camisetas del Che Guevara.
Y sin embargo muchos de sus rescoldos todavía refulgen hoy; siguen en esta misma escena todavía. La última exposición de Warhol en Madrid tuvo abrumadora acogida recientemente. Lo mismo que los conciertos del Dylan setentón, y los de Joan Báez, o Neil Young, o Pattie Smith, o Leonard Cohen. Como canciones de cuna que todavía abrigasen un sueño intranquilo –con remordimientos quizás– cincuenta años después.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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