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REPORTAJES CTXT

Mujeres sin hogar

Mónica y Luisa no tienen casa. Yolanda vivía en la calle hasta hace poco. Ellas cuentan su historia. La mayoría no se atreve por vergüenza. Más de 4.500 mujeres carecen de una vivienda en nuestro país. Sufren marginación, y también acoso sexual

Carlotta Zavattiero Madrid , 1/08/2018

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Comedores sociales sustituyen a las cocinas. Albergues del Ayuntamiento ofrecen camas. El cuarto de baño: parques, descampados o un bar siempre y cuando se tenga bastante dinero para consumir algo y no te rechacen. Así viven las mujeres sin hogar. Se encuentran en la boca de la parada del metro, en la esquina de una plaza pidiendo limosna, cerca del escaparate de una panadería. Tienen caras arrugadas, bocas arruinadas, ropa de segunda mano: parecen más viejas de lo que son. ¿Cómo es su día a día? Descripción de un infierno bajo el cielo.

Delante de la puerta de hierro del comedor social cerca de la plaza de Santa Cruz, en Madrid, a las 9 de la mañana ya hay una cola de hombres y mujeres esperando la apertura del centro. Es un martes gris de febrero, frío y nublado. Entre ellos se mueve, rápido y despreocupado, el cura Paolino Alonso, un hombre alto y enérgico. No tiene tiempo para perder: además de la atención a los pobres, hay que dar misa en la cercana iglesia de Santa Cruz donde cada miércoles hay otra cola, esta vez para pedir un milagro a San Judas Tadeo.

En el comedor no quedan asientos libres. Todo está lleno. Antes de empezar el desayuno, uno de los operadores –todos voluntarios– canta una oración. Una taza se cae al suelo y hace vibrar la atmósfera falsamente tranquila. Hay cierta electricidad: aquí está concentrado un problema social que se prefiere pasar por alto. Hablamos de la pobreza, cuya más absoluta expresión es el sinhogarismo.

Según datos de 2012 del Instituto Nacional de Estadística la población española sin hogar alcanza la cifra de 22.938 personas

Según datos de 2012 del Instituto Nacional de Estadística (INE), los últimos disponibles sobre una encuesta a las personas sin hogar, esta población contaba con 22.938 individuos: un total de 18.425 hombres y de 4.513 mujeres, que traducido en porcentaje significa un 20% representado por mujeres y el 80%, por hombres.

Los datos más recientes del mismo INE, publicados a finales de septiembre de 2017, sobre centros y servicios de atención a estas personas, han registrado una media de 16.347 entre mujeres y hombres, españoles como extranjeros, alojados diariamente en  2016, una cifra que supone un incremento del 20,5% frente a lo registrado en la anterior encuesta sobre el mismo asunto en 2014.

Durante la comida –chocolate líquido, bocadillos, churros– se distribuyen también pequeñas bolsas de plástico para la recogida de lo que queda. Hay 5 turnos al día de 60-65 personas, pero no todos los días de la semana. “La mujer en la calle es más vulnerable”, nos dice un voluntario. Y mira a una anciana de más de ochenta años que mientras come, habla apartada. Sus manos parecen aquellas de una bruja: las uñas son larguísimas. Pero viste de rosa y su pelo blanco está peinado con coquetería. Tuvo trastornos psicológicos después de la jubilación: las medicinas, y sobre todo una soledad cada día mayor, la echaron a la calle. Una diminuta mujer de la misma edad lleva un pañuelo que le protege la cabeza del frío. Está sentada bajo el escaparate de una pastelería en Avenida de América. A su lado una gran maleta con ruedas: todas sus pertenencias están allí. No obstante, la mirada es dulce y en sus palabras no hay deseo de venganza: “Mis dos hijos amaban más a sus mujeres que a mí. Por eso estoy aquí”. Hay otra mujer, en la boca de la cercana parada del metro. Fuma cigarrillos de pie, uno detrás de otro, tiene gafas de intelectual y con voz baja pide un poco de dinero para comer. Un refrán aparentemente sin desesperación.

¿Quién se ocupa de estas mujeres? Hay posibilidad de refugiarse y defenderse del calor, del frío y la lluvia en alojamientos colectivos, pisos puestos a disposición y pensiones pagadas por una ONG, organismos o fundaciones. Las entidades que atienden este colectivo son también albergues –a menudo descritos por los mismos sinhogares como “infiernos”– y comunidades tanto laicas como religiosas. Entre ellas destaca la Comunidad de Sant’Egidio, un movimiento de laicos nacido en Roma en 1968, comprometido entre otros asuntos, con los pobres. Otro papel importante lo desempeña el Samur Social, un servicio social de atención municipal a las emergencias sociales, es decir situaciones favorecedoras de estados de vulnerabilidad y de desprotección en las personas que la sufren. El Samur Social atiende también a los que se encuentran en las calles de la capital. En Madrid hay una red de ocho centros de acogida municipal: el Geranios, el Catalina Labouré, el La Rosa, el Juan Luis Vive, el Puerta Abierta, el Vallecas, el Pinar de San José y el San Isidro.

Salimos del metro de Príncipe Pío. Una larga y solitaria calle conduce hasta el Centro de acogida de San Isidro. A las 9.40 de una cruda mañana de marzo se cruzan sombras de mujeres y hombres, la mayoría. Caminan despacio, ya cansados, con los ojos mirando al suelo. Las pocas mujeres que hay tienen caras estropeadas. Nadie habla con nadie, tampoco con nosotros: ninguna de las mujeres quiere contar algo de su vida. Frío, silencio, miradas bajas. Hay un largo día por delante.

Aquí estuvo un tiempo Yolanda, una mujer española de 52 años: durante tres años vivió en la calle. Tuvo la suerte de entrar en el programa Hábitat de la Fundación RAIS. Dicha Fundación, creada en 1998, es una entidad de iniciativa social cuya misión es la lucha contra el sinhogarismo.  

Yolanda nos acoge en su piso, en la novena planta de un edificio en Móstoles, en el suroeste de la capital. Con nosotras está Marta Carnevali, del programa Hábitat, su referente y técnica de intervención. El papel de Marta es facilitar la conexión de Yolanda con la sociedad: no fue fácil para la mujer adaptarse a una casa, sentirla suya. Volver a una normalidad de horarios y rutinas cotidianas olvidadas a lo largo de los años es el primer reto.

¿Cómo reaccionó Yolanda al vivir de nuevo en una casa? La mujer nos enseña las habitaciones, pero no la cocina empotrada. Y lo explica con una sonrisa: “Demasiado desordenada”. Yolanda, de hecho, no cocina y para comer prefiere salir. Los operadores que atienden a personas como ella notan que al entrar en una casa la salud del sinhogar mejora y su nivel de autoestima sube. Yolanda en la calle tenía el pelo muy largo, ahora no. “Fue un cambio radical, un corte a mi vida pasada”. Viste de negro, es de media altura, tiene ojos azules claros.

La casa, además de ser un derecho asegurado por el artículo 47 de la Constitución, y una de las necesidades básicas, es el lugar donde una persona puede estar sin ser obligada a hacer algo. Un lugar seguro donde poder estar, donde poder planear un proyecto de vida. En la calle eso no pasa. “Dormía cuando podía, sin horarios. Tiraba adelante. Dormía  en los cajeros. Sentía mucho cansancio. Estar relajada y sola era imposible. Tenía que hacer siempre algo, moverme sin pausa. Conmigo llevaba siempre mi mochila con la medicación que todavía necesito. Estaba preocupada por estar segura”, cuenta.

La mujer hoy quiere llenar el vacío de una vida entera y por eso tiene prisa. Demasiada. No tiene claridad a la hora de recordar fechas o momentos. Le cuesta mucho reorganizar los recuerdos. Admite que en ella hay un lío de hechos, personas, memorias. Con voz soñadora y la mirada perdida en un horizonte que solo ella puede ver, dice: “Todo se paga, ahora pago las consecuencias en mi cuerpo”. Yolanda odia su cuerpo. Antes de vernos por la mañana, había salido para una visita al hospital. Había salido sin mirarse al espejo. Describe la dificultad, mayor para una mujer, de cuidar el cuerpo cuando se está en la calle. Especialmente durante la regla, por la falta de posibilidad de usar un bar, un centro médico. Habla con rabia y asco porque vivir en la calle hace que te identifiquen como una puta: “Te tratan como si fueras una puta. Piensan que necesitas dinero y te piden mamadas restregándote un billete de 20 euro en la cara”.

Yolanda es hija de un exmilitar y de una ama de casa. Todo empezó a los 13 años, cuando en su vida entró la droga. Atracó un banco para procurarse cocaína y por 8 meses fue ingresada en una cárcel. La bajada hasta el infierno de una vida sin sentido estaba empezando. A los 22 se convirtió en madre: “Sucedió, no planeé nada”. No se daba cuenta de lo que pasaba en el resto del mundo: “Vivía en una burbuja”. La droga para olvidar la soledad y el sufrimiento. Pero muchos de los sinhogares se refugian también en al alcohol, un alivio más barato que otros.

muchas veces hay una ‘criminalización’ hacía ellas: se les considera culpables de la situación que sufren

El sociólogo Fernando Vidal es presidente de la Fundación RAIS: “Las personas sin hogar son el colectivo más vulnerable porqué están expuestas a la calle, a la mirada de todo el mundo. Además, muchas veces hay una ‘criminalización’ hacía ellas: se les considera culpables de la situación que sufren. A veces no se les ayuda suficientemente, no hay una visión compasiva, sino que muchas veces incluso la ciudad les hostigan”. Una ciudad grande como Madrid ofrece invisibilidad, mayores posibilidades de supervivencia, pero hay que pagar un precio: para esta gente tiene en sí misma una “violencia estructural” porque el comedor está aquí, el lugar donde se duerme está allá. La ciudad cansa. Y Yolanda de momento puede solo curarse y descansar.

Después de la cárcel, Yolanda regresa a su casa. No se lleva bien con su madre, que la echa. En la calle su sensación dominante es el miedo, el temor de palizas y aporreos.

Este miedo no lo tiene solo Yolanda. La falta de seguridad es otro aspecto del sinhogarismo. Los sinhogares pueden ser víctimas de la “aporofobia”, palabra de origen griega que significa ‘miedo de la pobreza’. Es el rechazo, la aversión, el temor y el desprecio hacia las personas pobres. Desde este sentimiento puede nacer la violencia. Según datos del Observatorio Hatento (Observatorio de delitos de odio contra personas sin hogar), un 47% de las personas sin hogar han sido víctimas de un delito de odio por aporofobia. Porcentaje que crece en 2012 según los datos del INE: las víctimas de delito o agresión son un 51%. Las violencias más frecuentes  son los insultos y las amenazas, robos –de dinero, pertenencias, documentación– y agresiones.

En el caso de las mujeres el riesgo es doble: porque eres sin hogar y porque eres mujer, una diana más fácil. En la calle las dificultades que generalmente tienen las mujeres se amplifican: el sufrimiento por no ser guapa y atractiva en una sociedad donde la mujer no debe ser ni fea, ni desagradable; la dificultad para marcar sus límites, a decir no, a confiar en sí mismas, a ponerse en primer lugar. Las mujeres sinhogares sufren, más que los hombres, el acoso sexual, hablan de invasión sexual. En la calle se pierde el contacto consigo mismos y se tiene mayor dificultad a la hora de entender realmente lo que se necesita.

Es otra mañana de otro mes: abril. Todavía hace frío pero hoy no hay lluvia. Es un día de un tímido sol. Son casi las diez y desde la escalera del metro de Príncipe Pío baja una pareja: un hombre y una mujer. Su ropa habla por sí sola: claramente vienen del cercano Centro San Isidro. Son ambos extremadamente delgados, parecen enfermos. Él tiene dificultad para caminar y utiliza un cochecito mientras la mujer sigue fumando. No hablan entre ellos, simplemente están uno al lado del otro. Ella es rubia, tendrá unos sesenta y pico pero en la cara le queda algo de su antigua hermosura. Los dos andan de una manera que parece describir un destino. Atraviesan el centro comercial de la estación. Llegan a la calle Florida y se paran delante de un cajero. El hombre intenta una operación, después entra en el banco. La mujer le espera sentada en el espacio de entrada. Los minutos pasan. En la oficina, el hombre está hablando con una empleada que le explica que no puede sacar dinero porque en la cuenta no tiene el mínimo: 30 euro. De repente entra la mujer rubia y flaca y se une al hombre: ahora ambos hablan con la empleada. Una clienta sentada a mi lado repite una y otra vez: “No entienden, no entienden”. Se nota que les considera dos estupidos. “No entienden que hay que tener 30 euros para poder sacar algo”. La señora a mi lado seguramente no conoce la teoría sobre la pobreza del profesor estadounidense Eldar Shafir, de la Universidad de Princeton, que habla de una “mentalidad de la escasez”: el comportamiento de las personas cambia si ellas perciben una cosa –tiempo, dinero, comida– como escasa. El horizonte mental se reduce y adapta a la escasez inmediata –el bocadillo que tenemos que comer ahora, la reunión que va a empezar en cinco minutos, los recibos para pagar mañana–, así que la capacidad de pensar a largo plazo se pierde.

Recientes estudios han demostrado que la psicología del pobre es parecida a aquella de las personas bajo estrés por otras razones como puede ser un exceso de trabajo, la soledad y la falta de contactos sociales. Pasa lo mismo a quienes están a régimen y consumen pocas calorías. Shafir además añade: “La idea es que hay una psicología que deriva del no tener bastante y te hace centrarte de manera progresiva en que no tienes nada. Eso te hace descuidar y olvidar cosas que están fuera del dominio de tu objetivo y, en consecuencia, la gente planea mal o de manera incorrecta”.

La mujer flaca y rubia empieza a buscar dinero en su bolso, pero no encuentra nada. La dependienta del banco repite el mismo refrán: no es posible sacar dinero si no se llega a 30. Hay gente en el despacho. Todos miran pero nadie se echa la mano al bolsillo para sacar cinco euros. La mujer nos mira y pide un móvil para llamar el Centro San Isidro. “Ayer me caí por las escaleras”, dice a los clientes enseñándonos una contusión en la pierna. “No puedo ir hasta el albergue”. Ninguno habla. Ninguno tiene un móvil. Ninguna piedad. Un empleado alto, bien vestido, seguro y con confianza, explica a los dos que aquellas son las reglas: no se puede molestar a los clientes. Los dos salen, pero antes, la mujer nos mira y con desprecio dice: “Gracias”. Una vez fuera, el hombre sigue intentando sacar dinero mientras la mujer se aleja hasta la estación  y desaparece como un fantasma.

Dejamos la plaza y volvemos a la parada de metro que está en el Paseo del Rey. Afuera, sentadas bajo el sol al borde de la acera, dos mujeres hablan bebiendo de vez en cuando sorbos de una cerveza. Se presentan: Mónica y Luisa. Ambas viven en el Centro San Isidro. La primera desde hace un año; la otra, Luisa, una vida entera: 20 años. Son la doce; pronto irán a comer al Centro. Parecen dos indias de norteamérica: caras morenas, trenzas largas y gruesas. Acostumbradas a vivir al aire libre, se broncean enseguida. Intento comprender cómo se vive en ese centro y trato de hablar con la directora varias veces pero sin éxito. Nunca estaba. Luisa, la más triste y pensativa, habla siempre con los ojos fijos en las imágenes mentales de lo que vive cada día. “Nos tratan... Nos tratan…” ¿Como basura? Quiero provocar. Luisa no me contesta. Se limita a mirarme. Pero es como si hubiera dicho sí. Se despiertan, desayunan y “a perder el tiempo” dice Luisa. ¿Cómo llegó a la calle? Me confiesa solo que tiene una hija a la que no ve desde que entró en el albergue. No cuenta nada sobre su experiencia como madre pero algunos detalles hacen pensar en una historia de violencia. No quiere hablar de su vida –“perdona cariño”– y me toca con dulzura la rodilla. La otra, Mónica, es más agresiva y directa, con actitud y gestos casi masculinos. Se pone de pie y mira de arriba a abajo. Dice que es hija de una periodista que se fue a América del Sur y que después de la muerte de su hermana cayó en la droga y así empezó todo. La primera reacción al escucharla es pensar que te está tomando el pelo, que te está engañando: algo en su cara habla de una vida de mentiras, tal vez dichas por necesidad. Mónica es lista, centrada. Una Lazarilla de Tormes sin ninguna confianza en los políticos. Me cuenta que el 10 de abril, la alcaldesa Manuela Carmena visitó el Centro de San Isidro, para celebrar sus 75 años de actividad. Y si en la web del Ayuntamiento se define el lugar como un “centro social especializado en la atención a personas sin hogar, que se ha consolidado en sus más de siete décadas de existencia como una referencia en las prestaciones a este colectivo”, Mónica llama a “su casa”: “El manicomio”.

Lourdes pide limosna sentada en la calle de Serrano, cerca del Museo Arqueológico Nacional, en Madrid. Se sorprende cuando alguien le pregunta algo de su vida personal. Mira con ojos de niña sorprendida a pesar de sus cincuenta y pico años. Dice  haber vivido la experiencia de la calle y que ahora está “acogida”. No añade más. No quiere hablar, “hoy no”.

Mientras Lourdes reza a Dios para encontrar un trabajo –ha dejado su solicitud en un centro de empleo– los sentimientos de Yolanda son muy distintos. Desde la ventana de su salón se ven los tejados de algunas casas y rascacielos. Yolanda mira hacia afuera –pero con otra perspectiva– la  misma ciudad que fue una cárcel sin rejas para ella. “Soy una luchadora. Para mí la calle es una experiencia que vives. Se necesitan fuerzas, ganas. Se puede superar”, dice. En el momento de la despedida se muestra insegura e indecisa al abrir la puerta. “Es tu casa, Yolanda. Házlo tú”, le dice Marta.

El programa hábitat housing firtst

El programa requiere el cumplimiento de algunos compromisos básicos, como aceptar la visita periódica de un profesional, contribuir a los gastos de la vivienda si se dispone de ingresos, tener buenas relaciones con el vecendario y participar a la evaluación externa del programa. Las casas se buscan en el mercado privado así que el contrato de alquiler se hace entre RAIS y un dueño. El inquilino tiene que aportar el 30% de sus ingresos, si los tiene. Yolanda contribuye con 110 euro al mes.

Datos sobre sinhogarismo

Población atendida en 2012: 22.938 personas.

El 45% de ellas se quedó sin hogar por la pérdida del trabajo.

El 26% por no poder hacer frente al pago de la vivienda.

El 21% por separación de su pareja.

La mitad de las personas sin hogar tiene hijos.

Edad media: 42-43 años.

Mujeres: 20%.

Hombres: 80%.

Por cada 100.000 habitantes hay 71 personas sin hogar.

Entre las personas sin hogar el 16,2% está casada o con pareja. Un 28,2% están separadas o divorciadas; 51,7% está soltera y un 3,9% son viudas.

Dónde viven

El 89% de las personas sin hogar duerme todas las noches en el mismo lugar. El 44% ha dormido en alojamientos colectivos: albergues o residencias, centros de acogida a mujeres maltratadas, centros de ayuda al refugiado.

Otros alojamientos son los centros donde acuden para comer, baños públicos, servicios de bares o restaurantes, parques y descampados, en la calle, en la casa de un familiar y/o amigo.

Fuentes de ingresos

Desde el punto de vista de la situación laboral, lo más destacado de la población sin hogar es su baja participación: un 77,8% declara no tener empleo, no son jubilados  ni están incapacitados para trabajar.

Prestaciones: renta mínima de inserción, prestaciones por desempleo, pensiones contributivas y no contributivas (32%).

Dinero que les da la gente de la calle (9,5%).

Amigos o conocidos (8,3%).

ONG (7,5%).

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Autora >

Carlotta Zavattiero

Carlotta Zavattier, periodista, es autora del libro 'Le lobby del Vaticano' (Chiarelettere, 2013). Nacida en Padova, en 1973, escribió con Dalbert Hallenstein 'Giorgio Perlasca. Un italiano scomodo', además de investigaciones sobre los padres separados, el juego de azar y la pedofilia.

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