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BREXITEANDO (IV)

El castillo de los monstruos

Santiago Sánchez-Pagés 17/10/2018

<p>Theresa May y Cyril Ramaphosa.</p>

Theresa May y Cyril Ramaphosa.

GovernmentZA

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“Hola, me llamo Theresa May, soy la Primera Ministra Británica, y estoy bailando como si fuera un robot de 1984 ante cientos de miembros de mi partido. Os preguntaréis como he llegado hasta aquí.” Así comienza este nuevo episodio de Brexiteando, la serie en la que les vengo contando la dramedia del Brexit por capítulos. Pongámonos en situación. Birmingham. Congreso del partido conservador. Tres días de eventos con un asunto casi único, el Brexit, un tema del que los Tories no quieren ni pueden escapar. Tres días de conferencias en las que un desfile de políticos que en otro tiempo nos habrían parecido recién fugados del frenopático presentan sus credenciales para suceder a una primera ministra a la que todos quieren tumbar aunque ninguno se atreva. Una competición por dar el discurso más encendido, decir la mayor boutade sobre la UE o demostrar quién tiene el patriotismo más grande. La última adición a este elenco de relumbrón ha sido Jeremy Hunt, sucesor de Boris Johnson como Ministro de Exteriores y a quien a este paso va a terminar haciendo bueno: si el bufón rubio era aficionado a citar a escritores imperialistas cuando visitaba las excolonias inglesas y a comparar la UE con Hitler, Hunt ha avergonzado a su esposa china diciendo en público que era japonesa y a su gobierno comparando a los 27 con la URSS para seguro regocijo de Donald Tusk (que las tuvo de todos los colores con el comunismo polaco) y Angela Merkel (que se crio en Alemania del Este). En resumen, un congreso en el que no habrían desentonado charlas sobre la Tierra plana, los reptilianos o la orinoterapia. Una mezcla entre La parada de los monstruosEl castillo de la pureza,pero con acento pijo de Oxford. 

Este guirigay, esta sobredosis de viagra nacionalista, se debe al lamentable estado en el que la Primera Ministra salió de la reciente cumbre europea en Salzsburgo. Allí presentó su plan Chequers, llamado así por el nombre de la residencia oficial donde lo elaboró con sus ministros. May había pasado un verano muy movido físicamente, diplomáticamente, para convencer a Macron y a Alemania de que Chequers era el único plan capaz de reunir el suficiente apoyo dentro de su partido. ¡Hasta se marcó unos bailecitos en Sudáfrica para caer más simpática! Parecía que iba a funcionar. Incluso servidor dejó dicho en el anterior Brexiteando que la UE haría alguna concesión para evitar que May se estrellara y tener que verse las caras con Corbyn. Menos mal que no apuesto. La cumbre resultó un desastre completo. El paso de May en Salzsburgo no fue ningún vals sino más bien como aquel meme de los cubos de agua con hielo. Pero repetido. Discurso gélido tras discurso gélido de líderes europeos ridiculizando su plan. Dicen que la escena fue tan violenta que Merkel tapó los ojos a Pedro Sánchez.

Permítanme un momento de seriedad académica para explicar por qué la UE no tenía otra opción que negarse al plan de May. Chequers proponía que el Reino Unido conservara la libre circulación de bienes renunciando a las de servicios y personas. Así se evitaría el caos apocalíptico en Dover y en la frontera norirlandesa si de un día para otro se elevara una frontera clásica: aduanas colapsadas, colas interminables de camiones y el posible regreso de la violencia en Irlanda. Pero ese acuerdo tendría dos consecuencias para la UE que los economistas, en lenguaje técnico, calificamos como “muy chungas”:  aceptar que productos que no cumplen los estándares de la Unión puedan entrar en ella por la frontera irlandesa y arriesgarse a la competencia desleal de un Reino Unido que ya no necesitará adherirse a las normativas europeas en materia de servicios. 

El plan en el que May había depositado todo su capital político y que le había costado dos ministros estaba más muerto que la mamá de Bambi. A su regreso de Austria, la Primera Ministra dio un discurso rabioso contra la UE en el que pedía más respeto en las negociaciones. El equivalente a llamar a tu primo el de zumosol cuando no tienes primos. Ni siquiera lejanos. El discurso era en realidad una demostración de carácter para sacudirse de encima a los buitres de su partido que ya volaban a su alrededor. Todas sus declaraciones desde entonces hasta su bailecito en la convención conservadora deben leerse de la misma manera: un intento de demostrar que este muerto está muy vivo y que Chequers sigue adelante. Pero no hagan caso. Diez de cada diez forenses lo tienen claro. El entierro oficial del plan tendrá lugar en la cumbre de jefes de Estado de la Unión del día 18. No será bonito. 

Y después, ¿qué? ¿Saldrá el Reino Unido de la UE sin acuerdo alguno? Las dos partes llevan jugueteando con la retórica desde el verano. Lo normal en un chicken game. La UE dice no importarle que el divorcio se consuma sin acuerdo. Pero lo cierto es que lo último que desea Europa es tener como vecino a un paraíso de desregularización fiscal, financiera y laboral. Por su lado, el gobierno británico ha anunciado que acumulará víveres y medicinas porque una salida sin acuerdo produciría un desabastecimiento crítico. Incluso figuras prominentes del Brexit como Liam Fox o Michael Gove, que hace dos años aseguraban que el acuerdo con la UE sería “el tratado comercial más fácil de la historia” y que el Reino Unido “tendría todas las cartas ganadoras,” han avisado de la necesidad de esos preparativos. Pero no es más que una táctica clásica: hacer creíble lo imposible. Una salida sin acuerdo condenaría al país a una recesión y precipitaría un gobierno laborista. Lo primero, ya tal, pero evitar lo segundo es lo único que aún une al partido conservador. 

Es cierto que nada debe descartarse cuando gobierna un castillo de monstruos; cuando quien lleva las riendas de un país es un grupo de personas aisladas de la realidad y enfrascadas en su propio chicken gamepor el poder. Más aún si además son de clase acomodada y no sufrirán apenas en caso de que el país se hunda. Lo más probable es que el Parlamento, que es en quien en última instancia dependerá lo que suceda porque debe ratificar cualquier acuerdo de separación con Europa, aparezca al rescate. May tendrá entonces que negociar un acuerdo de ultimísima hora, lo que por supuesto significará decir que sí a todas las condiciones de Bruselas. 

Pero tampoco les voy a engañar. Ese es solo uno de los futuros posibles. May está tan enredada en líneas rojas propias y ajenas que es poco más que una marioneta. Aunque ahora se oponga con vehemencia a un acuerdo que mantenga a Irlanda del Norte bajo las leyes de la UE porque eso supondría recortar la soberanía del país, puede que termine aceptándolo. Tampoco está claro que ese plan pudiera prosperar, no solo por la oposición de los unionistas irlandeses que la sostienen, sino también porque aliaría en su contra a los halcones de su partido (que lo considerarían una concesión inadmisible) y a los laboristas (que ya han anunciado que votarán contra cualquier acuerdo que May presente). Puede que tras el fracaso se plantee una moción de confianza de inciertos resultados. O que May convoque un nuevo referéndum con la esperanza de salvar las elecciones, aunque me duele la cabeza solo de pensar cuál podría ser el formato la pregunta. O puede que se arriesgue a unos comicios. Dependerá de cómo marchen las encuestas. El plan de los laboristas de quedarse a vivir en el siglo XX parece estar funcionando de momento, lo que no resulta demasiado sorprendente viendo lo rápido que estamos regresando al XIX en términos de bienestar y derechos. 

En realidad, todo esto sucede porque ya no hay un Roy Jenkins en la política británica. Ni en ninguna otra, me atrevería a decir. Roy Jenkins fue Ministro del Interior a finales de los 60. Transformó el Reino Unido. Despenalizó el aborto y la homosexualidad, abolió la pena de muerte, la censura y los castigos corporales en las escuelas. Una gran parte de los ciudadanos y de los periódicos le odiaban. Roy Jenkins pertenecía a una generación de políticos ya extinta que creía que debía cambiar el mundo a mejor y ofrecer a los ciudadanos un sentido, un propósito. Incluso aunque estos no estuvieran de acuerdo. Hoy solo quedan políticos que operan bajo la nostalgia de mundos que ya no existen o bajo la dictadura de la demoscopia instantánea. Los primeros son ingenuos. Los segundos enmascaran sus ambiciones bajo el pretexto de dar a la gente lo que quiere. Por cierto, Roy Jenkins abandonó el partido laborista en 1973 porque este se oponía a la entrada del Reino Unido en la Comunidad Europea. Diez años más tarde, se convirtió en presidente de la Comisión Europea. El único británico que lo ha sido. Probablemente, el único que lo será. 

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Autor >

Santiago Sánchez-Pagés

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