Análisis
¿A dónde puede ir Venezuela?
¿Estamos ante un paso adelante de la oposición o de un nuevo paso en falso? Opinan destacados intelectuales y analistas con diferentes visiones
Nueva Sociedad 30/01/2019
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El autojuramento de Juan Guaidó (35 años) como «presidente encargado» lleva a un nuevo plano la crisis que vive Venezuela desde 2013. En un contexto de hiperinflación y aumento de las penurias cotidianas, y tras su derrota de 2017, la oposición busca desplazar a Nicolás Maduro con más apoyo internacional y en un marco de mayor erosión de la popularidad del presidente. Los días que siguen indicarán si se trató de un putsch o si esta vez realmente la oposición, con un nuevo liderazgo, logra forzar elecciones anticipadas; si se trata de una decisión unilateral del sector más radical, con el apoyo de sectores políticos de Estados Unidos, o si concita consensos entre los principales partidos opositores; si las Fuerzas Armadas se fracturan, como busca la Asamblea Nacional, o se mantienen alineadas con el gobierno.
Nueva Sociedad pidió la opinión de destacados intelectuales analistas, que presentan diferentes visiones de una situación compleja, incierta y en pleno proceso, y aportan a comprender mejor las diferentes aristas de la crisis múltiple que vive el país, a casi 20 años de la Revolución Bolivariana comandada por Hugo Chávez.
Juan Tokatlian (profesor en la Universidad Di Tella, Buenos Aires)
Salida negociada. La mejor alternativa ante la fenomenal crisis que padece Venezuela es aquella que combine una salida política, jurídica y ética sólida y sustentable. A mi juicio, esa es la única opción incruenta. Y ello implica un paquete de elementos entrelazados: diálogo político genuino, acuerdo aplicable y llamado a nuevas elecciones.
Dicho lo anterior, ¿el momento actual revela condiciones para una salida de este tipo? La respuesta no parece muy positiva. Cualquier solución negociada –y ese es el supuesto subyacente a lo señalado anteriormente– tiene como fundamento lo que los expertos llaman un «estancamiento dañino» (hurting stalemate), en el cual ninguna de las partes puede triunfar y a la vez tampoco acepta ceder. Entonces, se instala la sensación (o el convencimiento) de que el conflicto entre las partes no va hacia ningún lugar. Y a su turno, ambas partes empiezan a reconocer que los costos de continuar en la confrontación superan los hipotéticos beneficios de un triunfo pírrico. El punto entonces es si Venezuela se aproxima o no a ese «estancamiento dañino» y si los principales actores internacionales vinculados, de un modo u otro, a la crisis en que está sumido el país facilitan o no que se llegue a dicho impasse, que podría ser transformado en positivo si se abriera el espacio para una salida negociada. Me temo que las voces civiles y civilizadas están opacadas por la tentación de alternativas militaristas de distinto tipo. Por ello, me parece que es hora de deslegitimar seriamente esa eventualidad. Y me interrogo sobre qué actores domésticos y externos tienen la voluntad y la capacidad de hacerlo.
¿Y América Latina? La desastrosa situación en Venezuela fue producida básicamente por los propios nacionales. No hay duda que han existido factores externos –por ejemplo, el papel de Estados Unidos– que han contribuido notoriamente a empeorar lo que ha venido aconteciendo en Venezuela, pero en lo esencial fueron internos. Ahora bien, la tragedia venezolana también expresa la incapacidad y la impericia de América Latina para aportar, durante años, fórmulas creíbles y efectivas a superar los distintos peldaños que fue jalonando el drama de Venezuela.
El rol de la Organización de Estados Americanos (OEA) –y, más explícitamente, de su secretario general, Luis Almagro– fue lamentable. La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) se distrajo y se distanció de lo que iba sucediendo en Venezuela. La Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) fue pobre en su actuación y después, con la nueva ola neoliberal en la región, seis países se encargaron de sepultarla. Hace unos días, el presidente Iván Duque de Colombia, acompañado por Chile, propuso crear Prosur en reemplazo de la Unasur, sin otro propósito que cercar y aislar aún más a Venezuela. El Mercado Común del Sur (Mercosur) dejó afuera a Venezuela y después sintió que no debía hacer nada más. La Alianza del Pacífico (AP) jamás hizo algo respecto al tema. Los miembros de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) tuvieron un comportamiento insignificante para contribuir a que uno de los suyos pudiera hallar caminos de solución política y reconciliación social.
Sí, la crisis de Venezuela es producto de los venezolanos, pero en un sentido más hondo refleja la miopía diplomática de la región. Nuestra fragmentación –hoy agudizada por múltiples factores– nos va convirtiendo en más irrelevantes y dependientes ya sea de una potencia declinante como Estados Unidos o de una ascendente como China.
Anais López (socióloga e investigadora feminista, Caracas)
En estos momentos la situación en Venezuela es extremadamente complicada. Finalmente, parece estar a las puertas de un desenlace de la profunda crisis política, económica y social que atraviesa desde 2013. Después de varios intentos de diálogo fallidos, para buscar una salida negociada, democrática y electoral, Venezuela se encuentra ante una nueva ola de radicalización política: el principal líder de la oposición, el presidente de la Asamblea Nacional Juan Guaidó, del partido Voluntad Popular de Leopoldo López, ha decidido aliarse con Estados Unidos para desplazar a Nicolás Maduro del poder por la vía de la coerción y la fuerza. Es indiscutible la coordinación de eventos entre el gobierno estadounidense y la actual dirigencia opositora para el reconocimiento de Guaidó como presidente legítimo, con las implicaciones en términos fácticos que eso trae. El gobierno, por su parte, le ha dado 72 horas al personal acreditado de la embajada de Estados Unidos para salir del país.
Desde la oposición más moderada y de izquierda, hay reservas con respecto al acto de autojuramentación de Guaidó, el 23 de enero –fecha emblemática de la recuperación democrática en 1958–, frente a una de las manifestaciones más multitudinarias que se reunido en la ciudad de Caracas en los últimos 20 años. Por su parte, el gobierno debe enfrentar el dilema de qué hacer con el nuevo «presidente», reconocido por varios países. Ayer en la tarde, Maduro afirmó que dejaba ese asunto en manos de la justicia, y «la justicia», a su vez, que lo dejaba en manos del Ministerio Público.
La gran incertidumbre es fundamentalmente qué hará el mundo militar, cuál será su posición y, sobre todo, qué tipo de coordinación hubo entre la juramentación de Guaidó y Estados Unidos, incluso sobre cuestiones militares. En la mañana del 24 de enero, el ministro de la Defensa, Vladimir Padrino López, se pronunció junto con el alto mando militar para manifestar su apoyo al gobierno de Maduro e hizo un llamado al diálogo y a la negociación, con la certeza de que todo lo que ocurre es consecuencia de una conspiración de la extrema derecha.
Lo cierto es que la situación se deteriora aceleradamente y los costos de la crisis política los sigue pagando el pueblo trabajador, asfixiado por la hiperinflación, la ausencia de servicios públicos y la migración masiva; todos problemas no reconocidos ni atendidos debidamente por el gobierno. Por otra parte, las manifestaciones nocturnas en zonas populares de Caracas y en el resto del país desde el día lunes 21 anuncian una escalada de la conflictividad social, a la que se suma la amenaza de una intervención directa de la primera potencia militar del mundo sobre un país profundamente disminuido en todas sus capacidades. Las próximas 48 horas serán definitivas, puesto que Estados Unidos ha dicho que no retirará a sus diplomáticos del país pese a la expulsión de Maduro. ¿Qué harán entonces las Fuerzas Armadas con un casus belli en puertas?
Sea lo que fuere que ocurra, el saldo más lamentable es que ya no está en manos del pueblo venezolano, sino de factores externos y, por supuesto, de la voluntad o no del gobierno de avanzar en un dialogo creíble para dirimir en el corto plazo de forma pacífica y democrática esta peligrosa situación.
Fabrice Andreani (politólogo, Universidad de Lyon)
La jugada de Juan Guaidó, aparte de frenar la desaparición de los principales partidos de oposición del mapa político desde el año pasado (agudizada por jueces y agentes del Estado, entre procesos burocráticos kafkianos, cárceles, torturas y exilios forzados), luce bastante coherente en cuanto a su propósito jurídico-táctico, al menos en su vertiente nacional: la abrumadora mayoría de los venezolanos, y sin dudas buena parte del tercio del electorado que «reeligió» a Maduro en mayo de 2018, saben perfectamente que el 10 de enero pasado representa un salto cualitativo en el gobierno de facto y el estado de excepción permanente que se han ido conformando desde hace tres años (al día siguiente de las elecciones legislativas de 2015, cuando la Mesa de Unidad Democrática ganó una mayoría calificada en la Asamblea Nacional que le daba derecho a controlar y hasta revertir buena parte de las decisiones presidenciales).
Ya no se puede argumentar que, pese al autoritarismo presidencial experimentado bajo Hugo Chávez y sistematizado bajo Nicolás Maduro, se trata de una pugna entre dos poderes de legitimidad democrática equiparable. El que controla las armas y los jueces se sustenta en un escrutinio que no cumple con lo socialmente aceptado en las llamadas democracias liberales realmente existentes; a diferencia de las elecciones de 2013, cuando sí hubo observadores de todas los países y aceptados por ambos bandos, las últimas no cumplieron con los requisitos mínimos de una elección transparente. Incluso en democracias en vías de transformación en regímenes autoritarios reales o potenciales se cumple con ciertos pisos mínimos. ¿O acaso Gustavo Petro no reconoció a Iván Duque, o Fernando Haddad a Jair Messias Bolsonaro, pesar de la ilegalización de Lula?
En ese sentido, el voto de una ley de amnistía para los militares y agentes públicos que reconozcan la Presidencia y el gobierno interino de Juan Guaidó, aunque solo pueda tener efectividad en caso de triunfo, apuesta a esa erosión definitiva del último sustento jurídico de la obediencia debida al comandante en jefe.
Ahora bien, en un contexto en que hay tanto militares como civiles encarcelados por una serie de sublevaciones previas, que implican principalmente a soldados de medio y bajo rango, y donde son escasos –tanto chavistas antimaduristas como antichavistas– los que se pronunciaron o buscaron ayuda en el exterior dentro de los rangos superiores, la incertidumbre política es más fuerte que nunca. Por cierto, hay elementos que apuntan hacia un rango de posibilidades más abierto que en 2017, o al menos hasta que Maduro convocó la Asamblea Constituyente y logró revertir la situación en su favor. Sobre todo, los cabildos abiertos en todos los rincones del país en los días previos al 23, el alzamiento frustrado –una vez más de militares subalternos– en Cotiza del 21 y el apoyo concitado entre la gente de los barrios cercanos y más lejanos y las masivas marchas el propio 23 de enero. Por otro lado, el «pueblo chavista» parece aún más ausente que en 2017 o 2014: fuera de la marcha oficialista con presencia obligatoria de los funcionarios del Estado –que ya era bastante limitada en tamaño–, nadie respondió al llamado del presidente de la Asamblea Constituyente Diosdado Cabello a participar en una «vigía popular» en los alrededores de Miraflores (al estilo de abril de 2002, tras el golpe de Estado).
Ya va una veintena de muertos en tres días, casi todos en sectores populares y a mano de las fuerzas del Estado o de sus auxiliares paramilitares... En todo caso, que Donald Trump y sus aliados del Grupo de Lima traten de aprovecharse de la situación es una banalidad, como lo son las declaraciones de China y Rusia en apoyo a Maduro. Está bien que se apueste a una negociación desde México y Uruguay, pero mientras no haya una señal suficientemente contundente de rechazo a Maduro desde el Ejército, no se ve por qué el presidente aceptaría ceder en un nuevo «diálogo» lo que no cedió en los anteriores.
Rafael Uzcátegui (coordinador general de Provea, Caracas)
Se ratificó el amplio rechazo popular a Maduro. Lo primero que pasó este 23 de enero fue que se ratificó en la calle lo que las encuestas de opinión expresaban: el profundo y amplio rechazo popular a Nicolás Maduro. En su contra se realizaron por lo menos 60 manifestaciones multitudinarias en todo el país, no solo en las ciudades capitales sino en pueblos como Altagracia de Orituco, Mucuchíes, Táriba y El Tigrito. La magnitud de la de Caracas, que unió nueve marchas desde diferentes puntos de la ciudad, puede verse en varias de las fotos de la jornada. El oficialismo también se movilizó, pero en el caso de Caracas su proporción respecto a la concentración opositora fue tan menor que Maduro no se presentó en la tarima y mandó a decir con Diosdado Cabello que se movilizaran hasta el llamado «Balcón del Pueblo», un espacio cerrado y mucho más pequeño, que garantizaba una toma controlada de una muchedumbre.
El conflicto ha dejado de ser «de clases». La polarización de los días de Hugo Chávez cambió en los tiempos de Maduro, lo que se ha confirmado desde las protestas en Caracas realizadas a partir del 21 de enero, cuando los sectores populares tomaron la iniciativa de comenzar un nuevo ciclo de rebelión contra el gobierno. Desde ese día, y particularmente en horas nocturnas, los que se han enfrentado con la policía y los grupos paramilitares progobierno han sido los barrios antiguamente dominados territorialmente por el oficialismo, que definían la cartografía política de la ciudad como una separación «este» (acomodado) y «oeste» (popular). En las zonas populares, la lógica del conflicto es diferente, por lo que no hay que esperar la misma dinámica de la protesta presente en los sectores medios o estudiantiles. Si bien ya fue así en el ciclo de protestas de 2017, las movilizaciones del 23 de enero de 2019 fueron abierta y claramente policlasistas.
El conflicto ya no es «ideológico». En la tarima central de la concentración opositora en Caracas uno de los oradores fue Sergio Sánchez, cercano al exministro Miguel Rodríguez Torres, en representación del «chavismo disidente». Desde 2016, cuando Maduro tomó la decisión de sustituir la Constitución por un Decreto de Estado de Excepción y suspender los procesos electorales pendientes hasta conseguir una fórmula para ganarlos siendo minoría –tras la ruidosa derrota en las parlamentarias de diciembre de 2015 por dos millones de votos–, el gobierno se transformó en una dictadura moderna, similar a la de Alberto Fujimori en el Perú de los años 90. Hoy, entre los sectores que lo enfrentan y aspiran al retorno del Estado de derecho, se encuentran diferentes agrupaciones chavistas, con distintas posiciones y críticas. Por otro lado, las encuestas de opinión ya medían la opinión política del universo bolivariano dividiéndolo en dos grandes grupos: los que estaban a favor de Maduro y los que estaban en contra. Por tanto, hoy en Venezuela ser chavista no es, automáticamente, estar a favor del gobierno, y puede ser incluso lo contrario. El conflicto dejó de caracterizarse desde 2016 –y el 23 de enero de 2019 lo ratifica–, por la tensión entre chavismo y antichavismo, y pasó a predominar el clivaje dictadura versus democracia.
La represión como política de Estado. Hasta la mañana del 24 de enero de 2019, Provea y el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social habían identificado al menos a 14 personas asesinadas en el contexto de manifestaciones registradas en Caracas y otras ciudades del país entre los días 22 y 23 de enero. La totalidad de estas muertes se produjeron por impacto de bala, en contextos en que agentes de la fuerza pública y agrupaciones paramilitares actuaban en labores de represión de protestas. Barinas acumulaba el mayor registro de personas fallecidas con cuatro muertes, todas ocurridas durante las protestas realizadas hoy luego de la convocatoria hecha por la Asamblea Nacional. Le siguen los estados Táchira y Distrito Capital, con tres muertes cada uno; Amazonas y Bolívar con dos muertes confirmadas y, finalmente, Portuguesa, con una muerte confirmada.
13 de las víctimas eran de sexo masculino y una de sexo femenino. Las edades de las víctimas oscilan entre los 47 y los 19 años. Y en 13 de los casos registrados, los asesinados participaban en protestas pacíficas que fueron atacadas por agentes de la fuerza pública o agrupaciones paramilitares. El contraste con los días previos al mandato de Maduro es notable. Desde 1991, al menos 312 personas han perdido la vida en el contexto de manifestaciones en Venezuela. 82 de estas muertes (26,28%) se produjeron en el periodo comprendido entre 1991 y 2012, mientras que durante la permanencia de Maduro en el poder (2013-2019), un total de 229 personas (73,39%) fallecieron en el contexto de protestas. En seis años, Maduro casi triplica el total de fallecidos en protestas a lo largo de 21 años que comprenden los mandatos de Carlos Andrés Pérez, Rafael Caldera y Hugo Chávez Frías.
La necesidad de recuperar la plena vigencia de la Constitución mediante un acuerdo político. Estamos frente a una situación anómala cuya resolución no puede encontrarse en ninguna norma vigente en Venezuela. La Constitución no dice qué hacer frente a la usurpación del poder presidencial como consecuencia de un fraude electoral. Cerrados los canales democráticos de resolución del conflicto, la solución dejó de ser jurídica para ser política. ¿Quién debe tomar la iniciativa? El único poder con legitimidad de origen, votado por 14 millones de venezolanos, es la Asamblea Nacional. Al final de la movilización, el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, asumió las competencias del Poder Ejecutivo con tres objetivos: 1) presionar por el cese de la usurpación del poder presidencial, 2) convocar a elecciones en el menor tiempo posible y 3) recuperar a corto plazo la plena vigencia de las garantías constitucionales presentes en la Carta Magna de 1999. A las 7 de la noche del 23 de enero, 14 países, incluyendo Estados Unidos, reconocían a Guaidó como presidente interino de Venezuela.
Es comprensible que los interesados en la situación de Venezuela intenten buscar la base constitucional de la decisión de la Asamblea Nacional. Sin embargo, cualquier crítica honesta en este sentido debe reconocer la serie de violaciones flagrantes a la Constitución ocurridas desde diciembre de 2015, que llevaron al gobierno de Maduro a transformarse en una dictadura y que empujaron el conflicto a este punto.
Manuel Sutherland (economista, Centro de Investigación y Formación Obrera, Caracas)
Descomposición. Después de la autojuramentación informal de Juan Guaidó, parece que hay una fractura en la oposición. Los principales partidos han sido bastante cautelosos y distantes y parecen no acompañar a fondo el plan de Voluntad Popular y los sectores ubicados más a la derecha, digitado de manera grosera y abierta por Estados Unidos. Es un golpe de Estado en proceso para derrocar a Nicolás Maduro por la fuerza. Por otro lado, Maduro está muy débil: habló desde el «Balcón del Pueblo», donde antes solía hablar Hugo Chávez, y no había demasiada gente, no pudieron hacer tomas aéreas, había un gobernador, un alcalde, pocos ministros, el balcón estaba semivacío.
El Ejército ha dicho varias veces que apoya al gobierno y que va a respetar la Constitución, pero al parecer hay tensiones en la cúpula militar. Hay, además, una mezcla muy peligrosa en los barrios entre pobladores y hampa común que aprovecha para robar, saquear (incluso armas), que hasta ahora era parte de la «base» del gobierno; son bandas de delincuentes que llevan años accediendo por diversas vías a armas de diverso tipo. Hay una división geográfica de la protesta en Caracas: en el este hay marchas masivas y pacíficas, mientras que en las barriadas del oeste hay piquetes, quema de llantas y enfrentamientos con la policía y la Guardia Nacional, con situaciones especialmente complicadas en las noches.
¿Salidas? Parece que Maduro no piensa renunciar y prefiere resistir a como dé lugar. No es claro que Voluntad Popular quiera compartir el «poder» que está construyendo con los otros partidos opositores, como Primero Justicia. Si Guaidó organiza un gobierno en el exilio o desde una embajada y se comienzan a transferir a su «gobierno» algunos activos en el exterior, como la empresa hoy bastante estratégica Citgo, eso podría complicar todavía más la situación económica, con riesgos de enfrentamiento civil con grupos armados de diferentes naturaleza.
La solución, en mi opinión, es tratar de evitar la violencia mediante una junta cívico-militar de notables con el consenso de la Asamblea Nacional y la Asamblea Constituyente, para dirigir un gobierno de transición sin Maduro y su camarilla. Así se podría reinstitucionalizar el país en poco tiempo para convocar a nuevas elecciones con garantías, limpias y sin ventajismo.
Margarita López Maya (historiadora, Universidad Central de Venezuela)
El factor militar. El gobierno de Nicolás Maduro, pese a sus debilidades, sigue sin duda controlando todos los hilos del poder. En lo internacional, como contrapartida a las alianzas internacionales de los partidos opositores, ha ido construyendo vínculos con Rusia, China, Irán y Turquía, contando con que, a cambio de condiciones favorables a sus intereses, le sirvan de aliados para neutralizar presiones de Estados Unidos y otros actores de la comunidad internacional.
Las instituciones militares siguen siendo el principal pilar del régimen, y pese a descontentos, deserciones, amenazas y detenciones, los altos mandos siguen mostrando lealtad al dictador. Sin embargo, 2018 fue un año de alzamientos, respondido por una severa represión, con denuncias de torturas y maltratos. Más de 180 militares están presos, una cifra histórica. Hay, además, un número similar de investigados, sometidos a presiones e interrogatorios. Es un sector que Maduro, bajo asesoría cubana, no ha descuidado desde 2013, cuando procedió a restructurarlo para, entre otros aspectos, fortalecer a la Guardia Nacional en su capacidad de control interno del país por sobre otras instancias y ampliar la Guardia de Honor Presidencial y otros cuerpos para protección del dictador.
Los militares son un sector privilegiado, con accesos irrestrictos al petroestado. Tienen cuotas de poder que los ponen en control de sectores claves, como el de importación y distribución de alimentos, el sistema cambiario, Petróleos de Venezuela (PDVSA) y el Arco Minero. Los privilegios se refuerzan con controles en los cuarteles y con exigencias como la de jurar lealtad personal a Maduro con cierta frecuencia. La institución ha perdido sus rasgos corporativos. Los diferentes grupos de poder necesitan la supervivencia de la elite gobernante para proteger sus intereses y salvarse de persecuciones de la justicia nacional o internacional. Los oficiales de rangos medios o bajos sufren las penurias del venezolano común y es allí donde las lealtades podrían romperse, con menos resistencia, por acción de las presiones nacionales e internacionales.
Las características desprofesionalizadas de los componentes militares refuerzan la importancia y la centralidad de estrategias y tácticas dirigidas por la sociedad civil y política nacional, apoyada por y articulada con la comunidad internacional para interrumpir la marcha hacia la consolidación del régimen autoritario. Si bien son necesarias fracturas en el apoyo del sector militar a Maduro, son los civiles quienes tienen el reto de liderar la lucha, frente a sectores militares profundamente desinstitucionalizados, autoritarios y corrompidos.
El papel de la Asamblea Nacional. La batuta de la compleja trama de alianzas y redes que deben vincularse entre sí con un propósito y estrategia comunes es del Parlamento venezolano, como poder público plural, legal y legítimamente electo en 2015, cuyo mandato terminará en 2021. Es una responsabilidad suprema que los diputados doblen su vocación de servicio y encuentren la madurez política para manejar, con consensos y mediante decisiones políticas y legales bien pensadas, la nave que ha de llegar al puerto. Las leyes de Transición y de Amnistía presentadas a mediados de enero en la Asamblea Nacional van en la dirección correcta. Ellas someten a discusión pública los términos para que la transición que se inicie sea consensuada. Allí se dan incentivos a tirios y troyanos para incorporarse a esta causa. El espacio para dirimir diferencias dentro de un propósito común es el Parlamento, y votar es lo justo. La ciudadanía y la comunidad internacional, por su parte, exigen disposición de los partidos a deponer anteriores muestras de ambiciones e intereses personales o partidistas, en pro de la acumulación de fuerzas necesaria para forzar a la cúpula gobernante a aceptar el cambio democrático. Los fracasos anteriores deben servir de referencia para no cometer errores que podrían ser fatales.
2018 pudo parecer un año letárgico, pero en él comenzaron acciones soterradas por parte de organizaciones y personalidades civiles, muchas de ellas no políticas ni partidistas, para restañar heridas entre partidos y dirigentes. También se activaron y crearon asociaciones civiles para registrar y denunciar la violación de derechos humanos en las instancias internacionales y crear estructuras colectivas de solidaridad, dentro y fuera del país, para asistir a una población huérfana de derechos. En marzo se constituyó la plataforma Frente Amplio para la Venezuela Libre (FAVL), con el propósito de encontrar espacios articuladores para el diálogo y la acción de actores políticos y sociales. Estas iniciativas deben continuar, expandirse y fortalecerse, porque un tejido social denso y sólido es imprescindible para sostener la ruta de la transición y, sobre todo, para garantizar la consolidación democrática, después de la devastación extrema padecida. Será, sin duda, un proceso largo, difícil, lleno de obstáculos.
Este año parece decisivo para quienes propugnan el cambio democrático. De darse un vigoroso movimiento sociopolítico, seguramente volverá a surgir un proceso de negociación entre gobierno y oposición. Es inevitable, si la vocación política es una solución pacífica y democrática a la crisis estructural de la nación. Entendamos que reconstruir la república pasa por reconocer los profundos déficits democráticos, de desigualdad social y de exclusiones culturales que llevaron a estos desarrollos nefastos. Por ello, el año 2019 nos exige a cada ciudadano, organización, partido, activista y dirigente político responsabilidad, cabeza fría, el deber de estar informados, crecer en la adversidad y actuar sin extremismos ni búsqueda de líderes mesiánicos. Hoy más que nunca tenemos la posibilidad de construir una democracia más robusta que la anterior, aprendiendo de sus gazapos y entendiendo las oscuras corrientes nepóticas, caudillistas, intolerantes y primitivas del alma nacional, que sirvieron de sustrato a la tragedia chavista que hoy agoniza. Contribuyamos todos para que la Asamblea Nacional, la nave que guía esta nueva estrategia, no se hunda en los torbellinos y peñascos que amenazan desde adentro, desde afuera y desde todas direcciones.
Tomás Straka (Universidad Católica Andrés Bello, Caracas)
El 24 de enero de 2019, Venezuela amaneció con dos presidentes. Uno, Juan Guaidó, reconocido por un número considerable de gobiernos del mundo, muchos con una importancia clave para la vida del país; otro, Nicolás Maduro, aún con control efectivo del aparato del Estado, y en particular, hasta el momento, de la Fuerza Armada. Nunca antes en la larga y agitada historia venezolana se había visto algo así. Ha habido, por supuesto, situaciones revolucionarias en las que un poder desconoce la legitimidad de otro. Pero coexistiendo en la misma ciudad, no hay referencia de algo similar. A lo mejor, la Asamblea Nacional misma que preside Guaidó es lo que más se le parezca: cuando Maduro convocó la Asamblea Nacional Constituyente cuya legitimidad es puesta en cuestión, no llegó a disolver el Parlamento existente, y de hecho ambos llevan meses utilizando, aunque en días y salones distintos, las instalaciones del mismo palacio. Para este momento, la situación es la siguiente:
Guaidó se juramentó y ha sido reconocido por Estados Unidos, Canadá, la mayor parte de los países sudamericanos; por aquellos que tienen líos con Rusia (Georgia, Albania, Kosovo), lo que pone de relieve la escala del juego geopolítico; por Suiza y la Organización de Estados Americanos (OEA). La Unión Europea reconoce a la Asamblea Nacional como el único poder legítimo en Venezuela, pero no se atreve aún a llamar a Guaidó presidente. La propuesta es elecciones libres, en el entendido de que Maduro es esencialmente ilegítimo. Todo esto tiene implicaciones prácticas importantes: en tanto presidente encargado, Guaidó es el que tiene la potestad sobre los activos de Venezuela en el exterior, especialmente en Estados Unidos. Son activos que incluyen a la petrolera Citgo, con sus tres refinerías y 6.000 estaciones de servicio. También la venta de petróleo en Estados Unidos, que es el principal comprador de crudo venezolano, porque es el que paga de inmediato. El resto de la producción ya ha sido pagada por adelantado por China y Rusia, o se reparte de forma crediticia a través de diversos convenios, como Petrocaribe. Esto, eventualmente, le da a Guaidó un gran poder sobre la economía del país. Pero carece de los resortes de poder internos.
La ruptura de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos que decretó Maduro puede tener un efecto bumerán. Les dio a los diplomáticos estadounidenses 72 horas para salir del país, pero también a Washington una oportunidad para escalar la crisis. El gobierno estadounidense ya respondió que Maduro no tiene autoridad para romper relaciones con nadie, porque no es presidente legítimo. Por eso, los diplomáticos no serán retirados. Y advirtió que si llegare a pasarles algo, se respondería con rapidez y contundencia. Washington no explicó en qué consistiría tal contundencia, pero varios voceros ya habían señalado antes que no ha descartado ninguna opción. En consecuencia, están corriendo 72 horas de tensión en las que veremos quién se atreve primero a cruzar la raya.
El Alto Mando ha manifestado su apoyo irrestricto a Maduro. Casi 24 horas después de la juramentación de Guaidó, pero lo ha hecho al fin. Viendo la reacción internacional y sobre todo las protestas populares en las calles, parece ser el principal soporte del gobierno en estos momentos.
La calle ha estado muy movida en contra de Maduro. En lo que es la coronación de una tendencia que ya se avizoraba en 2017, esta vez el mayor protagonismo de las protestas ha estado en los barrios populares. Con una hiperinflación de 1.000.000% en 2018 y una depreciación del bolívar que ha llevado el sueldo mínimo a unos siete dólares mensuales, el hambre ha terminado por impulsar el disgusto de los venezolanos pobres que por una u otra razón no han podido, o no han querido, unirse a la masa de migrantes que se desborda por toda Sudamérica. Desde hace varios días, los barrios pobres de Caracas y varias otras ciudades se han convertido en escenario de verdaderas batallas campales. Ha habido saqueos, pero también actos de claro tinte político, como la quemas de casas del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) o el derribamiento de estatuas de Hugo Chávez.
Las próximas horas se auguran igual de tensas y probablemente agitadas.
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Este texto se publicó originalmente en Nueva Sociedad
El autojuramento de Juan Guaidó (35 años) como «presidente encargado» lleva a un nuevo plano la crisis que vive Venezuela desde 2013. En un contexto de hiperinflación y aumento de las penurias cotidianas, y tras su derrota de 2017, la oposición busca desplazar a Nicolás Maduro con más apoyo internacional y en un...
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