TEATRO
Calígula desnudo
David Torres 8/01/2019
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Casi al comienzo del Calígula de Albert Camus, el emperador dice una frase que me sonó terriblemente familiar: “Quiero la luna”. Es el mismo lamento, ciego y desesperado, que entonó un amigo mío después de su separación, cuando caminábamos de noche por el puente de las Vistillas y yo le señalé la hostia sola y desamparada de nuestro satélite para indicarle lo lejos que estaba ahora de él la mujer que amaba. “Quiero la luna”, dijo, borracho perdido, y en sus palabras latía el mismo temblor infantil y enloquecido del hombre que quiere cumplir cualquier deseo.
Publicado en una primera versión en tres actos en 1941 y luego en una definitiva de cuatro en 1944, el drama resulta hoy día de una actualidad sobrecogedora. En lugar del césar depravado que nos entregaron las crónicas de la época y que Robert Graves convirtió en un tirano aborrecible y monstruoso, Camus se empeñó en dotar a la figura de Calígula de un aura trágica. En la introducción a la edición estadounidense de 1957, advierte cómo, tras la muerte de su hermana y amante Drusila, “intenta ejercer, a través del asesinato y la perversión sistemática de todos los valores, una libertad que finalmente descubre que no es buena”. Desde el comienzo hasta el fin, la palabra “libertad” vertebra el texto de la obra teatral, desde el momento en que Calígula previene a sus allegados de que él es el único hombre libre en Roma. Tal vez la confesión más reveladora tiene lugar cuando Calígula decreta el cierre de los graneros y provoca una hambruna general: “Después de todo, no tengo tantos modos de probar que soy libre. Siempre se es libre a expensas de alguien”.
El montaje de Mario Gas en el Centro Dramático Nacional subraya esta peligrosa lectura mediante una escenografía desnuda hasta el hueso y una dirección quizá en exceso átona de los actores que rodean al tirano. Así, acompañado de una serie de comparsas que apenas consiguen darle la réplica, Calígula se muestra en todo su esplendor demoníaco, brillando en cada uno de sus parlamentos con un brillo maléfico. Para ello necesitaba a un actor de primer orden y lo ha encontrado en Pablo Derqui, quien encarna al emperador demente con violencia y brío en una interpretación que guarda ecos de la malévola recreación de John Hurt en la teleserie británica de la BBC, Yo Claudio, y de la ponzoñosa delicadeza con que encaró al personaje José María Rodero en aquella vieja producción de Estudio 1. Gracias a su espléndido físico y al dominio de una voz plena de matices, Derqui logra poner en pie la maravilla de una partitura complejísima sin que chirríen las profundidades metafísicas ni las inesperadas notas líricas.
En una entrevista con Lawrence Grobel, Truman Capote dijo que admiraba mucho a Camus pero que lo consideraba un autor de segunda fila, indigno del Nobel. Puede que no lo dijera sólo por envidia sino por el hecho de que lo ganó a los 44 años, quizá el escritor más joven en alcanzar el premio con la excepción de Rudyard Kipling. Sin embargo, cada día que pasa, la estatura de Albert Camus se hace más alta, más perentoria, y las preguntas que lanzó a la humanidad –sobre la moral, sobre la política, sobre el absurdo y el sentido último de nuestra vida– siguen vigentes, resonando en todas y cada una de las palabras que escribió. Junto a La peste y El mito de Sísifo, Calígula forma el testamento más perdurable de alguien que escribió que cada generación se cree destinada a rehacer el mundo: “La mía, sin embargo, sabe que no lo rehará, pero su tarea acaso sea más grande. Consiste en impedir que el mundo se detenga”.
Casi al comienzo del Calígula de Albert Camus, el emperador dice una frase que me sonó terriblemente familiar: “Quiero la luna”. Es el mismo lamento, ciego y desesperado, que entonó un amigo mío después de su separación, cuando caminábamos de noche por el puente de las Vistillas y yo le señalé la hostia...
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