Hemos sufrido una baja en el viaje desquiciado por el litoral sur. S ha conseguido plaza de profesor de secundaria y tiene que irse a sentar cabeza y rellenar papeles. Menudo pringao, nos despedimos de él mientras espera el blablacar que lo va a llevar de vuelta a la civilización. Qué cabrón, plaza fija para toda la vida, comentamos M y yo viendo perderse el coche de aquel desconocido con S dentro. En un viaje desquiciado de tres amigos, la baja de uno de ellos, aunque sea por una buena noticia, es algo grave y doloroso. ¿Cuánto hace que se fue? Veinte minutos. Joder, sólo veinte, qué lento pasa el tiempo, me parece un siglo. A mí también. ¿Recuerdas cuando le preguntó a aquel camarero a qué hora cerraba el bar y el camarero le respondió que estaba cerrado desde hacía una hora y que qué coño hacía allí dentro? Claro que me acuerdo, fue ayer pero lo recuerdo como si acabase de pasar. Cómo se le echa de menos, ¿eh? ¿Y esa forma que tenía de meterse de puntillas en el agua de la playa para que la ola no le tocase la barriga? Sí, ese gesto es muy suyo. Lo es. Mira, allí fue donde casi se le cae el móvil por intentar sacarnos la foto meando en la calle para pasársela por mail a la policía. Es verdad. Y ahí fue donde paramos para que se comprase la camiseta que le estaba pequeña aunque él lo negara… Joder, todo me recuerda tanto a él. A mí también.

 “Pues a mí esto no me parece tan bonito”

Para evitar la melancolía tras la marcha de S, M y yo decidimos cambiar el escenario. En el coche y rumbo al este, hasta que al mirar por la ventanilla nada nos recordara a S. Hasta que parezca que estamos en Marte. Es decir, hasta que lleguemos a Almería. Mar de plástico primero, luego Almería capital, hasta llegar al Cabo de Gata, una especie de paraíso que la naturaleza decidió colocar a tomar por culo en el mapa para evitar que los viajeros desquiciados con ganas de escapar a Marte llegásemos con facilidad. El destino elegido, San José, un pueblecito bañado por las playas más transparentes y bonitas que yo he visto. Cuando llego a una playa, no hay una sola vez que no recuerde la anécdota/leyenda del niño que vio por primera vez el mar. Un niño que vivía en un lugar de interior y que soñaba con la playa y el mar. Le habían hablado mucho, él lo había visto en imágenes, pero nunca había estado. Por fin llegó el día. Al bajar del coche, el crío caminó por la arena para llegar hasta la orilla y mirar desde cerca aquella inmensidad que tanto había esperado. Se puso brazos en jarra con la vista perdida y, tras unos segundos, dijo: “Pues a mí esto no me parece tan bonito”. En ese momento los padres del crío supieron que tenían en casa un genio o un crítico de cine. Bien. Esto no le hubiera pasado en la Playa de los Genoveses ni en Monsul.

“Teneis que ir temprano porque cuando entran más de no sé cuántos coches cierran el acceso a las playas. Aquello está protegido, pero vale la pena madrugar, son las mejores playas del mundo y además allí se grabó la escena de los pájaros de Indiana Jones”, nos convencía un madrileño que había hecho de Marte su segundo hogar y su bandera. El madrileño tenía razón en casi todo. Las playas son la hostia pero, ¿dos andaluces madrugando en plenas vacaciones? Ni hablar. Aun llegando tarde, nos dejaron pasar. Creo que tuvimos suerte y que el funcionamiento era parecido al de las discotecas: por aforo y alguien controlando con un cacharrito de contar personas en la puerta. En el Cabo de Gata, la puerta de la discoteca se llama habitáculo hecho con cañas de madera en mitad de un camino, en mitad de la nada, en mitad de Marte. No puede haber un trabajo más tedioso y bonito que el de decidir cada día, desde aquel lugar con paisaje de fondo de escritorio, quién entra al paraíso y quién no. Como decía el madrileño, uno está en esas aguas azules y conoce el sentido real de transparencia: no, no es que los políticos hagan públicos sus bienes, es verte los pies cuando el agua te llega por el pecho.

Con la actitud del que lo perdió todo en el crack del 29 pero vive en un primero y no puede saltar

Cuando la naturaleza se suelta el pelo del modo en el que se lo suelta en el Cabo de Gata, es difícil mantenerle el ritmo de noche. Cuando oscurece, aquellas playas no son ya más bonitas ni transparentes que otras cualquiera. Ni aquellas montañas peladas, desérticas, son ya especiales en la oscuridad, sólo son ya montañas. Cuando oscurece, el pueblo de San José intenta, sin conseguirlo, seguirle el ritmo a lo que la naturaleza hace de día. Imposible. En una discoteca con gente de todas las edades, suena el reggaeton obligatorio en el litoral y una pantalla proyecta en bucle imágenes del género flipante. Deme por favor dos kilos y medio de imágenes flipantes, que voy a montar una discoteca a la altura de las playas del Cabo de Gata. Un tío se lanza con un monopatín desde un tercer piso y acaba saludando sin despeinarse, otro rueda cuesta abajo por una autopista de hielo y luego 12 personas se lanzan en paracaídas desde una avioneta dibujando figuras flipantes en el cielo. Mientras en la discoteca, jóvenes y mayores gritan “y el anillo pa cuándo”. Preso del espíritu flipante, un chaval francés –joven, alrededor de 18– decide sorprender a unas chicas comprando una botella gigante de Moet Chandon. Tras dejarse no sé cuánto dinero –no quise mirar el momento de pagar, cuando veo un accidente siempre giro la cabeza– el niño francés se acerca a las chicas con la botella entre sus brazos orgulloso, como si la hubiera cazado en altamar y todavía se moviese. Ellas, con un leve gesto, le niegan el trago. Con el mar cuerpo de haber presenciado una desgracia y aún debatiendo con M qué castigo recibiría el chaval por parte de sus padres cuando se enterasen de la hazaña de la botella de Moet –dos meses en un correccional lo veo proporcional, defendía yo; espero que sean ricos y no se enteren se compadecía M– salimos a fumar un cigarro a la puerta de la discoteca y allí estaba el chaval francés. Solo, sentado en un bordillo del puerto con la playa a su espalda, con la actitud del que lo perdió todo en el crack del 29 pero vive en un primero y no puede saltar. Dándole tragos a la peor inversión de su vida. En aquel momento la playa, aún siendo de noche, volvió a ser la hostia.

Qué tal por allí, preguntó por whatsapp el responsable y funcionario S, al que, por aquel entonces, ya no echábamos de menos aunque creo que él sí a nosotros –qué rápido se cura el vacío llenándolo–. Es la hostia, le dijimos. Sería un buen lema para el lugar. “Cabo de Gata: es la hostia. Ministerio de Turismo, Diputación de Almería”. Lo cedo.