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Damián Tabarovsky / Editor y escritor argentino

“El poder ya entiende la lengua como una mercancía”

Rubén A. Arribas 24/11/2018

<p>Damián Tabarovsky</p>

Damián Tabarovsky

Bárbara Scotto

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Damián Tabarovsky tiene algo de hombre orquesta. Si bien es difícil disociar su figura del polémico y ya icónico ensayo Literatura de izquierda, publicado en 2004, la trayectoria literaria de Tabarovsky (Buenos Aires, 1967) es amplia y polifacética. A España nos han llegado cuatro de sus novelas: La expectativa (2006), Autobiografía médica (2007), Una belleza vulgar (2011) y El amo bueno (2016). También tenemos noticias de sus artículos en el diario Perfil o de sus traducciones de Jean Echenoz, Jules Supervielle y Gustave Flaubert. Y, sobre todo, lo conocemos por Mardulce, una pequeña editorial independiente argentina que dirige desde 2011 y de cuyo catálogo emergieron escritoras como Selva Almada y Ariana Harwicz. A finales de octubre, Tabarovsky pasó por España para apoyar la presentación de Narraciones para cine. Guiones literarios, de Andrei Tarkovski, un libro destinado a convertirse en una de las grandes referencias del catálogo de Mardulce. También para hablar de su último libro, El fantasma de la vanguardia (Mardulce, 2018), que reúne siete artículos sobre asuntos como el fenómeno de la edición independiente en Argentina, la lengua como producto de los combates ideológicos o la puesta al día de la discusión estética recogida en Literatura de izquierda. De todo ello conversó con CTXT.

Empecemos por algo lateral. La música suele estar presente en sus libros; en el anterior, por ejemplo, hablaba de Charlie Parker o de PJ Harvey. Sin embargo, en El fantasma de la vanguardia no hay referencias musicales.

No lo había pensado. Sí, puede ser, pero no fue a propósito: siempre está dando vueltas por ahí la música, en segundo plano. ¿No hay una frase de Adorno sobre Beethoven?

No lo recuerdo.

Hay una frase de Adorno sobre el último Beethoven que tengo siempre presente y que uso en todos lados. Está en un texto de juventud de Adorno sobre el Beethoven que va a influenciar luego a las vanguardias –la Escuela de Viena, Schönberg, etcétera–, el Beethoven de las bagatelas para piano y de los conciertos de violín y orquesta, que es bastante diferente al resto de su obra. Adorno dice que Beethoven tiene “un conocimiento íntimo de los materiales expresivos”. Eso es algo que me interesa pensar, en mi caso, con la lengua; y es algo que le exijo a los escritores y a los artistas. Y esa es la idea que yo tengo, por ejemplo, cuando hablo en el último artículo del libro sobre Victor Klemperer: el conocimiento íntimo de la lengua no consiste en aplicar el diccionario, en ser lingüista en el sentido normativo, sino en entender cómo opera el poder en la lengua.  

en algún momento de las canciones de Camilo Sesto, hay alta filosofía y, en algún momento de la obra de Heidegger, hay alta banalidad

¿Por qué lo menor es tan importante para usted?

Tengo una profunda desconfianza frente a lo mayor, es decir, frente a la Cultura con mayúsculas, solemne. Frente al escritor biempensante. Entonces, la idea de lo menor es una forma de ingreso a entender un texto, a lo lateral. En una de mis primeras novelas, Bingo, digo algo que todavía pienso hoy, tantos años después: en algún momento de las canciones de Camilo Sesto, hay alta filosofía y, en algún momento de la obra de Heidegger, hay alta banalidad. Eso no significa que las dos cosas sean lo mismo. Es muy importante recalcar eso porque si no es una especie de populismo: “Heidegger y Camilo Sesto, en el fondo, son iguales...”. ¡Por supuesto que no! Pero lo que sí hay es la mirada intelectual de un escritor que puede llegar a encontrar ese momento de alta filosofía en lo trivial y ese momento de alta banalidad en lo supuestamente alto. Esa es, finalmente, la herencia de las vanguardias: desafiar la diferencia entre lo alto y lo bajo. En el medio de todo eso, entre encontrar lo kitsch en la ópera y la dimensión filosófica en la obra de los Ramones, apareció un tercer tema, que me interesa mucho: lo mediático. Lo mediático atenta directamente contra lo popular. La cultura mediática arrasa con lo popular y con la alta cultura, y lo convierte todo en otra cosa. Entonces, si yo tuviera que escribir ahora aquel párrafo de Bingo, añadiría una tercera pata: intentar ver cómo el sistema mediático obtura el pensamiento crítico, y cómo el devenir del arte y de cierta fascinación por lo mediático, como fue el pop en los 60, es la moneda de cambio de la época cincuenta años después.

Cuando leo novelas, encuentro escritores que escriben bien, pero que no tienen una estrategia frente a la lengua, frente a la sintaxis... Y no me interesan en absoluto

En el libro también le da mucha importancia a lo programático. De hecho, dice: “Literatura y programa son, para mí, sinónimos”.

Tiendo a pensar por un sistema de oposiciones. Programático sería la discusión con la figura del escritor ingenuo, ese que va escribiendo lo que va surgiendo, al correr de la pluma, y que cuenta una buena historia; una historia que puede ser atractiva, pero que, en su escritura, no tiene detrás ninguna idea sobre la literatura y sobre la cultura. Por supuesto que la escritura es un lugar de descubrimiento, y no la aplicación de un programa (al menos hoy; el momento cumbre de esa tradición son las vanguardias, cuando el surrealismo aplicó un programa: la escritura automática). Lo que sí pienso es al escritor como un estratega frente al texto. Cuando leo novelas –hace ya quince años que trabajo como editor–, encuentro escritores que escriben bien, pero que no tienen una estrategia frente a la lengua, frente a la sintaxis... Y no me interesan en absoluto. Son productos bien construidos –como un café o unas zapatillas bien hechas–, pero nada más que eso. La dimensión programática de la obra me interesa porque me permite salir de la lógica mediática –todo está bien, todo da lo mismo– y discutir sobre estéticas. Hoy la lógica de Facebook –me gusta/no me gusta– parece ser el horizonte final de la evaluación. A mí me interesa discutir sobre estéticas.

¿Echa en falta esa discusión, no?

Hoy esa discusiones parecen antiguas... Ya nadie discute por estéticas; se discute por otras cuestiones. Cuando digo estéticas, me refiero a la dimensión política de la frase. La pregunta –que viene de Flaubert– por cómo se forma una frase: qué palabras se usan y cuáles se descartan, y cómo una palabra sigue a otra, y cómo esas palabras forman una frase y esa frase hace sentido con otra frase, cuya preocupación vuelve a ser qué palabras se usan y cuáles se descartan, y cómo se concatena una palabra con otra... No es lo mismo decir vidrio que cristal; ninguna palabra es mejor o peor que otra, pero el texto puede bifurcarse a caminos completamente distintos y dar novelas diferentes. Esa es una decisión de alta política para mí. Y la dimensión programática marca eso: qué estrategia quiero tener frente al texto.

¿Por qué siempre pone el ejemplo de vidrio y cristal?

Porque es muy sencillo y porque es un ejemplo real. Fogwill, que era muy amigo mío y vivía cerca de mi casa, un día vino muy ofuscado con Planeta, donde iba a publicar Una pálida historia de amor. Había recibido las correcciones y me dijo: “Mirá estos pelotudos: donde yo pongo vidrio, ellos me ponen cristal”. Estaba enojadísimo; pero no por obsesivo o narcisista, sino porque le habían cambiado por completo el sentido de una frase, y por tanto el de la novela. Se la habían arruinado. En la corrección, el personaje tomaba whisky en un vaso de cristal porque se suponía que cristal era más elegante que vidrio... Y Fogwill había puesto un vaso de vidrio porque quería decir todo lo contrario: que tomaba en un vaso poco elegante. Esto fue a principios de los 90, y yo venía ya pensando en la dimensión política de la frase. Fue completamente iluminador.

También habla en el libro de su ingreso en el mundo editorial. ¿Cuándo sucedió y por qué dio el paso?

Fue en 2003. A fines de los 90 ya me habían ofrecido entrar a Sudamericana para dirigir una colección, justo cuando fue comprada por Random House, y dije que no; todavía sentía que un escritor estaba en el otro bando y que un editor era una persona que poco menos que te estafaba. En 2003, con una hija recién nacida, me quedé sin trabajo, como le ocurrió en la Argentina a tanta gente... Entonces, el editor de Interzona se había ido y estaba vacante el puesto. Fogwill estaba publicando ahí y era bastante amigo de los dueños. “Yo te puedo recomendar. De paso, si te contratan, vas a poder pagarme un mejor anticipo”, me dijo. Yo le contesté que no, y él me respondió: “Vos ya sos editor sin saberlo: sos el único escritor que conozco que estás permanentemente hablando de las ediciones”. Y era verdad: yo siempre incorporaba la dimensión editorial a nuestras charlas sobre literatura. Tuve una entrevista y comencé. Y ahí entré en el mundo de las editoriales independientes.

En la tradición literaria argentina hubo otras generaciones que intentaron hacer una renovación, y que se lo propusieron programáticamente; eso yo no lo encuentro hoy

¿En Interzona estuvo de 2003 a 2011?

No, hasta 2009, cuando fue vendida. Ahí me fui a trabajar como editor periodístico al diario Perfil para dirigir el suplemento cultural. Después, en 2011, me convocaron para dirigir Mardulce. En febrero del próximo año vamos a cumplir ocho años.

En Interzona sacó El discurso vacío, de Mario Levrero, allá por 2006, ¿no?

Sí, Mario Levrero estaba completamente olvidado en la Argentina. Interzona publicó El discurso vacío y generó lo que es hoy Levrero, es decir, que Random House se lo robara. Sacar El discurso vacío fue extraordinario, en el sentido de que fue un gran trabajo.

¿Hernán Ronsino es también de esa época?

Sí, le publiqué en Interzona el primer libro, La descomposición, y el segundo, Glaxo, no pude porque cerró la editorial: se puso en venta y cerró dos años. Glaxo quedó con el contrato firmado, pero sin poder publicarse.

Volvamos a El fantasma de la vanguardia. Usted duda de que “hoy se pueda hablar de nueva literatura argentina”. Es más: sostiene que esas tres palabras están agotadas.

A esta altura lo que está más agotado es la Argentina, ¿no? 

Me refiero a que suena paradójico por cuanto es una literatura pujante, al menos así la vemos desde España.

Sí, pujante, sí; lo que no sé es si hay un valor de novedad. No sé si lo hay en algún lado y no sé si es posible la idea de novedad. En la tradición literaria argentina hubo otras generaciones que intentaron hacer una renovación, y que se lo propusieron programáticamente; eso yo no lo encuentro. Lo que encuentro es un archipiélago de autores –algunos muy interesantes, otros menos interesantes y otros nada interesantes–, pero ninguno está pensando hoy en esos términos. Lo que hay también es una cuestión generacional: la vieja indistinción que hace el mercado entre lo nuevo y lo joven (y ninguno es ya tan joven, porque muchos están bordeando los cuarenta...). En ese sentido, no encuentro un valor de novedad como cuando la generación de Fogwill, Héctor Libertella y César Aira, en la década de los 80, quería discutir el canon argentino y la tradición latinoamericana; esa división tan programática no está presente en los autores jóvenes. Perdón, solo lo veo notoriamente presente en un caso: Pablo Katchadjian; no tanto en sus momentos experimentales como en una novela como Qué hacer.

La tradición argentina se funda sobre esa idea de excentricidad, que vuelve a aparecer con Manuel Puig en los 60 y luego con la generación de Aira, Fogwill y Libertella

Experimentan menos...

Quizá sea un momento de menos experimentación que otros. La literatura argentina, en la tradición tal y como yo la armo en el libro, es una literatura excéntrica, lateral; en el mapa está en el costado. Sarmiento, el escritor más importante del siglo XIX, fue presidente y militar; y, su libro más famoso, Facundo, no sabemos a qué género pertenece. Y Borges, el escritor más importante del siglo XX, nunca escribió una novela y tampoco cuentos en el sentido canónico. La tradición argentina se funda sobre esa idea de excentricidad, que vuelve a aparecer con Manuel Puig en los 60 y luego con la generación de Aira, Fogwill y Libertella. Cada uno a su manera y  muy heterogéneos entre sí, pero todos retoman este camino de la extrema lateralidad de la literatura argentina. Eso no está presente hoy; hay una mayor convencionalidad.

Según usted, los escritores no logran tener una referencia fija para dialogar sobre su obra debido a la elevada rotación en el puesto de editor. ¿El agente literario es el nuevo editor?

Esa es una frase profundamente cínica y, a la vez, profundamente cierta que tomo de un agente argentino, Guillermo Schavelzon. Schavelzon –director de Planeta que fue despedido por el Premio Planeta que ganó Piglia, quien fue condenado por la justicia argentina y tuvo a Schavelzon luego como agente– hablaba de las editoriales grandes, que es de donde él viene y de donde él cobra... Y aquí vale la pena hacer una nota al pie y decir que lo más interesante de la literatura argentina –y también de la española cada vez más– aparece en las pequeñas editoriales. La frase de Schavelzon se puede leer también como una objeción: en las grandes editoriales, donde los editores rotan porque son despedidos o cambian de departamento cada dos años, entre que un autor escribe una novela y saca la siguiente, ya cambió de editor... Así, el agente ocupa el lugar del confesor privado, del amigo, etcétera, y, finalmente, el de editor. El caso más abyecto es el de la literatura estadounidense en los últimos 20 o 30 años.

“El horizonte de la literatura de izquierda es ella misma, ya no el mercado, el producto, el público, la circulación, la publicación. Estas instituciones –las instituciones realmente existentes– son, [en] el peor de los casos, un mal necesario, y en el mejor, sinónimos de mi total indiferencia”, dice en el libro. Puedo llegar a entender la proclama desde su posición como escritor, pero ¿como editor?

Publicamos a Selva Almada y a Ariana Harwicz mucho antes de que explotara el fenómeno de la literatura escrita por mujeres. Cuando arrancó este fenómeno editorial,  Mardulce pasó a ser una editorial muy señalada porque tenía muchas autoras...

No lo pienso tan diferente. Es bastante habitual recibir manuscritos de escritores que le dicen al editor: “Vale la pena publicar mi libro porque va a tener mucho éxito”. Eso hace ya que tenga pocas ganas de leer el texto. El azar que hizo que Mardulce tuviera éxito fue la intransigencia en la elección de los textos. Publicamos a Selva Almada y a Ariana Harwicz mucho antes de que explotara el fenómeno de la literatura escrita por mujeres. Cuando arrancó este fenómeno editorial,  Mardulce pasó a ser una editorial muy señalada porque tenía muchas autoras... Pero aquello no fue a propósito; fue porque estas autoras tenían unas novelas excelentes. En el 2018 publiqué solo narrativa hecha por varones; pero no para oponerme al mercado, sino porque este año no encontré ninguna novela escrita por una mujer que me gustara. Y se dio así: en contra de la moda, del mercado. Como editor, sé que estoy en el mercado; pero no en la elección de los textos, sino en el envoltorio. Después de que elijo el texto y lo edito, intento que tenga la mejor tapa posible, que se hagan las mejores notas en los mejores medios posibles, que el libro esté accesible para los lectores, que la imagen de marca de Mardulce tenga la mayor instalación posible... La idea es no transigir en la elección del texto y, a la vez, ser muy  convencionales en todo lo demás. 

“Groucho [Marx], hecho un desastre, fumando un puro, mal peinado, inclinado con una bandeja en la mano que apenas puede sostener, completamente fuera de lugar. Hay allí escondida una buena metáfora de la literatura, tal como a mí me interesa”. ¿Cómo terminan en el mismo camarote un perfeccionista del estilo como Flaubert y alguien como Groucho Marx?

Hay varias lecturas sobre Flaubert. La oficial es la de Vargas Llosa en La orgía perpetua: el escritor que trabaja como una hormiguita, todos los días. Luego, hay otra lectura más interesante, que es la de la frase, de Roland Barthes: en el momento en que Flaubert se da cuenta de que la literatura es un asunto de frases, la frase se le va de las manos y se le vuelve loca; su literatura enloquece; el lenguaje enloquece. Es el Flaubert de la desmesura. Eso se ve en su correspondencia o en su último libro, Bouvard y Pécuchet. Quiere poner normas y reglas, y ya no llega, o llega tarde. Flaubert abre las puertas del lenguaje a Mallarmé y luego a una vanguardia teórica (a toda la tradición textualista y posestructuralista, que es la que a mí me interesa). Bouvard y Pécuchet son dos personas que están intentando aplicar los saberes de la ciencia, y todo les sale mal. Es lo que Flaubert llama la bêtise, la estupidez radical. Eso ya estaba en Madame Bovary en el boticario Homais, que es el idiota de la familia, el tonto, el Groucho Marx... Flaubert abre las puertas hacia eso, y la literatura se sale de cauce. No a Maupassant, que sería la herencia tradicional hacia el realismo y que termina en Zola. Hay otra línea que va hacia la vanguardia, y de ese Flaubert es del que yo parto.

¿Por qué sostiene que se ha producido un cambio de paradigma: de la industria cultural hemos pasado a la industria de la lengua?

Hoy lo que hacemos es comprar y vender lengua. En algunas casos, de modo triste, como cuando Telefónica hizo tasar el valor de la lengua española en Wall Street después de una investigación muy ardua para hacer un pasaje de lo que sería el capital simbólico al capital económico. Ese sería el ejemplo máximo. Pero estamos todo el tiempo dándole valor a la lengua cuando mandamos un mensaje de texto, cuando leemos Facebook o Twitter... La lengua ha pasado a ser una moneda de cambio. Y si uno entiende que no hay nada afuera de la lengua y que la lengua son modos cognitivos de comprender lo real,  si la lengua es una mercancía más en el mercado, significa que estamos todo el tiempo comprando y vendiendo lengua; lo que significa que estamos comprando y vendiendo imaginarios sociales... Imaginarios que se nos imponen incluso desde el poder. El poder ya entiende la lengua como una mercancía.

Para saber si una editorial es buena o mala, me gustaría saber qué rechaza, porque ahí ves cuál es su perspectiva ideológica

¿Cómo afecta esto a la literatura?

En cómo el mercado influencia las escrituras: qué se escribe, qué no se escribe, de qué temas... Me gustaría hacer una investigación que yo sé que es imposible: acceder a todo lo que no se publica. Para saber si una editorial es buena o mala, me gustaría saber qué rechaza, porque ahí ves cuál es su perspectiva ideológica. Pero no en el sentido del mercado... Siempre está que André Gide rechazó a Proust: ¡qué mal gusto tenía Gide, qué mal editor era Gide! Siempre estará el mito del editor que rechaza a un autor que se hace famoso en otra editorial. No me refiero a ese rechazo, sino a qué perspectivas ideológicas hay en la lengua: por qué se publica un libro y por qué no. Si uno pudiera acceder a esa clase de investigaciones, podría detectar más fácilmente cómo opera el poder en la lengua. No soy sociólogo, pero el mercado está claramente presente en la industria de la lengua, en la literatura y en la conversación.

Según explica en Literatura de izquierda, la izquierda estética coincide pocas veces con la izquierda ideológica desde hace varias décadas. Es más: esta última suele escribir novelas conservadoras. ¿Es un efecto secundario de eso que llama “populismo de mercado”?

No, es un efecto central. Cuando yo escribí Literatura de izquierda veníamos de diez años de neoliberalismo en la Argentina, de Menem; por tanto, uno suponía que el populismo era lo opuesto al neoliberalismo. Entonces acuñé esta idea del populismo de mercado porque el mercado –las ventas, los premios, etcétera– pasaba a ser el criterio de éxito último. El mercado imponía qué era lo bueno y qué era lo malo. Después llegaron los llamados populismos de izquierdas, y me retiré de ese debate porque se hizo tan complicada y tan confusa la expresión populismo en la Argentina y en América Latina que dejé de usarla (si la digo en una frase, debería utilizar una nota a pie de página del tamaño de un libro entero...). Lo que sigo pensando es que esos escritores progresistas, cuando hablan de política o de economía, tienen un discurso; sin embargo, en sus novelas, el mercado continúa funcionando como última vara de legitimidad. Si ellos lo hacen está bien; mientras que si eso mismo lo hace Vodafone está mal: es la alienación, el mercado, el capitalismo... El capitalismo parece detenerse a las puertas de la literatura. Y yo digo: “No, no: el capitalismo ingresa en la literatura también, especialmente en la de ustedes”. Si hay que resumir la polémica de Literatura de izquierda a un tema, es a este. En el momento en que puse en el primer plano la irrupción de este capitalismo populista en el corazón del pensamiento progresista, armé un escándalo del que todavía no salí... Todavía no terminó.

¿Por qué un libro menor, polémico, inclasificable y programático –así define usted la esencia de la literatura argentina– debería suponer un avance a la hora de poner en crisis “la lengua del capitalismo”?

Objeto la palabra avance porque suponemos que hay un progreso en la historia, y no estoy tan seguro de que ningún libro sea un avance.

Yo estaba describiendo un fenómeno de la literatura contemporánea, por lo menos en castellano. Esta figura del escritor progresista que escribe novelas conservadoras

¿Una estrategia eficaz?

Sí, mejor. Ahí aparecen lo imprevisto y el azar. Yo venía publicando en Random House, y le propuse publicar Literatura de izquierda a una editorial pequeña, Beatriz Viterbo, en su colección más pequeña, “El escribiente”, que sacaba uno o dos libros por año de ensayo literario escrito por escritores. En mi cabeza yo hablaba en ese libro bastante de Fogwill, que vivía a cien metros de mi casa para un lado, y de Héctor Libertella, que vivía a doscientos metros para el otro, y mi intención era intervenir en el debate literario de esos trescientos metros. Cuando el libro se publicó por primera vez fuera de Argentina, en México, lo primero que hice es preguntarle a mi editor mexicano qué entendió del libro, porque hablaba de muchos autores argentinos que ni siquiera eran conocidos en la Argentina. Él me dijo: “Cuando vos mencionás a tal autor que ocupa tal lugar en el mercado, yo no sé quién es ese autor, pero hay uno en México que cumple exactamente las mismas condiciones, que ocupa el mismo lugar y que escribe las mismas novelas”. Después me lo dijeron también mi editor chileno, mi editor brasileño, mi editor peruano, mi editor francés... Eso quiere decir que el libro puso el dedo en la llaga sin darme cuenta. Yo estaba describiendo un fenómeno que no era solo el de la literatura argentina; era un fenómeno de la literatura contemporánea, por lo menos en castellano. Era el de esta figura del escritor progresista que escribe novelas conservadoras. El libro tocó una serie de discusiones –globales y contemporáneas– sobre la relación entre izquierda y mercado. La discusión izquierda y mercado, izquierda y capitalismo sigue siendo crucial. Es la discusión que está en Literatura de izquierda y es la discusión que viene de 1917 en adelante, y no ha terminado. Mis libros siguen siendo diferentes variaciones de cómo pensar la izquierda hoy. En mi caso, una tradición libertaria, anarquista, contracultural; pero claramente de izquierda, que por lo tanto tiene como enemigo –o ellos me ponen a mí como enemigo– a la izquierda tradicional y conservadora, que son estos escritores populistas.

La literatura española importa poco por culpa de Borges, que funda una tradición antiespañola, algo entendible en ese momento

Por último, otro tema del que habla en El fantasma de la vanguardia: la relación entre Argentina y España.  ¿A qué se debe el desinterés argentino por la literatura española contemporánea?

La literatura española importa poco por culpa de Borges, que funda una tradición antiespañola, algo entendible en ese momento. ¿Por qué? Porque, salvo en casos menores, España no dio vanguardia; uno puede encontrar momentos, pero no grandes líneas de vanguardia. Y a la inversa: España dio inmensas tradiciones realistas, algunas de ellas extraordinarias (y otras no). Eso, en la década del 20, para el joven Borges, que perteneció a una de las pocas vanguardias que surgen en España, el ultraísmo, era inaceptable. Y como la tradición argentina fue convirtiéndose en excéntrica y lateral, y España no ocupó ese lugar, la literatura española fue muchas veces leída como excesivamente naturalista, regionalista, costumbrista, provinciana, poco cosmopolita... Yo discrepo con esto: hay una literatura española de los últimos 15 o 20 años que me resulta muy interesante y de la que he sido un divulgador en la Argentina: Mercedes Cebrián, Julián Rodríguez, Elvira Navarro... Pero existe un prejuicio muy fuerte; hay como una soberbia y megalomanía argentina muy poderosa, una especie de sentimiento de superioridad de la literatura argentina. Fogwill, cuando yo le hablaba de estos escritores, me decía: “¿Qué puede escribir un escritor español?”. También recuerdo que una vez vino Vila-Matas y salió una nota que decía “Vila-Matas no es Aira”, en el sentido de que Aira era un verdadero vanguardista y Vila-Matas, un bluf. En cualquier caso, si bien esta es una tradición que funda Borges, hay que recordar también que la Argentina ha sido el patio trasero del capitalismo español: Telefónica, Planeta... Eso genera también un cierto encono, bastante razonable.

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3 comentario(s)

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  1. jose

    Por cierto, me asombra la cultura de los argentinos. Curiosamente los anglosajones les mira por encima del hombro. Cosas del anglosajoncentrismo: las más bellas, los mejores políticos, escritores, músicos, atletas, películas. Todo ellos. Lo demás no existe, y encima con su complacencia (la de los demás). Hasta leí un artículo en el cual la victoria de Bobby Fischer ¡una! establecía la superioridad del ajedrez de los americanos sobre los rusos.

    Hace 5 años 3 meses

  2. jose

    Más que mercancía parece moneda de vasallaje al imperio angloparlante. No es verdad que quieran que conozcamos dos idiomas, el español y obligadamente el inglés. Lo que están haciendo es destrozar el español trufándolo de ingles. Ya ciudadanos dijo que quería convertir el inglés en lengua vehicular de España. Dentro de unos años hablaremos un horrible spanglish y un perfecto inglés, porque esto parece exigible e incluso deseado por la mayoría "teñida de rubio". Tal esfuerzo no parece necesario para los corresponsales extranjeros que residen en España y que hablan un español desastroso por desganado. Si hubiera un Gibraltar en mano de los españoles, seguro que los ingleses prohibirían nuestro idioma. Incluso ha habido ingleses que en la propia España se han indignado porque yo fingí no hablar inglés.

    Hace 5 años 3 meses

  3. Godfor Saken

    "Convertir el lenguaje, que era un don divino para los antiguos, en mercancía es algo que parecía imposible pero que por fin se ha realizado. Hemos logrado degradar la palabra hasta convertirla en otro artículo de consumo. ¡Maravillosa operación! Hasta la llegada del teléfono cualquier ser humano podía hablar con su vecino sin tener que pagar dinero alguno. El invento de Graham Bell hizo posible que pudiéramos comunicarnos a distancia. Para anunciar la caída de Troya los griegos, según Esquilo, encendieron hogueras sucesivas a través de valles y montañas. Hoy hubiera bastado una simple llamada de Agamenón a Micenas para comunicar la victoria, pero olvido que la llamada sería inútil: la CNN estaría transmitiendo en directo los últimos instantes de Ilión mientras Clitemnestra se divierte con Egisto. Cuando sólo existían los teléfonos fijos el homo loquax se limitaba a pagar, si podía, la factura correspondiente pero ninguna compañía le invitaba a hablar. El teléfono (mejor dicho, el acto de hablar por medio de este aparato) quedaba fuera del alcance de los intereses del mercado. Con la llegada de los teléfonos móviles y la liberalización de las comunicaciones esta situación cambió. De la noche a la mañana descubrimos lo importante que es hablar, descubrimos la imperiosa necesidad de hablar. Pero hablar tiene un precio, y ya verás qué ofertas tan excelentes hay en el mercado. Un slogan dice: «habla pensando lo que dices, no lo que gastas.» Dios los bendiga. Han conseguido rebajar a mercancía el divino don del lenguaje, han convertido en basura la palabra. Creo que esta degradación del lenguaje es una señal inequívoca de la brutalidad de nuestra época. Ahora que vamos con los móviles descubrimos sin pudor nuestra inteligencia ante desconocidos, por ejemplo mientras viajamos en autobús o en tren. El parlante se abstrae del lugar (qué poder de sugestión tiene el lenguaje) empleando un tono de voz perfectamente audible para el resto de la concurrencia. Viajo en un tren: después de oír sonar decenas de veces el timbre de los móviles, en su infinita variedad de ruidos y efectos sonoros, y de escuchar la mitad de cada conversación (el otro interlocutor es abstracto) tengo la impresión de que es la misma persona la que repite las mismas frases banales. Es natural, queremos charlar con nuestros seres queridos, contarles nuestros problemas, decirles que nos pica una ceja. Teniendo el medio a mano, ¿quién resistirá la tentación? Los neófitos de la secta pitagórica guardaban un silencio de cinco años antes de ingresar formalmente en la orden. En la estricta regla de los cartujos los monjes hacen voto de silencio. Ulises baja al Hades y se encuentra con la sombra de Áyax al que arrebató con malas artes las armas de Aquiles. Ulises se dirige al mejor guerrero griego después de Aquiles, que por despecho contra el astuto Ulises se había suicidado. Pero Áyax no le dirige ni una palabra: «Ven hasta aquí, ¡oh príncipe! y oye atento las cosas que aún habré de decirte; reprime tu furia y tu orgullo. Así hablé, pero sin darme respuesta se fue con las almas de los otros mortales sin vida, al fondo del Érebo.» Este silencio sublime es mucho más elocuente que cualquier reproche. En la Divina Comedia los grandes espíritus de la Antigüedad, que están en la antesala del Infierno, en el noble castillo, no dicen ni una palabra. Quizá Dante tuviera en mente este pasaje de la Odisea. Que dos amigos charlen agradablemente me parece muy bien, pero que puedan pasarse horas sin decirse una palabra es para mí una prueba irrefutable de que su amistad es auténtica. Uno de los poemas más hermosos de la enorme literatura rusa lo escribió Fiodor I. Tiútchev y se titula Silentium. Y con esto me callo". -Francisco Alba, "Contra el ruido".

    Hace 5 años 3 meses

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