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Los psicoanálisis de Philip Roth

Negociando con el propio narcisismo

Ramón Echevarría 15/08/2018

<p>Philip Roth.</p>

Philip Roth.

Wolf Gang

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“Ningún novelista nos ha dado un relato más auténtico del psicoanálisis en sus particularidades emocionales e intelectuales que Roth en Mi vida como hombre

(J. Berman) 

“El éxito del artista depende sobre todo de su capacidad para ser objetivo, para despojarse de su narcisismo”

(Philip Roth, Mi vida como hombre

“–Es su narcisismo, otra vez. Su idea de que el mundo entero no tiene otra cosa que hacer que esperar los últimos datos sobre la vida secreta de Peter Tarnopol.

–Ahórreme la palabra narcisismo, ¿quiere? La esgrime contra mí como un garrote.

–Ese término es meramente descriptivo y no encierra ningún juicio de valor.

–¿Ah, sí? Sólo le pido que se ponga en el lugar del que lo recibe: ¡ya verá como sí encierra un juicio de valor!”

(Philip Roth, Mi vida como hombre)

 

Los hechos

Un joven Philip Roth de apenas veinticuatro años, “empedernidamente ingenioso, empedernidamente listo, empedernidamente convencido de ser inexpugnable, más allá de toda medida” –así se describe a sí mismo en su libro de memorias Los hechos–, conoció y se enamoró de Margaret Martinson Willimas, de veintinueve años, casada y con dos hijos.

Margaret era “la hija colérica de una alcohólica de pueblo, una joven ya acosada por recuerdos sexuales y oprimida por el inextinguible resentimiento que en ella generaba la injusticia de sus orígenes”; alguien que tropezaba “en cada esquina con sus errores más tempranos y empujada, por la horrorosa necesidad, a verdaderos ataques de retorcimiento desesperado” (Los hechos, a partir de ahora LH, p. 111). Su padre nunca había sido capaz “de renunciar a la botella, y acabó cumpliendo condena por robo en una cárcel” (p. 112). Margaret era “una víctima del mundo, una desposeída” (p. 111), una personalidad trastornada –posiblemente afecta de un trastorno límite de la personalidad–, que “generaba el ambiente perfecto en que […] resultaba imposible pensar” y  que hizo de su vida en común y de su separación un infierno. Roth la califica de “atrozmente psicópata”, alcohólica y adicta, y la describe manipulándolo con sus mentiras hasta conseguir casarse con él y llegando al extremo de intentar matarlo (p. 234).

Veinte años después, cuando en 1985 publica Los hechos, Roth se seguía extrañando “que alguno de los dos –o ambos– no resultara malherido o muerto” (LH, p. 138); continuaba buscando el modo de describir adecuadamente el desastre en el que se vio envuelto y tratando de entender cómo había estado tan ciego como para no prever el desastre en el que se metía.             

Esta experiencia de un matrimonio traumático, a la que no se sentía capaz de poner fin separándose, condujo a Roth a iniciar un psicoanálisis en 1962. Llegó al tratamiento anegado por sentimientos de desesperación, impotencia, confusión y rabia, “con intención de zurcir la confianza hecha pedazos” (LH, p. 180) por su matrimonio. Según explicó a Hermione Lee en una entrevista para The Paris Review, necesitaba el análisis “básicamente para evitar que saliera y cometiera un crimen por la pensión alimenticia y las costas del juzgado que debía pagar por haber estado casado dos años y sin hijos” (Roth,1985).

En Los hechos apenas dice Roth nada de su tratamiento. Sólo hace una breve referencia a su “intenso psicoanálisis” (p. 180) para restaurar la confianza destrozada. Como el propio Roth se pregunta a través de Zuckerman –su personaje y alter ego–: “Tu psicoanálisis lo recoges en muy poco más de una frase. Me pregunto por qué. ¿No te acuerdas, o es que los temas te resultan demasiado embarazosos? […] ¿de qué estuvisteis hablando, el psicoanalista y tú, durante siete años?” (LH, p. 220-221).

No mucho antes de la publicación de Los hechos, cuando Hermione Lee le entrevista para la Paris Review entre 1983 y 1984 y le pregunta por su psicoanálisis –concretamente, sobre cuál es la relación entre su experiencia del psicoanálisis y el uso del psicoanálisis como estratagema literaria–, Roth responde de manera ambivalente y un tanto evasiva:

“Si no me hubieran analizado no habría escrito El mal de Portnoy tal y como lo escribí, o Mi vida como hombre tal y como lo escribí, ni El pecho se parecería a sí mismo. Ni yo tampoco me parecería a mí mismo. Probablemente, la experiencia del psicoanálisis me resultó más útil como escritor que como neurótico, aunque puede que esa distinción sea falsa.”

Roth ha mantenido en sus declaraciones una actitud reservada respecto de su análisis personal. En general, se ha mostrado respetuoso, enfatizando siempre la importancia de esa experiencia en su trayectoria de escritor.  

De hecho, desde el comienzo de su carrera, había mostrado un profundo interés por el proceso terapéutico. Ya en su primera novela, Deudas y dolores (1962), se describía una primera entrevista con un terapeuta. Como dice el crítico literario Jeffrey Berman, de todos los novelistas americanos, Roth es el más familiarizado con la teoría y práctica del psicoanálisis. Pero fue después de su psicoanálisis que el tratamiento psicoanalítico se convirtió en un tema recurrente de sus siguientes novelas.  

En 1969, poco después de la muerte de Margaret en un accidente de coche (1968) y de terminar –o quizá interrumpir– su tratamiento, Roth publica El mal de Portnoy, obra que lo catapultó a la fama literaria. La novela es un largo monólogo dirigido a un psicoanalista, cuya figura es sólo el pretexto de un discurso espontáneo y desinhibido.

Después, en los años inmediatamente posteriores, publicará tres obras en que la referencia a su experiencia psicoanalítica es patente: El pecho (1972), Mi vida como hombre (1974) y El profesor del deseo (1977). En estas cuatro obras está presente la figura del terapeuta o del analista, desapareciendo después, para reaparecer sólo brevemente en Lección de anatomía (1984).

Tanto su traumática experiencia matrimonial, como su consecuente experiencia analítica, se reflejaron de una manera particular en Mi vida como hombre y El profesor del deseo. En ambas novelas –y especialmente en la primera– Roth coloca a sus personajes en una situación que presenta amplias semejanzas con su experiencia personal. En ambas novelas el protagonista acude a un psicoanalista para evitar su hundimiento y sobrevivir a la experiencia de una relación matrimonial desastrosa.

 

El psicoanálisis de Peter Tarnopol

La génesis de Mi vida como hombre fue larga y difícil. Comenzada después de El mal de Portnoy, Roth tardó cinco años en finalizarla.

La novela se divide en dos partes. La primera, “Ficciones útiles”, se compone de dos relatos: “Candor juvenil” y “A la búsqueda del desastre”, ambos atribuidos al escritor judío Peter Tarnopol, de veintiséis años, autor de una exitosa novela. En Candor juvenil, Tarnopol describe la vida de Nathan Zuckerman antes de su matrimonio. En “A la búsqueda del desastre”, escrito en primera persona, Zuckerman trata de explicar el desastre de su matrimonio con Lydia Ketterer, una estudiante cinco años mayor que él, una mujer sin gracia y sin distinción, divorciada de un hombre brutal y madre de una niña de diez años, a la que la vida no ha procurado más que humillaciones, traiciones, fracasos y castigos.

La segunda parte de Mi vida como hombre –titulada “Mi verdadera historia”–, es una confesión sin rodeos de Peter Tarnopol de su catastrófico matrimonio con la loca Maureen Johnson y su relación con la sumisa, dependiente, dulce y frígida Susan MaCall. Se supone que la historia personal de Tarnopol ha inspirado la historia de los dos primeros relatos.

Así pues, ficción y metaficción se dan en esta novela, en la que un novelista inventa a un novelista que inventa a otro novelista. Roth inventa a Tarnopol que inventa a Zuckerman. Los tres textos tienen nexos y similitudes. A través de las diferencias entre la historia de Zuckerman y la de Tarnopol, Roth parece sugerirnos las diferencias entre su propia historia y la de Tarnopol.

Sea como sea, como veremos después, diversos indicios permiten detectar la carga de confesión de este libro “lleno de rabia y resentimiento” (Bleikasten) en el que Roth parece haber intentado exorcizar el desastre absoluto de su primer matrimonio.

En efecto, la experiencia matrimonial que se describe en Mi vida como hombre –sobre todo en “Mi verdadera historia”, donde Tarnopol describe su experiencia “real”–, es la de alguien que se casa con una mujer trastornada, una borderline o una narcisista que atrapa a Peter Tarnopol en una relación atormentadora y explotadora, con rasgos sadomasoquistas.

“Una mujer sin conciencia, una mujer que utilizaba mal cada poder, una mujer vengativa con una astucia ilimitada, con un odio y una cólera insensatos” (Mi vida como hombre, a partir de ahora MVH, p. 112).

Una mujer desquiciada que desquicia a Tarnopol. Una mujer atormentada que tiene celos y envidia de su Trabajo: “vivir las alegrías de los demás era su tormento” (p. 228). Y cuyo tormento le lleva a atormentar a Tarnopol, hasta estar “a punto de volverle loco” de rabia (p. 228), hasta el punto de agredirla físicamente y hacerle pensar en el suicidio. Rabia contra Mauren, pero también rabia contra sí mismo por su ceguera, por su propia estupidez, “por haber caído en la primera trampa que le tendió la vida (¡la primera!)” (p. 287). Tarnopol siente la desesperación de alguien “casado con una mujer a quien detesta”, pero de la cual no puede separarse, subyugado no sólo por “su variada gama profesional de recursos de extorsión moral” sino por su propia “tendencia infantil a aceptarla” (p. 133).

En este estado tan semejante al de Roth, tal como éste lo describe en Los hechos, Tarnopol acude en busca de ayuda a la consulta del doctor Otto Spielvogel. Tarnopol explica que había conocido a su analista previamente en reuniones sociales. Lo escogió porque le causó “la impresión de poseer una gran dignidad y de no darse aires” (MVH, p. 254), y por su prestigio como “especialista en tratar a gente «creativa»”.

El relato de la primera entrevista –en primera persona– nos trasmite una impresión positiva, prometedora. Después de relatar su estado y su drama personal y de sollozar durante cinco minutos tapándose la cara con las manos, el Dr. Spievogel le pregunta:

“–¿Ha terminado?

Hay citas de mis cinco años de psicoanálisis tan memorables como la primera frase de Anna Karenina. «¿Ha terminado?» es una de ellas. El tono perfecto, la táctica perfecta. Me entregué a él allí mismo, para bien o para mal” (MVH, p. 256).

En esta misma primera sesión, Tarnopol describe las violentas peleas con Maureen, su mujer, y su reacción cuando ésta amenaza con suicidarse.

“Y mientras gritaba me iba quitando la ropa. Ya lo había hecho antes, en una pelea con ella, pero esta vez me la saqué toda. Y me puse la ropa interior de Maureen. Abrí un cajón y me puse una de sus bragas… A duras penas conseguí meter mi polla dentro. Y traté de ponerme uno de sus sujetadores, quiero decir que pasé los brazos por los tirantes” (MVH, p. 264).

Como se ve, Roth describe con humor el sentimiento de castración e impotencia del personaje. Vestirse de mujer como una manera de reconocer que estaba “vencido”. Pero Tarnopol ha “hecho otras cosas raras”…

“i semen... lo dejo en sitios.

–¿Sí?

–Lo dejo en sitios. Voy a casa de gente y... lo dejo en distintos lugares.

–¿Entra en las casas de la gente?

–No, no —me apresuré a decirle (¿qué pensaba, que estaba loco?)–. Me invitan. Voy al cuarto de baño. Lo dejo en alguna parte... en el grifo. O en la jabonera. Solo unas gotas.

–Se masturba en el cuarto de baño de otros.

–A veces, sí. Y dejo...

–Su firma.

[…]

–¿Que significa todo esto, doctor?

–Vamos, vamos –repuso Spielvogel–. ¿Qué cree usted que «significa»? Me parece que no hace falta ser adivino.

–¡Que estoy completamente fuera de control! –dije llorando–. ¡Que ya no sé lo que hago!

–Que está enfadado –dijo él golpeando el brazo de su sillón–. Que está furioso. No está fuera de control. Está bajo control. El control de Maureen. Deja escapar su furia por todas partes, excepto por donde debe hacerlo. Allí deja caer llàgrimes” (MVH, p. 265-266).

En la segunda entrevista llega la decepción. La pregunta con la que el Dr. Spielvogel comienza esta segunda sesión fue: «¿Su mujer le recuerda a su madre?».

“Se me cayó el alma a los pies –comenta Tarnopol/Roth–. El reductivismo psicoanalítico no iba a salvarme de las vías del metro, ni, lo que era peor, de volver a Wisconsin al final de aquella semana para reanudar las hostilidades con Maureen” (MVH, p. 267).

La verdad es que también a nosotros, psicoanalistas de hoy, se nos cae el alma a los pies. En efecto, el firme y lúcido Spielvogel  de la primera sesión se transforma en un analista dispuesto a adoctrinar a Tarnopol con sus teorías. Todo parece como si Spielvogel se hubiera hecho una teoría sobre Tarnopol que defiende a capa y a espada, tratándosela de inculcar a toda costa. Según Spilevogel, Tarnopol tiene una madre fálica castradora y un padre incapaz y sumiso, y esta constelación familiar explica sus problemas con las mujeres; en especial, la dependencia de Tarnopol respecto de Maureen, y su incapacidad de protegerse y de separarse de ella. Como dice Spielvogel: “Pronto resultó evidente que el principal problema […] era la ansiedad de castración ante una figura materna fálica…” (MVH, p. 300). La profunda ambivalencia que muestra ante la perspectiva de abandonar a su mujer remite a la ambivalencia hacia esta madre castradora. Para protegerse de la profunda ansiedad experimentada por el rechazo, distancia –por la carencia de amor– y desamparo experimentados con su madre, Tarnopol ha tenido que desarrollar defensas narcisistas. Idealiza a su madre y su infancia, y niega y desplaza su rabia hacia un padre incompetente. La necesidad de reducir a las mujeres a “objetos sexuales masturbatorios”, como dice Spielvogel, deriva de su narcisismo y es un síntoma de la rabia reprimida hacia su madre. Consecuentemente, Spielvogel trata de reducir drásticamente la veneración de Tarnopol hacia su madre, fuente de su dependencia de Maureen (nueva versión de la madre castradora del pasado). Por tanto, trata de convencer a Tarnopol de que su madre no sólo no es la madre ideal que cree, sino que es la responsable de sus problemas; su infancia, pues, es mucho más problemática de lo que recuerda.

A lo largo del tratamiento, el Dr. Spielvogel se mantendrá rígidamente adherido a este esquema. Todos los problemas de Tarnopol se remiten de manera reductiva al pasado, y no hay ninguna referencia al aquí y ahora, a la transferencia… (Aunque, como veremos, los conflictos en el aquí y ahora de la sesión inevitablemente reclamarán su protagonismo.)

Este adoctrinamiento genera resistencias en Tarnopol que éste expresa de manera clara y directa:

“Le dije a Spielvogel que no era porque se pareciera a mi madre por lo que no podía entenderme con ella, sino porque era muy diferente” (MVH, p. 267).

Tarnopol está en desacuerdo con la interpretación de su analista. Niega que sus problemas sean la repetición de un antiguo trauma. Si su madre es responsable de su dependencia no es porque fuera una madre fálica castradora sino porque sencillamente adoraba a su hijo. Y si su padre estuvo ausente, fue porque tenía que trabajar y luchar denodadamente para que a su familia no le faltase nada. Pero todos los desacuerdos son considerados por parte de Spilevogel como meras resistencias.

Tarnopol se debate, pues, entre la necesidad de confiar en el analista en quien ha depositado sus esperanzas, y su sospecha de que éste está empeñado en confirmar sus teorías y hacerle encajar en su esquema.

“¿Por qué, para dar apoyo a sus “ideas”, pretende crear esta ficción sobre mí y los míos?” (MVH, p. 301).

Este desacuerdo fundamental entra en conflicto con su necesidad de ayuda y de idealizar a su analista, lo que lleva a Tarnopol a mantener en suspenso su espíritu crítico:

“Aquella sospecha no era algo que me interesara, o que me atreviera a examinar. Era un paciente con demasiada necesidad de ayuda […] Si esperaba recuperarme de mi derrota, era imprescindible para mí confiar en alguien, y había elegido al doctor Spielvogel” (MVH, p. 275).

“Mi actitud frente al doctor era muy semejante a la del alumno de primer curso que acepta sin reservas la sabiduría, la autoridad y la probidad de su maestra y no puede entender que también ella vive, más allá de la pizarra, en un mundo ambiguo e incierto” (MVH, p. 275).

Pero la idealización se muestra insostenible. Así, se sorprende cuando le ve subir a un autobús urbano.

“¿Cómo pude haber creído alguna vez que aquel hombre demacrado, ya entrado en años, con su aspecto tan derrotado e indefenso bajo su sombrero impermeable de color oliva, aquel extraño que no impresionaba a nadie y viajaba en autobús, podía librarme de mis desgracias?” (MVH, p. 276).

A lo largo de la lectura de Mi verdadera historia asistimos a una desidealización progresiva de la figura del doctor Spielvogel por parte de Tarnopol. Y, a medida que lee la novela, el lector psicoanalista también se va desilusionando de Spielvogel, en tanto que éste ilustra un catálogo de errores que actualmente damos por superados:

- El adoctrinamiento mencionado.

- Reducción mecánica de los problemas actuales a la infancia y ausencia de referencias al aquí y ahora de la sesión.

- Reducción de los desacuerdos del paciente a resistencias.

- Actitud superyoica con la consiguiente pérdida de la neutralidad: Spielvogel se inmiscuye en lo que debe hacer o no hacer Tarnopol.

- Rigidez e incapacidad de reconocer los propios errores.

- Descuido del setting interno y externo. Spielvogel no mantiene un setting estable. Tarnopol pasa de tres sesiones semanales iniciales a dos. De hecho, vemos al Dr. Spielvogel devenir poco a poco un terapeuta de apoyo al que Tarnopol llama por teléfono o acude a su consulta para consultarle sus dudas, y que abandona la neutralidad aconsejando y valorando las personas y las situaciones de las que le habla su paciente.

Como explica Jeffrey Berman, Roth ha desmitificado en sus novelas la relación analista-paciente. Sus terapeutas no son ni malas caricaturas ni figuras míticas o ideales. En sus novelas no aparece ni el terapeuta ideal, ni el psicopático, ni el que se enamora de sus pacientes –tan abundantes en el cine, la televisión y en muchas novelas. Roth los retrata de manera bastante realista.

“Son hombres de buena voluntad, experiencia e integridad. Mantienen una correcta distancia con sus pacientes, siguen las normas de su profesión y evitan subvertir su posición en un instrumento de poder maligno. Son freudianos ortodoxos en su orientación teórica, pero pragmáticos en su visión del mundo. Afirman los consuelos del principio de realidad, alentando a la reconciliación y a la reintegración. Son académicos, dignos, ligeramente irónicos en su discurso e incluso contenidos. No se dejan cautivar por los elogios de sus pacientes, ni intimidar por sus amenazas ni espantar por sus revelaciones. Sobre todo, saben escuchar excelentemente” (Berman).

Así pues, la descripción que Roth hace de Spielvogel se ajusta a esta mirada desmitificadora. Como el propio Roth comenta en Lectura de mí mismo, Spielvogel “no es un necio ni un tirano”.

“Ni es el psicoanalista que lo sabe todo de los cuentos de hada que se forjan los pacientes ni tampoco el psicoanalista maligno del folclore antifreudiano”.

A pesar de todas sus torpezas y de todos sus errores, Spielvogel es también un analista inteligente, firme y comprometido con su paciente, capaz de ayudarle.

Recreación y caricatura

Philip Roth ha recusado con contundencia la calificación de su obra como autobiográfica o confesional. Su obra no es una autobiografía disfrazada.

“No quiero decir con esto que no me haya basado copiosamente en mi experiencia general para nutrir mi imaginación. Eso no se debe a que desee revelarme, exhibirme, ni siquiera expresarme a mí mismo, sino a que puedo inventarme. Inventar mis yoes. Inventar mis mundos.”

Para Roth, como dice en La contravida (1986), es la distancia entre la vida del escritor y su novela lo que constituye el aspecto más fascinante de su imaginación.

A partir de aquí podríamos pensar que la manera en que Roth ha reflejado su psicoanálisis en sus novelas es poco fiable. Si algo caracteriza la literatura de Roth es “el impulso de dramatizar con falsedad lo insuficientemente teatral, de complicar lo esencialmente simple, de volcar una carga de consecuencias sobre lo que muy pocas acarreaban” (LH, p. 16). Es decir, su tendencia a “entrelazar los hechos con la imaginación” (p. 217), transformando la realidad y ofreciendo una versión desquiciada y dramática de la misma. Como dice el propio Roth en Los hechos, sus personajes tienen “una experiencia similar a la mía, pero que registraba una valencia más alta, una vida mucho más cargada y mucho más llena de energía, más divertida que la mía” … (p. 15). Pero conviene advertir que este carácter hiperbólico y maníaco de la literatura de Roth, esta dramatización histeroide de su vida, no se pone nunca al servicio de la evasión, sino que se acompaña siempre de una inmensa capacidad de reflexión y análisis, que la contiene y la trasciende, y que le permite como a todo gran novelista “ser más fidedigno” en la ficción (p. 212).

¿Debemos concluir que la historia de Tarnopol es una caricatura de la de Roth, que distorsionaría “la verdadera historia” de Roth, de la misma manera que Tarnopol distorsiona la suya en sus relatos sobre Zuckerman?

Hay indicios de que “Mi verdadera historia” se corresponde con la verdadera historia de Roth. Y no sólo por las múltiples coincidencias biográficas que presentan Tarnopol y Roth: ambos nacieron en 1933, son judíos de origen, novelistas de éxito precoz y profesores universitarios de literatura, han tenido un matrimonio desastroso –son muchas las semejanzas entre la historia de Tarnopol y la de Roth, tal como éste la narra en Los hechos– y han acudido a un psicoanalista en busca de ayuda.

En Los hechos, Roth reconoce que la descripción de cómo Maureen Johnson engaña a Peter Tarnopol, haciéndole creer que está embarazada, “refleja casi exactamente” el modo en que su mujer le engañó en febrero de 1959.

“Es probable que en toda mi obra no haya ningún otro sitio en que se copien con tanta precisión los hechos biográficos. Estas escenas constituyen una de las pocas ocasiones en que no me he dedicado espontáneamente a mejorar la realidad, para ganar en interés. Difícilmente podría haber sido más interesante..., difícilmente podría haber sido tan interesante” (LH,  p. 144).

También sabemos que hay importantes correspondencias entre el tratamiento de Peter Tarnopol por el doctor Spielvogel, en Mi vida como hombre, y el tratamiento que siguió Philip Roth con el doctor Hans J. Kleinschmidt, su analista. Hay evidencias de que un conflicto en el tratamiento psicoanalítico que Tarnopol sigue con el Dr Spielvogel, y al que la novela dedica muchas páginas, se corresponde con la experiencia real de Philip Roth en su análisis.

Durante su tercer año de análisis, al acabar una sesión, Tarnopol ve en la consulta de su analista un ejemplar de una revista psicoanalítica, un número dedicado al tema “Creatividad: el narcisismo del artista”. Le pide al doctor Spielvogel que se la deje, y éste acepta. Descubre entonces en ella un artículo de Spielvogel titulado “Creatividad: el narcisismo del poeta”. Lee el artículo y descubre que dos páginas se refieren a él. Aunque Spielvogel ha desfigurado la identidad de Tarnopol transformándolo en un poeta de origen italiano de más de cuarenta años, éste se siente ultrajado y humillado. Piensa que los lectores le pueden reconocer, tanto más cuanto que en el artículo de Spielvogel hace referencia a un recuerdo infantil que él ha utilizado en un relato de aparición reciente. Y no sólo eso: a la transgresión de la confidencialidad se añade el agravio de la incomprensión y de lo que Tarnopol siente como una hiriente distorsión de su familia y de su pasado.

Mi vida como hombre dedica muchas páginas a dar cuenta del tormentoso conflicto que se desencadena entonces entre Tarnopol y el doctor Spielvogel.  Tarnopol se siente traicionado y decepcionado, y reclama disculpas de Spielvogel. Éste responde interpretando la reacción de Tarnopol como narcisista: “Es precisamente el golpe a su narcisismo lo que ha magnificado desproporcionadamente el hecho” (MVH, p. 312), le viene a decir repetidamente. En lo que parece un inacabable diálogo de sordos, las quejas y reclamaciones de Tarnopol son contestadas con reiteradas interpretaciones sobre su narcisismo. En determinado momento, tras semanas de discusión, Spielvogel se levanta de la butaca, estando Tarnopol echado en el diván, y le dice que no se puede continuar así.

“–Escuche –me dijo–, esto ha ido ya demasiado lejos. Me parece que tendrá que olvidar este artículo mío, o bien dejar de verme. Pero no podemos seguir con el tratamiento en estas condiciones” (MVH, p. 308).

El análisis parece inviable. En efecto, a Tarnopol ya no le interesa analizar sus reacciones, le interesa saber qué tipo de analista tiene: si es fiable, si es capaz de disculparse o no. Todo parece como si el narcisismo del analista, que le impide tener empatía con Tarnopol y disculparse de su error, le llevara a sobreinterpretar el narcisismo del paciente. Como le dice Tarnopol, esgrime la palabra narcisismo “como un garrote”:

“–Es su narcisismo, otra vez. Su idea de que el mundo entero no tiene otra cosa que hacer que esperar los últimos datos sobre la vida secreta de Peter Tarnopol.

–Ahórreme la palabra “narcisismo”, ¿quiere? La esgrime contra mí como un garrote.

–Ese término es meramente descriptivo y no encierra ningún juicio de valor.

–¿Ah, sí? Sólo le pido que se ponga en el lugar del que lo recibe: ¡ya verá como sí encierra un juicio de valor!” (MVH, p. 314).

A lo largo de este conflicto con su analista, Tarnopol se debate entre el reconocimiento de la ayuda recibida y el rechazo por lo que siente como incomprensión y transgresión de la confidencialidad por parte de su analista. El resentimiento se mezcla con la necesidad de justificar a su analista: condenar a su psicoanalista e interrumpir el tratamiento supone tanto quedar desatendido como revivir y asumir en otra relación su fracaso con Maureen.   

Los sentimientos de Tarnopol son contradictorios. Spielvogel no es sólo un analista equivocado y fallido; es también el analista firme e inteligente que le ha ayudado, que estaba disponible cuando lo necesitaba. “¿Cómo es posible que usted, que me hizo tanto bien, se haya equivocado así?” (MVH, p. 303), le pregunta en un momento determinado.

Este conflicto interno con el analista se externaliza en su relación con su novia Susan. Tarnopol –que ya se ha separado de Mauren– discute con Susan cuando ésta le insta a interrumpir el tratamiento. “Me ha hecho más bien que mal” (MVH, p. 319), le dice a Susan, quien parece representar y ser portavoz de la parte de él que critica y abandonaría a Spielvogel.

El lector puede captar un cierto paralelismo entre la relación entre Tarnopol  y Spielvogel y la de Tarnopol y Maureen. En ambas Tarnopol oscila entre la sumisión y la rebelión impotente, dominándole el miedo de liberarse de una situación en la que se siente atrapado. Y así se lo señala en cierto momento Spielvogel a Tarnopol.

El crítico literario Jeffrey Berman, después de leer Mi vida como hombre, se preguntó si este episodio podía reflejar una experiencia real de Philip Roth. Considerando que el artículo del analista de Roth debería haberse publicado a mitad de los años sesenta, consultó los números de las revistas psicoanalíticas de la época dedicadas al arte y literatura. Finalmente encontró un número de American Imago del año 1967, dedicado a “Genius, Psychopathology, and Creativity”, en el que había un artículo titulado “The Angry Act: The Role of Aggression in Creativity”, de Hans J. Kleinschmidt, en el que se describía un paciente inequívocamente similar a Tarnopol.  

Jeffrey Bermann muestra los numerosos y evidentes paralelismos y similitudes entre el artículo de Spielvogel y el de Kleinschmidt. Y cómo Roth, en Mi vida como hombre, cita casi textualmente varios párrafos del artículo de Kleinschmidt, atribuyéndolos al artículo del Dr. Spilvogel que Tarnopol descubre. El recuerdo que Kleinschmidt utilizó en su artículo fue incluido por Roth en El mal de Portnoy, que estaba a punto de editarse en el momento en que se publicó el artículo de aquél. Berman entendió que Roth se había vengado de su verdadero analista utilizando –plagiando– su artículo, de la misma manera que éste había utilizado –plagiado– sus recuerdos.

Así pues, todo hace pensar que el conflicto entre Tarnopol y Spielvogel refleja en buena medida la experiencia de Roth en su propio análisis. El episodio ayuda a entender la ambivalencia de Roth. Tal vez el propio Roth podía aplicarse las palabras que pone en boca de Tarnopol refiriéndose a Spielvogel: “En realidad, nunca logré deshacerme de la idea de que me había maltratado” (MVH, p. 277). La lectura de Mi vida como hombre sugiere que Tarnopol sigue discutiendo, una vez finalizado el tratamiento, con su analista. En la novela, Peter Tarnopol cambia de ciudad y deja el tratamiento un tanto precipitadamente, de una manera que sugiere una escasa elaboración del final. No sabemos cómo terminó el de Roth. Pero hay motivos para pensar que Mi vida como hombre fue también la continuación de la discusión entre Roth y Kleinschmidt: un ajuste de cuentas, no sólo con su matrimonio tormentoso, sino también con su psicoanalista.

La elaboración del narcisismo

En Mi vida como hombre, se supone que Peter Tarnopol escribe su “verdadera historia” seis meses después de haber acabado su análisis. Su relato va precedido de unas líneas en las que el propio Tarnopol, de forma irónica y provocadora, escribe que de 1962 a 1967 fue paciente del psicoanalista Otto Spielvogel y que “el señor Tarnopol es considerado por el doctor Spielvogel uno de los más destacados narcisistas jóvenes del mundo de las artes” (p. 129).  Y, ciertamente, el narcisismo es un problema principal en el que se centra el psicoanálisis de Tarnopol. Narcisismo es el “diagnóstico-garrote” que utiliza el doctor Spielvogel para calificar el comportamiento de Tarnopol una y otra vez. Recuérdese que el artículo de Spielvogel se titula “Creatividad: el narcisismo del poeta” y que la teoría que allí expone –resumida anteriormente– coincide con la que Kleinschmidt hace de Roth. ¿Cuál es el narcisismo que Spielvogel observa en Tarnopol? ¿A qué se refiere Spielvogel cuando habla del narcisismo de Tarnopol? Podemos suponer que a su búsqueda de una imagen idealizada de sí mismo, a su tendencia de afirmarse fálicamente, a su negación de la dependencia, a su arrogancia infantil y juvenil. De todo ello habla clara y directamente Tarnopol, en sus dos relatos y en “Mi verdadera historia”. En lo que sigue, destacaré el papel que juega el narcisismo en la obra de Roth, sabiendo que dejo de lado otros aspectos importantes y otras perspectivas.

Hay en “Mi verdadera historia” una aparente contradicción entre las protestas de Tarnopol contra el énfasis de Spielvogel respecto de su narcisismo y la lúcida y aguda descripción elaborada que hace Tarnopol de su propio narcisismo. Y en efecto: son muchos los aspectos que Tarnopol describe de sí mismo que pueden ser calificados de narcisistas. Se recuerda como un “niño arrogante” y sabelotodo, que no se dejaba ayudar. Su padre le echa en cara: “Cuando tenías quince años ya creías que los sabías todo… ¿recuerdas?” (MVH, p. 252).  De ese niño habla el padre en varias ocasiones, de ese niño habla Tarnopol en “Candor juvenil”, cuando describe a Zuckerman como alguien que ha desarrollado un “sentido de superioridad” que su padre no ha podido atemperar a pesar de sus esfuerzos: “el nuevo pequeño dios”, le llama su padre (p. 27). Esta arrogancia de Tarnopol se corresponde a la arrogancia de Philip Roth tal como la describe en Los hechos, y que hemos consignado al comienzo de este artículo.

Tarnopol encontró en Maureen a “alguien que podía añadir cierto interés exótico a mi forjada vida de escritor”, y satisfacer las “fantasías erótico-heroicas” (MVH, p. 220). Como Lydia para su personaje Zuckerman, Maureen era para Tarnopol un “desafío moral” (p. 102). Los caóticos y traumáticos antecedentes de Maureen tenían para él “el atractivo de lo decididamente exótico y romántico” (p. 223). Maureen era también “una mujer que había elaborado su experiencia, que había adquirido profundidad por medio de todo aquel dolor” (p. 63). Maureen es una “doncella indefensa” y Tarnopol quiere ser su “Príncipe Azul” (p. 218). En este sentido, Maureen es, tal como dice Tarnopol/Roth, “la Miss América de los sueños de un narcisista” (p. 363).

En Los hechos, a través de su alter ego Zuckerman, Roth da a entender que buscaba mujeres dependientes, que le necesitaran. Y eso mismo es lo que le pasa a Tarnopol. Susan es descrita como alguien dependiente y necesitada que se aferra a Tarnopol desesperadamente: “dame un poco de vida, y a cambio podrás venir cuando quieras para recuperarte de tu mujer. A cualquier hora del día o de la noche. Ni siquiera tienes que llamar por teléfono antes” (MVH, p. 192). Alguien que a cambio de un poco de vida –porque no tiene una vida propia– está dispuesta a que hagan con ella lo que quieran, ofreciendo sumisión y entrega absorbente y absoluta. “¿Había algún otro lugar donde pudiera encontrar tanta veneración?” (p. 206). Susan es el negativo de Maureen. Las dos expresan la misma necesidad desesperada de él; una, a través de la extorsión; la otra, de la sumisión.

La dependencia de estas mujeres hacia él se expresaría también en el temor de que tanto Maureen como Susan piensen en suicidarse si él las deja. Maureen se lo echa en cara, y Spielvogel lo atribuye a su narcisismo: “Cree que todas las mujeres del mundo pueden matarse por usted”.

Todo sugiere un conflicto con la propia dependencia, que se coloca en el otro. Se necesita la dependencia del otro –se necesita un otro dependiente– para negar la propia dependencia, proyectándosela. En este sentido, se puede entender que Tarnopol “busca” una colusión de pareja.

Y Tarnopol parece tener cierta conciencia de esta utilización narcisista de la relación de pareja, porque cuando se pregunta por qué ha buscado una pareja como Maureen, se responde:  

“porque, secretamente, empatizo con la situación de la pobre muchacha, porque sé que es lógico que mienta, robe y arriesgue incluso su vida para conseguir a alguien como yo. Porque en cada alarido y cada idea lunática está diciendo: “Peter Tarnopol, eres irresistible”. ¿Es por eso que no puedo dejarla, porque me halaga tanto?” (MVH, p. 363) .

Uno puede pensar que para alguien como Tarnopol dejar a Maureen es tener que hacerse cargo de su propio aspecto dependiente que ha colocado en ella. Por eso busca otra mujer dependiente, Susan. Y si le cuesta tanto dejar a alguien como a Maureen es porque ello suponía una herida narcisista: suponía reconocer el fracaso irremediable de su relación, su inmadurez, sus dificultades para amar. También, tal vez, reconocerse insuficientemente hombre: en sus dos acepciones, insuficientemente maduro e insuficientemente viril. Esta es tal vez la ansiedad de castración que Susan reconoce en Tarnopol y de la que Spielvogel habla en su artículo:

“–Seguiré hasta que gane.

–¿Hasta que ganes… ¿qué?

–¡Mis pelotas, Susan!” (MVH, p. 393).

“Mi verdadera historia” es la crónica de un fracaso, de una herida narcisista, de la misma manera que “Candor juvenil” es el relato del “edén”, la época anterior a la prueba, cuando el narcisismo estaba intacto, no herido. A través de su tormentosa relación con Maureen, Tarnopol descubre que no es el que supone que es, el que desea ser. No es el hombre de principios que debía llegar a ser, para lo que había sido educado. La locura de Maureen le hace conocer su propia locura. La rabia de Maureen le hace conocer su propia rabia. Descubre al mal chico que hay debajo del buen chico –el “chico bueno, responsable y obediente”, tal como Roth se describe como adolescente (LMM, p. 15)– que muestra ser. Se convierte “en un hombre iracundo declaradamente airado” (LH, p. 231), y deja de ser “el muchacho agradable analítico, cariñosamente manipulador, que nunca habría llegado a ser gran cosa como escritor” (p. 234).

Desmelenamiento y reflexión

“En ningún otro escritor se da este aspecto exterior de desenfado coloquial, incluso de desmelenamiento, combinado con una carga tan densa de inteligencia reflexiva” (John Updike).

La manera en que Roth describe en Mi vida como hombre el narcisismo de Tarnopol, sugiere una elaboración de la problemática narcisista descrita, consecuencia y fruto del tratamiento.

Mi vida como hombre refleja –esta es mi hipótesis– el proceso de elaboración de la herida narcisista experimentada por el joven Philip Roth como consecuencia del fracaso de su matrimonio. Su fracaso en el intento de construir una imagen idealizada de sí mismo (erótico-heroica); su fracaso en el intento de convertirse en un príncipe azul redentor de una mujer desgraciada; su fracaso en el intento de resolver su conflicto con su dependencia, colusionando con una mujer, que podría sentirse desesperadamente dependiente de él.  Mi vida como hombre es la crónica y la elaboración psicológica de ese fracaso. El tratamiento psicoanalítico con Kleinschmidt, a pesar de todas las dificultades y de todos los errores de su analista, permitió a Roth un mayor conocimiento, comprensión y elaboración de los aspectos narcisistas de su personalidad implicados en esa experiencia y en ese fracaso.

Es evidente que la experiencia traumática de su matrimonio y la experiencia analítica produjeron un cambio benéfico y liberador en la escritura de Roth, modificando su forma de exposición narrativa.  Su psicoanálisis –reconoció– “se trocó él mismo en modelo de exposición narrativa atolondrada, de un tipo que desde luego no había aprendido en Henry James”.

Como Tarnopol, Roth dejó de ser “el autor prematuramente solemne y cargado de principios” para “comenzar, por fin, a jugar con la frivolidad, lo caprichoso y lo irreverente que hay dentro de sí mismo”. La experiencia psicoanalítica le sirvió a Roth para liberar lo que en Los hechos denominó “el lado maníaco de mi imaginación” y encontrar una nueva voz. La voz desmelenada, desinhibida, maniforme e histeriforme que encontramos en su obra a partir de El lamento de Portnoy.

Hay motivos para pensar que ese “lado maníaco” de su imaginación, y ese tipo de comunicación histeriforme, aparecieron en la relación analítica con el doctor Kleinschmidt. Dicho de otra manera, que el tratamiento psicoanalítico le permitió descubrir y expresar “el lado maníaco” de su imaginación, observarse comunicando y relacionándose de una manera histeriforme, lo que pudo aprovechar en su escritura, sirviéndole de modelo de discurso.

Me induce a pensarlo la comunicación, plena de dramatismo y teatralidad, que muestra Tarnopol en su análisis con el doctor Spielvogel, de la que hemos visto algunos ejemplos. Para ilustrar lo que digo, merece la pena leer el episodio en el que Tarnopol le dice a Spielvogel que va a comprar un cuchillo para matar a Maureen. Se establece un tira y afloja entre Tarnopol y Spielvogel –éste tratándole de convencer de que no lo haga– que desprende todo un aroma histeriforme. En un momento determinado Tarnopol dice:  

“Así pues, con él conteniéndome (o bien con él fingiendo contenerme mientras yo fingía estar sin control), no compré el cuchillo…” (MVH, p. 326).

Uno piensa en la manera en que los pacientes histéricos dicen la verdad fingiendo, expresando de una manera inauténtica su verdadero sufrimiento. Pero pensamos también en lo que nos parece un elemento esencial de las novelas de Roth. En ellas, el autor finge no contener ese “lado maníaco” e histeroide, pese a que en todo momento está contenido y compensado por un alto nivel de reflexión. Porque, sin duda, la capacidad analítica de Roth se potenció a partir de su tratamiento y continuará desarrollándose en toda su obra posterior, llegando a niveles muy altos en su reflexión y análisis del comportamiento y las relaciones humanas.

El psicoanálisis de David Kepesh

La transformación de Tarnopol como consecuencia de su matrimonio, la manera en que pierde su madurez, su equilibrio, su fuerza, su independencia, y deviene alguien dominado por la cólera, la inseguridad y la impotencia, tendrá su eco en El pecho, una novela corta publicada en 1972. El proceso de transformación en un pecho, en una glándula mamaria, que experimenta David Kepesh, perdiendo contacto con quien había sido hasta entonces, remite sin duda a la experiencia de transformación de Tarnopol de la que nos habla Mi vida como hombre.  

David Kepesh es también el protagonista de El profesor del deseo, publicada en 1977. Como Roth, Kepesh ha nacido en 1933, es judío de origen, novelista y profesor de literatura. Y como Roth, sufre los desastres de un matrimonio y necesita ayuda de un terapeuta. Se trata, sin embargo, de una novela a todas luces menos biográfica que Mi vida como hombre. El espacio entre la vida y la imaginación se agranda, y la distancia le permite a Roth ofrecer una reflexión más universal y más profunda.

El profesor del deseo narra la vida de David Kepesh contada por sí mismo. David es un joven hedonista que emprende una carrera de desmadre y desenfreno sexual aprovechando un viaje de estudios a Europa. Al comienzo de la novela, David se describe como alguien incapaz de ceder a la tentación.

“Me niego –como resultado de una incapacidad que elevo a cuestión de principios– a resistir lo que me parece irresistible, sin miramiento de lo insignificante y estrafalario, o infantil y perverso, que el origen del atractivo pueda parecerles a todos los demás” (El profesor del deseo, a partir de ahora PD, p. 28).

Vemos, pues, a David Kepesh sumergirse en una vida y sexualidad desenfrenada, transgresora, en que sus actuaciones perversas parecen no tener límite. Pero David no puede ser el hedonista y perverso sin escrúpulos que pretende, que desearía ser. La avidez de gozar, de seducir, la adicción a la seducción, la conquista y la juerga, conviven con la tentación de una relación amorosa y el deseo de una identidad profesional, como escritor y profesor. Dicho de otra manera, la novela plantea el conflicto entre narcisismo y amor, entre narcisismo e identidad. O, tal como lo formula el psicoanálisis actual, el conflicto entre la parte narcisista de la personalidad y la parte objetal.

Este conflicto se expresa, en primer lugar, en el dilema que supone para David escoger entre Brigitte y Elisabeth. Con Brigitte forma una pareja perversa dedicada a seducir, a gozar, a burlarse y explotar sexualmente a los otros.

“Nos ayudábamos mutuamente […] a convertirnos en algo levemente corrupto, donde éramos esclavo y explotador, incendiario e incendio” (PD, p. 65).

Elisabeth, por su parte, representa la tentación de una pareja amorosa. El intento de organizar un menage à trois se puede entender como el intento de hacer compatibles las dos alternativas. Al final, hipnotizado por la capacidad de seducir, de dominar, de pervertir, de engañar, David se decide por Brigitte y Elisabeth intentará suicidarse.

El conflicto mencionado se expresa también en el dilema de seguir la vida de desenfreno con Brigitte o romper con ella y seguir sus estudios. Finalmente, David Kepesh opta por esto último y vuelve solo a América, donde, años después y ya profesor universitario, conoce y se enamora de la misteriosa Helen. Con un pasado romántico, Helen es descrita como una mujer narcisista: seductora, vanidosa y pasivamente explotadora. Con ella Kepesh comienza una relación que deviene un calvario. El drama de Helen es haber sido inconsecuente con su narcisismo, no llevándolo hasta el final, hasta el asesinato. Parece como si quisiera convertir a David en un esclavo, en alguien a quien atormentar porque no es el príncipe azul que buscó. David, fascinado por salvarla, por encarnar esa imagen ideal que ella buscó en él, por ser más que ese pasado ideal que ella añora, se ve atrapado en una relación destructiva.

La ruptura con Helen conduce a Kepesh a la consulta del Dr. Frederick Kingler. El retrato del Dr. Kingler resulta muy diferente del de Spielvogel, lo que señala la distancia de esta novela con la biografía de Roth. A pesar de ser descrito como “un especialista en sentido común”, un tipo “firme”, “campechano”, y “lleno de vida”, amable y capaz de ayudar, la descripción no está exenta de cierta ambivalencia. Hay algo de caricaturesco en el hacer de Kingler, que parece incapaz de mantener el setting, interrumpiendo las sesiones continuamente para coger el teléfono y conversar con otros colegas y pacientes delante de David Kepesh, en lo que pudiera ser una alusión a los problemas de confidencialidad que Roth tuvo con el Dr. Kleinschmidt.

“Deduzco –de las llamadas telefónicas que, para incomodo mío, contesta durante mi hora– que ya es una figura clave en los círculos psicoanalíticos, miembro de los organismos dirigentes de los centros de enseñanza, publicaciones e institutos de investigación, por no decir que es la última fuente de esperanza para buen número de almas averiadas. Al principio, me descoloca el verdadero deleite con el que el doctor parece devorar sus responsabilidades…” (PD, pp. 98-99).

Kingler, cuya descripción no escapa tampoco a la ironia del autor, representa la sensatez, la racionalidad, la sensibilidad y el sentido común.  Aunque no sin cierta ingenuidad.

Este doctor incansablemente inteligente y sensato, peleando y debatiendo y disertando sobre el tema que ha dado origen a tanta amargura conyugal… Solo cuando estoy tendido soy por lo general yo quien acaba poniéndome de parte de Helen, mientras él, sentado en su silla, se pone de mi parte (PD, p. 106).

En la parte final de la novela, después de separarse de Helen, Kepesh establece una nueva relación con Claire, que es descrita como “llena de vida, guapa y buena” –buena “de un modo natural e ingenuo” (PD, p. 210)–, inteligente, bien educada, estable y amorosa. Muy diferente de la Susan de Mi vida como hombre, Claire es también una mujer sensata e independiente. El contrapunto de una personalidad narcisista. El Dr. Kingler ayuda a Kepesh a dejar a la narcisista Helen e iniciar su relación con la amorosa Claire.

Progresivamente, a medida que trascurre El profesor del deseo, la voz de Kepesh se va haciendo más reflexiva, al tiempo que se carga de pesimismo ante la conciencia de que el conflicto con su propio narcisismo –con la parte narcisista de su personalidad– es irresoluble.

Habiendo encontrado a Claire, habiendo encontrado el amor, se da cuenta de que el amor no le basta. Su deseo se extingue, su amor decae.

Kepesh no puede renunciar a las relaciones narcisistas sin echarlas en falta; pero tampoco puede renunciar al amor. Sabe que dejarse dominar por el narcisismo es incompatible con una vida digna, con una vida en la que pueda desarrollar su identidad. Pero sabe que renunciar a las satisfacciones narcisistas a las que es adicto supone vivir en la insatisfacción, en la abstinencia, en una especie de síndrome de abstinencia. Para Kepesh –igual que para Portnoy– el tabú es “algo que le disminuye y le priva de vitalidad”; pero, al mismo tiempo, “violar el tabú resulta tan desvitalizador como respetarlo”. Cuanto más se deja dominar por sus pulsiones, “más enfrentado a sí mismo y a su pasado se vuelve”.  

El conflicto descrito por Roth ha sido reconocido y estudiado por el psicoanálisis actual, que ha descrito y teorizado la existencia de una parte narcisista de la personalidad. Es decir, de la parte de la personalidad que sólo busca placer, que niega la necesidad y la dependencia del otro tratando de ser autosuficiente, que busca la autoidealización, que cultiva y trata de mantener la ilusión de un self grandioso y la ilusión de omnipotencia, que niega los límites y rechaza las renuncias.

Como se sabe, esta parte narcisista de la personalidad surge como una organización defensiva –resultado de una escisión defensiva en el desarrollo del yo primitivo– “a fin de hacer frente a las amenazas de desintegración y desorganización, cuya traducción clínica constituye la angustia de aniquilación” (Manzano y Palacio Espasa). Esta primitiva organización defensiva coexiste, interaccionando, con una parte objetal de la personalidad, y será contrarrestada desde el principio por las propias funciones del yo que perciben la realidad interna y externa, por la tendencia a la organización y a la síntesis.

Por lo tanto, existe siempre, aunque en proporciones variables, un funcionamiento narcisista de la personalidad que coexiste con un funcionamiento objetal (neurótico). Y sólo cuando la dimensión narcisista se ha mantenido o se ha vuelto dominante en la personalidad, podemos hablar de un narcisismo patológico.

Todos tenemos que relacionarnos con esa parte de nosotros mismos. Forma parte de nosotros y tenemos que convivir con ella, contenerla; a veces, “pactar” y “negociar” con ella. La parte narcisista de la personalidad es la parte que impide amar, o que impide amar mejor; o, si se quiere, que impide amar con toda el alma.

En El profesor del deseo encontramos una excelente descripción de ese conflicto y del intento de la búsqueda de ese pacto que para Kepesh es tal vez imposible. A pesar de la ayuda del Dr. Kingler, a pesar de haber optado por Claire, el conflicto con el propio narcisismo sigue ahí. Y Kepesh se queja de ello, y del “timador terapéutico” (PD, p. 232) que no se lo ha resuelto. 

El animal moribundo

David Kepesh reaparece en El animal moribundo (The Dying animal), una novela corta publicada en 2001, veinticuatro años después de El profesor del deseo.

Han pasado los años y David Kepesh es ahora un profesor de más de sesenta años, que vive solo, está divorciado (¿de Claire?) y tiene un hijo ya adulto que le cuestiona. Mantiene su soltería como un tesoro. Utiliza su posición de profesor universitario y crítico literario en un programa de radio para conquistar alumnas jóvenes. Todos los años organiza a final de curso una fiesta con alumnos que suele acabar con una conquista. Al mismo tiempo tiene una amante estable pero sin compromiso. No sólo busca satisfacer sus necesidades sexuales; quiere, a través del sexo, negar y vengarse de la muerte: vencerla.

“La corrupción no es el sexo, sino lo demás. El sexo no es sólo fricción y diversión superficial. El sexo es también la venganza contra la muerte. No te olvides de la muerte. No la olvides jamás. Sí, también el poder del sexo es limitado. Sé muy bien lo limitado que es. Pero, dime, ¿qué poder es mayor que el suyo?” (El animal moribundo, adelante AM, p. 82).

Pero en una de estas relaciones se involucra más de lo que quería. Ella, Dolores, se enamora; él, que no quiere compromisos, se va implicando, se va vinculando. Y así surge el conflicto. Otra vez el conflicto entre amor y narcisismo: la tentación del amor y el miedo al amor; o si se quiere, el miedo a renunciar a las satisfacciones narcisistas. En una conversación, un amigo le advierte a David de los riesgos de vincularse amorosamente con Dolores, y le dice:

“La única obsesión que todo el mundo desea: ‘amor’. ¿La gente cree que al enamorarse se completa? ¿La unión platónica de las almas? Yo no lo creo así. Creo que estás completo antes de empezar. Y el amor te fractura. Estás completo, y luego estás partido. Ella era un cuerpo extraño introducido en tu totalidad. Y durante año y medio te esforzaste por asimilarlo. Pero nunca estarás completo hasta que lo expelas. O te libras de él o lo incorporas mediante la distorsión de ti mismo. Y eso es lo que hiciste y lo que te enloqueció” (AM, p. 113).

Como se ve, Roth retoma las viejas preguntas que nos hacemos desde Platón y los estoicos. ¿El amor nos completa o nos hace sentir incompletos? ¿Nos da la felicidad o la infelicidad? ¿Nos hace sentirnos más auténticos, o nos distorsiona y nos altera, nos hace alter, otros? ¿Nos cura de las heridas del pasado o nos enferma?

Una vez más, el conflicto fundamental que Roth vuelve a plantear en El animal moribundo es el conflicto entre narcisismo y amor, entre amor propio y amor al otro. Un conflicto que plantea magistralmente y que para Roth no tiene solución. Han pasado los años y David Kepesh, que creía que lo había aparcado o resuelto, se da cuenta de que el conflicto está ahí otra vez. Amar a Dolores es correr el riesgo de sufrir, de sufrir si ella le abandona porque se está haciendo viejo, de sufrir si a ella le pasa algo…

Nadie como Roth ha sabido describir mejor el conflicto irresoluble entre la parte narcisista y la parte objetal en el hombre actual. Un conflicto exacerbado por la cultura de hoy, que lo promueve en tanto que fomenta el narcisismo.   

A lo largo de una vida llena de fracasos y de éxitos –y tras sufrir las heridas de un matrimonio que un analista ayudó a aliviar, y de las heridas que ese mismo tratamiento abrió–, el escritor psicoanalizado psicoanalizará al hombre contemporáneo en su relación y conflicto con su parte narcisista de su personalidad. El conflicto ineludible –imborrable como la mancha humana sobre la que ha escrito el mismo Roth– entre narcisismo y amor; entre sexualidad narcisista (en que el otro es un objeto masturbatorio, como dirían Spielvogel y Kleinschmidt) y sexualidad amorosa (en el que hay relación personal); entre relaciones sexuales al servicio del amor propio y relaciones sexuales al servicio del amor; el conflicto entre narcisismo e identidad, entre dependencia madura y autosuficiencia, entre egoísmo e ideales familiares y sociales.

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Ramón Echevarría es doctor en medicina, psiquiatra y psicoanalista (SEP-IPA), profesor de la FPCEE de la Universitat Ramon Llull y del Institut Universitari de Salut Mental de la Fundació Vidal i Barraquer (URL) (ram.echevarria@gmail.com)

Este artículo se publicó originalmente en la revista Temas de Psicoanálisis, núm. 3, enero de 2012.

Referencias bibliográficas

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–––––––, “Tales From the Couch: Writers on Therapy”, Psychoanalytic  Psychology, núm. 18, 2001, pp. 743-755

Bleikasten, A., Philip Roth, Belin, París, 2005.

Gabbard, G., “Disguise or consent: Problems and recommendations concerning the publication and presentation of clinical material”, International Journal of Psycho-Analysis, núm. 81, 2000, pp. 1071-1086.

Kleinschmidt, H., “The angry act: The role of aggression in creativity”, American Imago, núm. 24, 1967,pp. 98-128.

Manzano, J., y F. Palacio Espasa, La dimensión narcisista de la personalidad, Herder, Barcelona, 2008.

Roth, P. (1962), Deudas y dolores, traducción de Jordi Fibla, Barcelona, Mondadori, 2007.

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––––––– (1974), Mi vida como hombre, traducción de Lucrecia Moreno de Sáenz y Mercedes Mostaza, Barcelona, Mondadori, 2007.

––––––– (1977), El profesor del deseo, traducción de Ramón Buenaventura, Barcelona, Mondadori, 2007.

––––––– (1985), Lecturas de mí mismo, traducción de Jordi Fibla, Barcelona, Mondadori, 2008.

––––––– (1986), La Contravida, traducción de Ramón Buenaventura, Barcelona, Seix Barral, 2006.

––––––– (1988), Los hechos. Autobiografía de un novelista, traducción de Ramón Buenaventura, Barcelona, Seix Barral, 2008.

––––––– (1989), Zuckerman encadenado, traducción de Ramón Buenaventura, Barcelona, Seix Barral, 2005.

––––––– (1993), Operación Shylock, traducción de Ramón Buenaventura, Barcelona, Monsadori, 2005.

––––––– (2001), El animal moribundo, traducción de Jordi Fibla, Madrid, Alfaguara, 2002.

Todd, O. (1996), Albert Camus. Una vida, Barcelona, Tusquets, 1997.

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1 comentario(s)

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  1. Liu

    Muy interesante y convincente. En cierto modo demuestra que a muchos lectores, hombres, Roth les gusta por coquetería, porque creen que habla de algo distinto en relación a la masculinidad de lo que en realidad habla. Además de esos escenarios tan reveladores en que saca a un psicoanalista más o menos paródico, Roth es intrigante cuando se niega a aceptar una lectura desde el psicoanálisis de alguno de sus argumentos, como en la Pastoral americana. Parece claro que hay algo soterradamente incestuoso en la relación de la hija con su exitoso padre, un deseo que no sabe cómo integrar; incapaz de aceptarlo, emprende esa fuga hacia adelante. Pero, por supuesto, expresarlo así resulta a la vez simplón y mecánico porque significaría cerrar desde un solo ángulo el conflicto que plantea la novela.

    Hace 5 años 10 meses

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