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¿Harán nuestros gobiernos ‘magia’ con el clima?

Crece el optimismo tecnológico como solución al problema del cambio climático, a pesar de que voces científicas y técnicas cuestionan su viabilidad

Élvira Cámara Pérez / Samuel Martín-Sosa Rodríguez 19/09/2018

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La crisis climática se agrava. Las recientes noticias sobre el inesperado resquebrajamiento de la masa de hielo más antigua y sólida del Ártico, que apenas han tenido eco en nuestro país –como si la cosa no nos afectara– han hecho llevarse las manos a la cabeza una vez más a la clase científica, que ya había puesto el grito en el cielo con las inusuales elevadas temperaturas registradas el pasado invierno en la región. 

Las olas de calor han vuelto a sembrar la tragedia este verano en lugares como Japón, Canadá o Grecia, lugares del mundo donde las víctimas climáticas sí salen en las noticias. Tras dos o tres años de emisiones supuestamente estabilizadas, en que se escucharon cantos de sirenas que nos intentaban convencer de que “por fin” se podía crecer sin contaminar, la triste realidad nos ha abofeteado: las emisiones de carbono en 2017 aumentaron de nuevo. Y mientras Trump sigue con su cruzada antiecológica, Australia acaba de aupar en el gobierno a un primer ministro negacionista.

Con semejante panorama, la tentación de creer en una solución mágica y rápida que arregle las cosas es enorme hasta para las mentes más escépticas. Sin embargo, solucionar el aumento global de temperatura manipulando artificial y deliberadamente el sistema climático –lo que habitualmente se conoce como geoingeniería–; solo, y en el mejor de los casos, falseará las apariencias durante un tiempo, pero no atajará el problema, que seguirá creciendo.

A pesar de ello, estas propuestas tecnológicas se van a haciendo hueco en las agendas de los gobiernos, que van aceptando el desarrollo de pequeños experimentos. Esta semana se celebra una cumbre climática de alto nivel en San Francisco y en su programa se pueden encontrar algunos destacados promotores de la geoingeniería. Además, algunos de los actos paralelos del evento servirán para promocionar proyectos de geoingeniería como el Ice911 (desarrollado en Silicon Valley), que en 2018 ya ha comenzado a hacer pruebas con microburbujas para ralentizar el deshielo Ártico. En la página web del proyecto encontramos un elocuente titular: “Es la hora de reparar el Ártico”. Existen otros proyectos en otros lugares que también han convencido a gobiernos e integran también la avanzadilla experimental de la geoingeniería, como un proyecto de fertilización oceánica con hierro -para secuestrar CO2 atmosférico- que pretende abrirse paso en Perú, tras encontrar resistencia social en Chile. Algunos otros programados para este año incluyen el blanqueamiento de nubes en la bahía de Monterrey, o la inyección de aerosoles que bloqueen la luz solar sobre el desierto de Arizona.

No podemos ignorar que el principal efecto de la geoingeniería es mantener el actual modelo generador de emisiones, mientras unas cuantas empresas hacen un negocio que bien podría acabar beneficiando a las mismas corporaciones que son responsables de haber generado el cambio climático. La lógica que sostiene a estas propuestas tecnológicas es muy sencilla: si hay demasiado CO2 en la atmósfera, retirémoslo; si los rayos del sol calientan mucho la Tierra, impidamos su entrada. Es el modus operandi del  solucionismo tecnológico de final de tubería. Lamentablemente las explicaciones sencillas esconden a menudo realidades complejas.

 Alcance limitado, daños colaterales

Diversos estudios científicos han echado un jarro de agua fría a las expectativas reales de estas tecnologías, y han alertado sobre el riesgo de creer que podemos confiar el futuro climático a estas opciones, que presentan fuertes limitaciones. Además, los efectos indeseados de estos desarrollos son importantes, desiguales y caracterizados siempre por un elevadísimo grado de incertidumbre lo que significa que no se puede determinar con seguridad cómo van a funcionar y, además, que muchas cosas pueden salir mal. La geoingeniería no solo nos encadena ad infinitum al mantenimiento artificial de la temperatura –interrumpir la “solución” tecnológica elegida haría subir de forma súbita la temperatura–, sino que implica consecuencias a largo plazo a escala global. 

Por ejemplo, se teme que inyectar aerosoles en la atmósfera para bloquear la luz del sol imitando el efecto de los volcanes acarrearía una bajada de la productividad agrícola, además de toda una serie de inciertos efectos sobre los ecosistemas. Así mismo, la ciencia ha advertido de que la magnitud de la escala requerida en el despliegue de algunas de las opciones barajadas –como la siembra masiva de cultivos bioenergéticos que capturen CO2 en su crecimiento– acarrearía unas implicaciones ecológicas gravísimas en términos de uso de suelo, agua, y contaminación, incluyendo aumento en las emisiones de gases de efecto invernadero. 

Las tecnologías de manejo de la radiación solar podrían retornar la temperatura media global a los niveles preindustriales, pero sin embargo el ciclo hidrológico global podría verse alterado, especialmente en los trópicos y subtrópicos. La literatura científica muestra consenso respecto a una reducción promedio en la precipitación global de casi 4.5%, aunque las reducciones sobre regiones continentales monzónicas podrían ser mayores: Norteamérica (7%) y Suramérica (6%). Mientras, en otras zonas aumentarán las precipitaciones, y otros desarrollos podrían provocar efectos totalmente distintos.

Reducir localmente la temperatura de forma artificial no implica que no se sigan profundizando los desajustes del sistema climático que estamos provocando y que a la larga acabarán por anular los beneficios conseguidos. Además, los potenciales impactos sobre la biodiversidad –la necesidad de adaptarse a gran velocidad a los cambios climáticos o, en el peor de los casos, la extinción–, de estos peligrosos experimentos también han sido señalados por la ciencia. Lo cierto es que todas las técnicas propuestas tienen, de una u otra forma, potenciales efectos ambientales negativos.

De la misma manera, los efectos no deseados de la manipulación climática afectarán a la vida de las personas, La geoingeniería no tiene en cuenta la seguridad climática, ni se rige por principios de equidad. Una vez más las personas más desfavorecidas del planeta y las que menos han contribuido al problema serán las más perjudicadas. Se podrá discutir sobre su efectividad a la hora de limitar el aumento de temperatura, pero podemos intuir que no aporta ni un ápice de justicia climática: quien controle el termostato del planeta, controlará el mundo. 

Previsiblemente el desarrollo de estas tecnologías estará bajo mandos militares y al servicio del interés de grandes corporaciones. De forma que podemos olvidarnos de la transparencia y ejercicio democrático como ya evidencia la absoluta falta de debate social que ha habido en torno a los experimentos mencionados; lógicamente, los beneficios empresariales estarán por encima del bien común, por lo que no es esperable que las desigualdades que va a generar en un mundo ya de por sí muy desigual, vayan a ser tenidas en cuenta. 

Mientras los gobiernos van asumiendo que no podremos reducir las emisiones y comienzan a asfaltar el camino a estas opciones, la sociedad mira en general para otro lado. Debemos preguntarnos si hemos claudicado y asumido que no somos capaces de dejar de emponzoñar la atmósfera. La crisis socioambiental es tan grande que nos está paralizando. Pero aun si la realidad es dura, el optimismo tecnológico no nos salvará. Asumir el relato de un futuro distópico es el mayor ejercicio de sumisión y renuncia a la libertad que podemos hacer hoy. Además, dejar pasar el tiempo sin hacer nada, favorece a quienes defienden la geoingeniería como medida de emergencia.

Aceptar la geoingeniería como “solución” significa que nos declaramos incapaces de transformar el mundo real y que por tanto hemos decidido refugiarnos en nuestra burbuja -si la tenemos- para ver por la tele la solución tecnológica de turno que hayan elegido, cruzando los dedos para que funcione por arte de magia. ¿En serio no sabemos hacerlo mejor? Para recuperar la ilusión de transformar necesitamos la valentía de asumir honestamente que las soluciones mágicas no existen.

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Elvira Cámara Pérez es Licenciada en Derecho, activista y ecofeminista. Samuel Martín-Sosa es doctor en biología, experto en política ambiental europea y responsable de Internacional de Ecologistas en Acción. 

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