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Visitando el HangarBicocca

En su serie sobre museos, Roberto Valencia nos lleva al HangarBicocca de Milán para reflexionar, entre otras cosas, sobre la obra de Anselm Kiefer y las ruinas

Roberto Valencia 5/01/2019

<p>Los siete palacios celestiales. Anselm Kiefer. 2004-2015</p>

Los siete palacios celestiales. Anselm Kiefer. 2004-2015

PIRELLI HANGAR BICOCCA

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I

La obra de Anselm Kiefer ofrece los trazos de lo que podríamos denominar una grandiosa destrucción. Los lienzos del artista alemán soportan impensables cantidades de materia: las capas de brochazos abigarrados y de gruesos emplastes de pintura se disputan el espacio con láminas oxidadas, tablones de madera, ropas polvorientas, grumos de cemento, paja aplastada o incluso enormes girasoles muertos. Esta preferencia por lo inestable no sólo se manifiesta en los asuntos de los que Kiefer se ha ocupado a lo largo de su carrera sino que constituye uno de los fundamentos de su concepción del mundo. En este sentido, su trabajo acoge el viejo aviso de Heráclito, tantas veces confirmado, de que la transformación de las cosas está sujeta a un imparable ritmo natural, donde una devastación siempre da paso a la emergencia de otros paisajes, de otros materiales o de otros seres que, a su vez, también se reconfigurarán a través de nuevas aniquilaciones. Está claro que estos ciclos –mucho más amorfos en la realidad de lo que la palabra ciclo denota– conforman como el mecanismo de una totalidad de la que participan las cosas, las pequeñas y las grandes, y a cuyo imperio se hallan todas sometidas. Esto se observa en la apariencia de precariedad, en la previsible degradación que habrán de sufrir los lienzos e instalaciones del artista alemán en el futuro, así como en su tono sombrío. La suya no es, pues, una mística dulce o luminosa, con los flujos de energía distribuyéndose según pautas armónicas, sino una imparable ola de destrucción y renacimiento que no ahorra en ruinas y donde al ser humano se le aboca a buscar su lugar en el entreacto de esos terribles movimientos.

Si pensamos en la inmensidad del cosmos, tiene pinta de que muchos fenómenos presenten este cariz allá arriba: las explosiones de estrellas, los voraces e incomprensibles agujeros negros que devoran constelaciones enteras, los colapsos del tiempo y del espacio, las poderosas oleadas de vientos estelares, en fin, esas violentas recomposiciones a escala macroscópica que ocurren en un silencio ajeno a la conciencia humana. Y si dirigimos la vista hacia lo microscópico, probablemente encontraremos similar dinámica en ciertos sectores de lo pequeño, con moléculas depredadoras fagocitándolo todo a su paso, con células descomponiéndose según las variaciones de temperatura y con partículas elementales haciendo esos trucos de magia cuántica de ser y no ser al mismo tiempo. Sin embargo, lo que inspira a Kiefer no es la ciencia sino la cábala de Isaac Luria, un místico que en el siglo XVI ofreció un mito primigenio del principio y del final de los tiempos acorde con un pesimismo judío ya consolidado tras tantos siglos de persecución. Según la versión de Luria, en el inicio se produjo una contracción de la esencia todopoderosa. Dios, representado por la luz divina, omnipotente en su soledad totalizante, realizó una especie de retracción de sí mismo, un apartarse parcialmente para hacer hueco y generar un espacio vacío o semivacío en el que lo celestial estaría ausente. Será ese espacio el que se llenará con el universo, lo que tendrá lugar cuando las vasijas que contenían unos pocos rayos de la luz divina primigenia se quiebren y, en la subsiguiente cadena de explosiones, las partículas del mal se dispersen, generando un universo falto de cohesión y de sentido. En una tercera y última etapa de redención, aparece el hombre, cuya labor es contribuir a una reparación coherente y salvífica en el mundo material. Está claro que la de Luria no deja de ser una narración mítica compuesta con símbolos y no con mediciones científicas –de ningún modo podría serlo en el siglo XVI–, pero parece que se ajusta mejor a la violencia con que la energía desordena constantemente nuestro mundo material. Digamos que se distancia y resulta menos idealista que la amorosa cosmogonía del Dios cristiano en el Génesis.

A las afueras de Milán, entre fábricas y zonas de descarga, se encuentra el HangarBicocca. Allí construyó Anselm Kiefer su particular altar

Kiefer comenzó a versionar motivos de la cábala, de la historia y de la identidad judía en la década de los 80. Pero el tema de la ruina ya había aparecido en sus etapas anteriores, bajo formas políticas. Por ejemplo, en sus obras de la década de los 70, en las que había ridiculizado las faraónicas pretensiones de Albert Speer, inspiradas en las ruinas romanas, de que la monumentalidad nacionalsocialista aguantara en pie los próximos treinta siglos, aunque fuera medio destruida. Kiefer parodió –en su caso una parodia no es menos que un cuadro de 12 metros cuadrados– esas pretendidas ruinas arquitectónicas del Tercer Reich en tenebrosos tonos, sustituyendo el anhelado esplendor fascista por una representación del mármol y de las cristaleras de los palacios nazis completamente carbonizados.

Por otra parte, también había trasladado esta misma estética de la ruina a su obra paisajista, poniendo en escena la clásica profundidad de campo de la pintura romántica alemana –ese horizonte en el que convergen, como en un vértigo de futuro, todas las líneas del cuadro–, sólo que cambiando los embriagadores paisajes salvajes de la foresta centroeuropea por un lúgubre apilamiento de eras calcinadas.

Pero, como decimos, fue a partir de su producción de los años 80 cuando Kiefer comenzó a tratar explícitamente el misticismo. No uno, por cierto, sino varios: el judío, el de Robert Flood (un médico y místico inglés del siglo XVII que sostuvo la idea de que los fenómenos humanos están determinados por los del cielo astronómico), así como motivos concretos de religiones antiguas (egipcias y babilonias). Con la implementación en su pintura de estas temáticas, se produjo cierta modificación de la identidad de una obra esencialmente política hacia algo más complejo. Es como si Kiefer hubiera dejado de cargarle a la política toda la responsabilidad del dolor histórico y ahora buscara compartir sus causas con el misterio del cosmos. Su pintura se elevó hacia el cielo, cierto, en inmensos lienzos plagados de estrellas, –uno de los cuales se exhibe en Guggenheim Bilbao– pero continuó presentando un aspecto agrietado, roto, soportando grandes cantidades de materia siempre a punto de desprenderse, siempre basculando hacia la precariedad.

Los siete palacios celestiales. Anselm Kiefer. 2004-2015

II

En un polígono industrial a las afueras de Milán, entre fábricas y zonas de descarga, se encuentra el HangarBicocca, un centro de arte contemporáneo financiado por la marca de neumáticos Pirelli. Allí construyó Anselm Kiefer en 2004 su particular altar. Los siete palacios celestiales es una obra de significación histórica, religiosa y metafísica que también se sustenta sobre el concepto de ruina artística. En este caso, las ruinas las conforman cinco lienzos de 45 metros cuadrados cada uno y, sobre todo, siete enormes torres de cemento de 90 toneladas cada una. El HangarBicocca presta permanentemente uno de sus tres espacios expositivos a esta instalación: una nave industrial habilitada en su día como fábrica de locomotoras y cuyas dimensiones humillan la figura humana como sólo el capitalismo industrial sabe hacer. Quien lo visite no se topará con el ruido infernal de un laberinto de máquinas sino con 200 metros de longitud y 30 de anchura casi despejados para el paseo, y con unos 62 metros de altura donde podrá extraviar tranquilamente la mirada. Un espacio desproporcionado para la exhibición de cualquier artesanía artística, tenuemente iluminado, en un estado de inquietante calma, como al término de algo –luego lo explicamos– y que asienta la disposición del alma para el advenimiento de algún tipo de sobrecogimiento. Ahora bien, la escenografía no es lo esencial. El mayor impacto queda a cargo de las siete torres de cemento aquí repartidas, de alturas entre catorce y dieciocho metros. Levantadas por la superposición de viejos contenedores de mercancías (reforzados en la base con apuntalamientos de acero y con planchas perforadas de hormigón armado en cada piso), se erigen como improbables monumentos de gloria. Su composición grupal, su aspecto sucio y destartalado y su precario equilibrio ejercen sobre el visitante una irremediable fascinación, no sólo por su discutible salubridad –parecen a punto de desplomarse–, sino por el significado que prometen desplegar sobre la historia del siglo XX, sobre lo sagrado y sobre algún tipo de afán por la destrucción inherente a la actividad humana. Sin duda contribuye a esta fascinación la extraña consistencia que adquiere la visita, donde esas dimensiones imposibles de las cosas modificando el estado de la percepción y esa soledad tan inquietante crean la ilusión de que al visitante lo ha imbuido un sueño. Es como si el lugar representara un inmenso estado de culpa, como si esto fuera el anuncio de un apocalipsis que ya se está abalanzando sobre nuestras conciencias, como si al final de todo sólo nos esperara un denso entrecruzamiento de señalizaciones religiosas. ¿Adónde he ido a parar?, es lo que uno se pregunta mientras rodea las torres y examina los símbolos dispersos en el suelo. ¿A un nuevo principio de progresiva recomposición? ¿A una ruina estable, definitiva, desgajada del ciclo místico de destrucción/recomposición? ¿Es que han aniquilado a la especie y la salvación se revela como una ruina de lo humano? ¿Es que todo ha cambiado de estado, transmutándose en una evanescencia crepuscular? ¿Es que la historia del hombre sigue el curso de una filosofía antihegeliana abocada a la aniquilación? ¿Qué papel juega el espíritu en este final? Es decir, ¿qué significa este grandioso montaje?

En el apartado anterior, hemos mencionado la mística judía, tan presente en la obra de Kiefer. Ahora, para desentrañar el significado de estas amenazas de hormigón atraídas por su propio derrumbamiento, resulta interesante acudir al llamado Tercer libro de Enoc, un texto de difícil datación –entre el siglo II y el V, según algunas fuentes, y entre el IV y el VI, según otras–, previo a esa mística y que también se conoce como el Libro hebreo de Enoc o el Libro de los Palacios. Se trata de un texto apócrifo, redactado en hebreo y aparentemente escrito por el rabino Ismael, que, según cuentan sus páginas, fue llamado a los dominios celestiales por el ángel Metatrón. Antes de su conversión, este ángel era un humano llamado Enoc y ahora, gracias a la revelación personal de Dios, conoce los secretos cosmológicos así como el modo correcto de realizarse las prácticas para lograr experiencias místicas o revelaciones (es decir, la estructura misma de los ritos ascéticos, los himnos y las oraciones).

es como si el lugar representara un inmenso estado de culpa, como si esto fuera el anuncio de un apocalipsis que ya se está abalanzando sobre nuestras conciencias

Algunos comentarios que circulan en la red lo describen como un libro sugerente en sus figuras y avisos (lo cual no es exclusivo: muchos textos sagrados participan de esta cualidad de manejar conceptos absolutos con extrema habilidad). Por supuesto, no ahorra en enormidades: lo menos que se invoca aquí es el inicio del universo y las leyes mágicas que obedecen los fenómenos, conformando figuras literarias muy plásticas en su carácter omniabarcador. Hay maravillas celestiales, por ejemplo, formas de lo sagrado que, en último término, adoptan la fisonomía de letras cósmicas capaces de generar el universo (el judaísmo, ya lo sabemos, cree en la competencia creadora del lenguaje). Hay cortinas que separan el trono en el que Dios reposa o reina, y en cuya tela se encuentran bordados los acontecimientos del mundo y de los hombres. Hay rebeliones de ángeles –que no falten– y hay siete palacios sucesivos, cada uno introducido en el anterior, que conducen directamente a la luz de Dios Padre. Quizás la mayor osadía de El libro hebreo de Enoc consiste en que se atreve con las moradas celestiales, algo no tan habitual en la literatura religiosa, más inclinada por asignarle al más allá imágenes genéricas, ganchos sentimentales, abstracciones o promesas que apelan a instintos básicos. Pero digámoslo de nuevo: la geografía de las moradas celestiales. Es decir, una suerte de urbanismo trascendente, con arquitectura eterna, con –se supone– su mobiliario exquisito, con su decoración al gusto divino en cada aposento de Dios, si es que a Dios lo limita la necesidad de estar a cubierto. Y son siete, como ya se ha apuntado, y el hecho de que a alguien se le haya ocurrido conjugar la contradicción entre necesidad de cobijo y omnipotencia celestial, entre ser pura idealidad y echar de menos un techo que lo ampare, le confiere a la imagen una singular capacidad de sugestión.

Se supone que Anselm Kiefer leyó el libro cuando trasplantó –es un decir– siete de sus inmensas torres ruinosas desde su colosal museo-al-aire-libre-taller-hogar en Barjac hasta las afueras de Milán. El alemán abandonó Alemania en 1992 para instalarse en una antigua granja de seda en el sureste de Francia, donde rehabilitó el edificio principal y convirtió las 25 hectáreas del terreno en obra de arte total. Su taller de trabajo quedó configurado como un centro de experimentación y de exposición, para lo que construyó un anfiteatro y transformó el invernadero en un expositor de sus esculturas y ready-mades, además de cavar túneles, construir pasarelas entre las distintas instancias y levantar algunas torres idénticas a los palacios celestiales del HangarBicocca. Las torres se izaron a campo abierto en la finca de Barjac pero hubo que esperar hasta el HangarBicocca para que adquirieran su aura mística. En su origen, la alusión más evidente apuntaba a la destrucción de las ciudades alemanas tras los bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial. Concretamente sugería una evocación a las trümmerfrau, las mujeres de los escombros, mujeres de edades entre 15 y 50 años que conciliaron el dolor de haber perdido a sus maridos e hijos con las tareas de, cito textualmente de Wikipedia, “limpiar y reconstruir las ciudades alemanas y austriacas mediante la reutilización de los escombros de los edificios bombardeados”. Se puede buscar en la red fotos de las trümmerfrau en pleno trabajo y comprobar la similitud estética de las torres con el estado catastrófico de los edificios alemanes después de 1945. Por otra parte, en 2003 Kiefer realizó una aplicación de las mismas para el escenario de la versión teatral de Edipo de Klaus Michael Grüber, estrenada en el Burgtheater de Colonia, y otra para el de Elektra, de Richard Strauss, en el Teatro di San Carlo de Nápoles, lo que supuso cambiar las habituales telas de decoración ligera por las toneladas de hormigón descompuesto con que Kiefer saturó ambos teatros.

En el HangarBicocca, cada torre tiene un nombre y parece que indica un contexto de interpretación. La primera se llama Sefiroth y nombra los diez atributos o emanaciones que, según la mística judía, usó Dios –o, más bien, la luz primigenia– en la creación (amor, poder, belleza, etc.); la segunda responde a Melancolía, en alusión al grabado de Durero; la tercera evoca el monte turco Ararat, sagrado para Armenia, donde se fija el lugar donde se supone que encalló el arca de Noé; la cuarta, que también es la más alta, se llama Línea del campo magnético y está rodeada en su base de una cámara y de carretes fotográficos fabricados con plomo; la quinta y la sexta reproducen las consonantes de la palabra Yaveh, y la séptima se llama Torre de los cuadros fugaces porque, también en su base, se apoyan marcos de cuadros sin imágenes.

Los siete palacios celestiales. Anselm Kiefer. 2004-2015

El detalle de todas las simbologías religiosas –también científicas– que aquí se enrocan acabaría con el espacio de este texto, no sólo por la descodificación que precisan sino porque, repartidos en el suelo en torno a cada torre, se acumulan más símbolos. Y si miramos las paredes y nos detenemos en los cinco impresionantes lienzos añadidos por Kiefer a la instalación en 2015, el número de combinaciones hermenéuticas se dispara. A mí me parece que, en un primer momento, lo relevante no consiste tanto en que ajustemos milimétricamente estos signos a su correspondiente fuente como en que nos absorba la poderosa ensoñación que propone la instalación. Es decir, entretenerse con este trance y dejar que cada signo se abra con su edad arcana, con su exceso literario, con sus dosis de temor, de especulación tremendista y de mentira, con su misterio palpitante, con su intimidatorio talante admonitorio o con esa pretensión tan delirante de intentar la comprensión de lo creado a través de un relato mágico. La obra de Kiefer nos impregna con restos sagrados que parecen hallarse en un estado de descomposición –o de supervivencia, según– y lo que propone no es tanto la vigencia de cada hierofanía sino algo más general, algo que nos incumbe completamente como seres humanos.

La otra posibilidad es que Los siete palacios celestiales haya sido concebida para la oración. La desmesura de la instalación, la escenografía, las evidentes alusiones a lo espiritual hace que nos planteemos si, después de todo, hemos salido de Milán en un metro de conducción autónoma (sin conductor) –nada más apropiado–, hemos bajado en la estación de Ponale y hemos sorteado las naves industriales para ingresar en una especie de catedral posmoderna. Quizás es que veníamos de peregrinación y no lo sabíamos. Quizás es que resulta más habitual de lo que creemos que los visitantes recen en los museos cuando admiran obras sacras, constituyendo así la oración una prioridad turística. Sabemos, sí, que, aunque existe un turismo específicamente religioso, en agosto muchos turistas “laicos” irrumpen en las catedrales y en los templos para llenar las horas vacías del día (la apelación más evidente se encuentra en la catedral anglicana de Liverpool, que en su interior, a un costado de la bancada central, cuenta con un bar restaurante). Y también sabemos que, desde que en 1964 el Papa Pablo VI convocara en la Capilla Sixtina a un grupo de artistas italianos para disculparse por la animadversión de la Iglesia Católica a las formas modernas y, en un deseo de adecuación a los nuevos imaginarios, comenzara a encargar a grandes artistas la construcción y decoración de sus centros de oración para arroparlos con una estética acorde a las vanguardias y la contemporaneidad, éstos ganaron en valor artístico. Por eso, quizás resulta oportuno trasladar la pregunta al otro contexto: si uno visita un museo con propósito ocioso, ¿se expone al sentimiento religioso? Los museos nacionales de Europa (Le Louvre, el Prado, El Hermitage, etc.) exhiben grandes colecciones sacras. No las conforman lienzos o esculturas donde la religión comparece como un tema cualquiera, un tema más, sino obras que se realizaron para promover el culto desde la ortodoxia teológica, para narrar y aclarar partes de la Biblia. Así que, más allá de la maestría o de la genialidad plástica, ahí permanece intacto un potencial de doctrina aguardando la consagración, la efectuación y el proselitismo de los visitantes.

De modo simétrico, entonces, quizás resulte apropiado suponer lo contrario. Es decir, que si un turista irrumpe con un temperamento no precisamente piadoso en una catedral, también suene factible que el hombre de religión venga al HangarBicocca para rezar.

Pero no sé.

Los siete palacios celestiales no van en serio del modo en que lo hacen las obras religiosas. La instalación de Kiefer emplea un lenguaje paródico –dicho esto sin connotación negativa, en el sentido de “imitativo”–, igual que el arte del siglo XX se sirvió sistemáticamente de la parodia para reelaborar, con distancia y autoconsciencia, lenguajes y formas cristalizados que ya ejercieron su plena función en otros momentos históricos.

Si en el HangarBicocca se ha de rezar, se hará, en todo caso, en abstracto, por un motivo indeterminado que excluye la salvación de las individualidades humanas prometida por los profetas a cada uno de nosotros (somos muchos millones y no procede). Se rezará haciendo acopio simbólico –no al pie de la letra– de esas manifestaciones históricas de lo sagrado, que prepararán el recogimiento y el lamento, adecuando la experiencia estética en un tono de gravedad específico.

Se rezará, “en laico” y “en artístico”, por el apocalipsis que aparece en el horizonte cercano y por las víctimas de las guerras, en sintonía con el dictátum de Horkheimer y Benjamin de que el hombre nunca será capaz de proporcionar reversibilidad a las víctimas, de que nada ni nadie las reparará, de que resulta imposible su retorno, sanas y limpias, hasta nosotros.

Se rezará por la soledad del hombre en la tragedia histórica y cósmica, y por su irremediable inclinación a la destrucción perpetua.

Se rezará, a su vez, por la pérdida de vigencia de lo sagrado, por el vaciamiento del cielo de dioses y por su sustitución, bastante más realista, por nubes y capas de contaminación y radiación solar. Se rezará por la confusión de ese cambio que, al igual que los mitos religiosos, tampoco nos salva.

Se rezará, en mitad de una antigua fábrica de locomotoras desguazada, lo que también resulta paradigmático de la coyuntura económica en que esto se escribe.

III

Cuando recuerdo mi experiencia en Los siete palacios celestiales, me viene a la cabeza la frase de Gilles Deleuze que escribe en su último libro, ¿Qué es la filosofía?, para calificar la literatura de Kleist, Holderlin, Rimbaud, Kafka, Pessoa y otros: “Cuánta fuerza en esas obras con los pies desequilibrados”.

Efectivamente, la potencia expresiva de la escritura filosófica de Deleuze es un escándalo y, efectivamente, casi resulta una obviedad la afirmación de que el arte auténtico se sostiene sobre un desequilibrio. En el caso de Los siete palacios celestiales, un vértigo omnipresente se transmite al visitante. El aparente deterioro material de las torres le ofrece la inquietante perspectiva del derrumbe, pero también una gran dificultad para cifrar el sentido de la obra (¿realmente estas ruinas despliegan una dimensión divina?). Incluso si consideramos los aspectos económicos de su exhibición y producción, se reconoce otra amenaza: el monstruo del capitalismo aparece como benefactor de lo que podría considerarse una hipócrita distracción espiritual.

Respecto al problema del sentido, la producción de grandiosas obras de arte resulta paradójica en el contexto actual, donde los significados hace tiempo que se fragmentaron y donde casi supone una ofensa intelectual –cuando no un sacrilegio– toda intención de encontrarle un sentido totalizante a las cosas. La grandiosidad del HangarBicocca parece contradecir esta relativización de saberes, al tiempo que ofrece algo específicamente posmoderno –si pensamos en ello como la estética del capitalismo, vía Fredric Jameson–: una embriagadora experiencia espectacular. En el hecho de dedicar la mayor parte de su espacio expositivo a una sola obra resuena una pretensión megalómana: he aquí la pirámide, éste es el sentido del mundo.

¿Representan las torres las fracasadas materializaciones humanas de grandeza? ¿Son alojamientos divinos que, finalmente, se revelaron como grandes ruinas?

Ahora bien, no está tan claro que Los siete palacios celestiales apueste por la uniformidad o por una dictadura del mensaje. De hecho, en los nuevos grandes museos europeos –grandes de verdad: el ORG de Turín, etc.– nada resulta unívoco. Aquellos escenarios tradicionales de la alta cultura –las mansiones y las escalinatas, los patios interiores y los recibidores de los palacios de Le Louvre o de Hermitage– han sido relevados por otras apariencias: la rehabilitación de inmuebles industriales en desuso, principalmente. El hecho de que las antiguas casonas reales reconvertidas en pinacotecas públicas las hayan sustituido almacenes semioscuros de reciente pasado fabril, con poleas y puentes grúa y escaleras de metal como recordatorios de sus antiguas actividades, ocasiona que, en sus visitas, antes de que se coloquen frente a las obras expuestas, los espectadores ya no respiren el viejo esplendor de las monarquías sino que escuchen a los fantasmas de la clase obrera tras las paredes, e intuyan también las huellas de los primeros procesos de acumulación de capital de la actividad industrial. Y es que nada resulta totalmente cultural. Podríamos decir que debajo siempre se encuentra la economía. Y ningún espacio expositivo deja de emitir las señales de esta dependencia.

Respecto al sentido específico de la instalación del HangarBicocca, hemos explicado anteriormente que El libro de Enoc concibe los siete palacios como paraísos habitados por la luz divina. Sin embargo, los palacios de Kiefer no iluminan al visitante. Aquí impera una indeterminada voz apocalíptica. Las torres parecen inmensos dedos desollados que apuntan a lo alto sin acariciar el fondo último del cielo, el más próximo, donde quizás cuelguen las promesas de la redención. El ánimo del visitante pasa de la fascinación inicial al escalofrío, porque finalmente lo que se le presenta a la contemplación son boquetes de hormigón, material de desecho, fragmentos de cosas olvidadas, polvo y piezas rotas. Una torre la corona el poliedro de Durero que representa la melancolía, y otra, una embarcación que podría ser el arca de Noé (es la torre llamada Ararat) pero también un barco de guerra. Hay marcos rotos diseminados por el suelo que no contienen ninguna imagen y grandes carretes de película fotográfica vacíos admitiendo que esto no es un paraíso.

Sin embargo, a pesar del desastre, las simbologías religiosas, humanistas y científicas presentes no parecen irónicas: en uno de los cuadros se homenajea explícitamente a los grandes pensadores alemanes (Hegel, Feuerbach, Marx…); en la torre 1, leemos en los neones los principales conceptos de la mística judía; y, esparcidas en el suelo de la torre 2, encontramos estrellas caídas numeradas según las cifras del sistema de clasificación de cuerpos celestes utilizado por la NASA. No hay sarcasmo, entonces. No hay cinismo pero, al mismo tiempo, resulta difícil saber si estas alusiones a las grandes construcciones intelectuales humanas ofrecen esperanza y consuelo, o si es que Kiefer quiere indicar que fundamentaban y contribuían a esta terrible decadencia. ¿Representan las torres las fracasadas materializaciones humanas de grandeza? ¿Son alojamientos divinos que, finalmente, se revelaron como grandes ruinas?

Los siete palacios celestiales. Anselm Kiefer. 

A tenor de su currículum, en modo alguno podemos sugerir que a Kiefer le aliente un propósito antihumanista (en muchos de sus cuadros ha reivindicado la capacidad salvífica del arte o la filosofía). Pero, por otra parte, resulta difícil pensar que, a estas alturas, a los artistas los impregne tanta ingenuidad como para sostener una visión inmaculada de estas disciplinas. De sobra sabemos que el hombre siempre manipula los grandes ideales, los grandes relatos, los grandes logros de la ciencia y las grandes realizaciones del espíritu en su afán de poder. Quizás por eso, todo en Los siete palacios celestiales reviste ambigüedad. En un primer momento, resulta difícil separar contenido trascendente y apocalipsis material, profanidad y sacralidad, razón laica e intuición mística, alquimia y física, ciencia y tecnología (uno se siente tan sobrepasado, excitado y confuso como los turistas europeos del Taj Mahal, que lo ignoran todo del monismo-no-dual del hinduismo pero siguen sacando fotos, o como los japoneses que visitan Nôtre Dame sin distinguir a Poncio Pilatos de la Virgen María). Pero el folleto de la instalación ya aporta las primeras pistas, porque circunscribe el sentido de la obra a la religión judía, a la historia de Occidente después de la Segunda Guerra Mundial y a esta anticipación de un futuro apocalíptico. Se trataría, pues, de un cruce de tres caminos perfectamente coherente, que aglutina un lejano responso por la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, los símbolos de la religión y de la persecución judías, y una visión del mañana exterminado. Esta confluencia transforma nuestra mirada unívoca, lineal, unidimensional, porque reúne en un mismo espacio distintas dimensiones históricas y discursos heterogéneos. Lo que consigue o pretende es esto: con delicadeza, con una aterradora belleza decadente, con luto y silencio (y con la inversión de mucho dinero, podríamos añadir), nos ayuda a interconectar los distintos hilos del conocimiento que, queriéndolo o no, han intervenido en la producción del desastre. Cierto, si uno revisa las distintas etapas de la Historia del hombre, si uno se toma en serio los augurios del ecologismo, si uno examina la conducta política sin favoritismos patrióticos o ideológicos, obtiene el mismo pronóstico: la destrucción nos acompaña. Quizás viene de más atrás, como un requisito imprescindible de la recomposición de la materia en su imparable ritmo de transformación y supervivencia. Pero el ser humano, con su saña, la vehicula en calidad de agente rector. El artista comenta o muestra esta verdad desde una dimensión plástica, no completamente racional –es decir, desde el sentimiento–, y su poema quizás puede resultar más sugerente y eficaz para mostrarnos esta realidad que los porcentajes de CO2 en la atmósfera o la interminable lista de expolios bélicos. El mensaje es recibido en la sensibilidad, a través de su impacto estético, porque se emite desde la maestría artística. Al resultar de una densa experiencia obtenida en un museo, es decir, lúdicamente y en completa libertad, sin coacciones, se adhiere a nuestra conciencia y a nuestra memoria. Es en este punto donde funciona la principal argucia de Los siete palacios celestiales. Su audaz engaño: Anselm Kiefer nos promete una visión del cielo pero nos entrega una catástrofe. ¿Será que la grandiosidad de los monumentos anticipa dicha catástrofe? Es como si la trascendencia –ese monumento imposible del futuro– deseada por muchos de nosotros no fuera sino una inmensa ruina, como si esta ruina trascendente conformara nuestro único palacio posible. Admito que quizás me extralimite y la esté sobreinterpretando. Pero, recordando estos siete palacios desahuciados por la fatalidad, no puedo menos que hacerme una pregunta. Si todo lo de aquí y lo de allá conforma una ruina, ¿por qué el ser humano sigue anhelando un más allá para su alma?

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Autor >

Roberto Valencia

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2 comentario(s)

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  1. Godfor Saken

    Trailer del documental "Over Your Cities Grass Will Grow", sobre la obra de Anselm Kiefer: https://www.youtube.com/watch?v=6zf63U1Rk0w

    Hace 5 años 1 mes

  2. Godfor Saken

    “Hay lugares sagrados en este mundo, y he estado en alguno de ellos. Lugares donde se puede sentir la presencia de algo sagrado, algo como una meteorología invisible. Estos lugares siempre están en silencio y, con frecuencia, en ruinas. Los que aún no se encuentran en algún estadio de decrepitud, sin embargo, muestran señales y síntomas, la promesa de una decadencia venidera. Percibimos una sensación de divinidad en los lugares ruinosos, los lugares abandonados… en templos destrozados sobre cimas de montañas, en catacumbas destruídas, en islas donde se yergue algún ídolo de piedra casi sin rostro. Jamás experimentamos esas sensaciones en nuestras ciudades o incluso en la naturaleza, donde la flora y la fauna se hacen evidentes. Esta es la razón de que se produzcan tantas expiaciones durante el invierno, cuando una muerte sobrenatural desciende sobre las tierras elegidas de nuestro globo. En efecto, el invierno no es tanto el tiempo como el lugar más sagrado, el locus visible de lo divino. Y tras el invierno, la primavera: así gira el carrusel de nuestro planeta, y todos los demás. Pero, ¿seguro que girará para siempre? No lo creo. Y es que el último invierno se acerca, damas y caballeros: el ciclo de las estaciones, según me contó el propio Creador, está a punto de detenerse. “La primera vez que me habló fue una noche que había pasado vagando por los deteriorados suburbios de una ciudad. Podría haber sido una ciudad como esta, o cualquier otra ciudad. Lo importante es la silenciosa decrepitud que encontré entre unos cuantos edificios condenados y solares vacíos llenos de maleza. Había olvidado todo menos mi propio nombre, quién era y a qué mundo pertenecía. Y no se equivocan aquellos que afirman que mi cordura murió ante el rostro radiante de unos sueños futuros inalcanzables. Sueños falsos, ¡pesadillas! Y entonces, en ese mismo lugar al que había acudido para ahorcarme, escuché una voz entre las sombras y los rayos de la luna. No era una voz tranquila y apaciguadora, sino más bien un suspiro articulado, un gemido fabulosamente elocuente. También observé un bulto con forma humana tirado en un rincón de aquella triste habitación que elegí como mi último refugio. Las piernas de la figura estaban torcidas sobre el suelo, como las de un lisiado, y los rayos de luna las atravesaban dejando el resto del cuerpo en total oscuridad… a excepción de los ojos, que brillaban como cristal tintado a la luz de la luna. Y aunque la voz parecía emanar de múltiples lugares a mi alrededor, sabía que era la voz de aquella pobre criatura que tenía ante mí, y que era la forma terrenal del Creador: un humilde maniquí de gran almacén. “Yo era el elegido, dijo. Yo debía llevar el mensaje que, como cualquier anunciación de las alturas, sería menospreciado o ignorado por la humanidad. Porque, en ese momento, pude leer claramente las señales que habían estado presentes por todas partes en el mundo desde el principio. Ya había percibido muchas de las huellas y presagios, las profecías, y sabía que eran inspiradas pistas que el Creador había dejado, revelando prematuramente la naturaleza de Su mundo y Su verdadero destino. Y sentí el aura sagrada que irradiaba de la contraída figura del rincón, y entendí las escrituras del Gran Diseño. “Estaba escrita con los jeroglíficos de las cosas humildes, humildes hasta el punto de la burla. Todas las cosas desamparadas y patéticas, todas las cosas desoladas y polvorientas, todas las cosas ilegítimas, las cosas arruinadas, las cosas fracasadas, todas las apariencias imperfectas y restos deteriorados de lo que arrogantemente nos dignamos en llamar la Realidad, en llamar… Vida. En resumen, el reino de lo irreal en su totalidad –donde Él habita- es lo que Él ama sobre todas las cosas de este mundo. ¿Y no hemos estado todos en alguna ocasión frente a frente con este reino bendito? ¿No recuerdan ustedes haber viajado por una carretera desierta y encontrar algo como un antiguo parque de atracciones: una colección desolada de cabinas rotas y tiendas de lona hundidas que pudieron ver fugazmente a través de la alta arcada de la entrada, con colores de arco iris desvaído? ¿No les pareció como si hubiera acontecido una gran catástrofe dejando tan sólo materia sin vida enmoheciendo en silencioso anonimato? ¿Y sintieron alguna vez tristeza al ver un lugar de alegría en tiempos pasados ahora yaciendo en su tumba? ¿No intentaron revivir en sus mentes los vivos colores y los rostros sonrientes? Todos hemos hecho estas cosas, todos hemos intentado resucitar a los difuntos. Y es precisamente al hacerlo cuando nos hemos apartado de la ley y la verdad del Creador. Si estuviéramos en armonía con Él, al contemplar una escena de prosperidad tan sólo percibiríamos en ella ruinas y fantasmas de marionetas. Estas cosas, damas y caballeros, son las que alegran Su corazón. También esto me lo ha confiado a mí. “Pero el gusto del Creador por lo irreal precisa que en primer lugar exista algo real que luego se marchite hasta convertirse en ruinas, hasta fracasar gloriosamente. Y de ahí que exista… el Mundo. Extiendan esta premisa hasta su conclusión lógica y ¿qué obtienen? -¡telón!-: el Gran Diseño del Creador”. -Thomas Ligotti, ‘Demente velada de expiación. Un cuento del futuro’ (del volumen ‘Noctuario’; editorial Valdemar)

    Hace 5 años 2 meses

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