PERFIL / ELON MUSK
El billonario que quiere conquistar el espacio, y el mundo
El creador de Paypal, Tesla y SpaceX exhibe un perfil de estrella pop mientras aboga por una jornada laboral de 80 horas
Manuel Gare 30/01/2019
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Los posibles puntos de partida para contar la historia de una persona son inagotables. ¿Empezarías por el principio; por el final? ¿Por lo bueno; por lo no tan bueno? La de hoy empieza con un empresario multimillonario de gran influencia mundial enfrentándose a la prensa. Un medio de comunicación publica una investigación que pone en duda su producto y las condiciones de trabajo en su empresa. Su respuesta es atacar a los periodistas y hablar de fake news. Carga contra ellos y propone, a través de una delirante serie de tuits, crear una plataforma online para que cualquiera pueda evaluar la credibilidad de un artículo o periodista.
Algún tiempo más tarde, el mismo empresario llama pedófilo, sin pruebas, a uno de los buzos que se está jugando la vida en Tailandia en el rescate a unos niños atrapados en una cueva. Lo hace, también, a través de Twitter, donde tiene más de 20 millones de seguidores. Unas semanas después, durante una distendida entrevista en suelo californiano, el empresario se fuma un porro y bebe whisky. Al día siguiente, las acciones de su empresa caen. Casi al mismo tiempo, los jefes de contabilidad y recursos humanos de la empresa dimiten. No pasarían demasiados meses hasta que el empresario propusiera aumentar la jornada laboral hasta las 80 horas por semana. “Nadie ha cambiado el mundo en 40 horas semanales", decía.
Hacer una cronología de los despropósitos mediáticos orquestados por Elon Musk durante 2018 es una tarea extenuante. El propulsor de proyectos tan grandilocuentes como Tesla o SpaceX se ha ido enterrando a sí mismo en un montón de estiércol del que cada vez le es más complicado salir. Es paradójico que alguien situado en los primeros puestos de la carrera tecnológica, energética y aeroespacial, produzca tanta animadversión. Quizá sea eso lo que le hace, aún hoy, entrañar tanto interés como personaje público.
De inventor revolucionario a celebridad angustiada
Los primeros años de Elon Musk (Pretoria, Sudáfrica, 1971) son los de otro cualquier gran nombre de Silicon Valley. Creó una empresita, la vendió por mucho dinero. Creó otra empresa (Paypal), la vendió por más dinero. Musk amasó una fortuna que empleó para dar rienda suelta a sus creativas extravagancias. En los años siguientes llegarían SpaceX, una empresa de transporte aeroespacial que sueña con llevar humanos a Marte; Tesla, la gran apuesta por los coches eléctricos de conducción autónoma, y SolarCity, una subsidiaria de Tesla dedicada a la eficiencia energética y los sistemas de energía solar.
Hay más. El sonado Hyperloop, el “transporte del futuro” a base de tubos de vacío, también tiene el sello de Musk. The Boring Company, uno de sus últimos proyectos, tiene como objetivo la creación de túneles subterráneos que permitan descongestionar el tráfico en las grandes ciudades a golpe de tarjeta de los conductores. El empresario de origen sudafricano es, además, fundador junto a Sam Altman de OpenAI, una organización sin ánimo de lucro dedicada a investigar sobre inteligencia artificial. Altman, otro multimillonario de los que pululan en Silicon Valley, es conocido, entre otras cosas, por promover y pagar a una startup dedicada a la congelación de cerebros –un proceso que implica la muerte asistida del individuo– para que, llegado el momento, sus conocimientos puedan ser conservados y subidos a la nube.
Durante la memorable entrevista del porro, Musk hizo algo más que fumar. El inventor teorizó sobre el futuro de la aviación, hablando abiertamente de sus ideas sobre el avión eléctrico, un proyecto para el que dice no tener tiempo. “El avión eléctrico no es necesario ahora mismo”, argumentó aludiendo a otros frentes más importantes. “Los coches eléctricos son importantes, la energía solar es importante, el almacenamiento estacionario de energía es importante”, enumeraba mientras su monólogo se teñía de cierto pesimismo finmundista. “Estamos jugando con fuego con la atmósfera y los océanos, cogiendo cantidades ingentes de carbono de las profundidades y poniéndolas en la atmósfera”, decía. Defensor de las renovables y proclive a acabar con la dependencia del petróleo, afirmaba que lo que estamos haciendo es “una locura” muy peligrosa para el planeta. “Debemos acelerar la transición energética”, declaraba. “Sabemos que es el objetivo. Lo sabemos. Entonces, ¿por qué hacemos esto?”.
La pregunta es retórica. Musk conoce de sobra el seísmo constante de intereses que representa el poder empresarial; su poder empresarial. El profesor y escritor Douglas Rushkoff teorizaba recientemente sobre estas motivaciones a priori altruistas, diciendo que personajes como Musk no buscan “la construcción de un mundo mejor” y que se preparan, en realidad, para un futuro digital en el que puedan “trascender la condición humana y protegerse del peligro real y presente del cambio climático, las pandemias globales o el agotamiento de los recursos”. “Para ellos, el futuro de la tecnología en realidad consiste en una cosa: la capacidad de huida”, afirmaba.
Quizá sea esa la razón por la que el magnate se empeña en gestionar su vida pública de manera tan exhibicionista. La exposición mediática y el uso mundano de las redes sociales para decirnos que, a pesar de todo, no es como esos ricos desprovistos de humanidad, sino una suerte de spin-off del paradigma del empresario multimillonario, ahora más cool y aparentemente comprometido con sus conciudadanos.
Mayo de 2018. Met Gala, Nueva York. Elon Musk aparece acompañado de Grimes – Claire Boucher–, la estrella del pop electrónico. En el epicentro de la vanidad, donde el famoseo celebra su Carnaval de Cádiz posmoderno, la pareja acapara todas las miradas. “Una puede imaginarse a la pareja compartiendo sus ideas sobre viajes espaciales, drogas psicodélicas o poliamor; explorando el tipo de introspección personal que ha empezado a romper la barrera entre el libertarismo nerd de Silicon Valley y el experimentalismo milenial de Tumblr”, escribía la periodista Naomi Fry en The New Yorker. El episodio, que podría haber quedado en anécdota fue, además de la primera excentricidad mediática de Elon Musk del 2018 –tras esto empezarían a sucederse sus neuras tuiteras–, el inicio de una nueva línea temporal a la que volveremos más tarde.
Tampoco le ayudó, en esta carrera de obstáculos orquestada contra sí mismo, su adhesión al Foro Estratégico y Político que Donald Trump conformó a finales de 2016 a base de CEOs de grandes empresas como Disney, Uber o IBM. En junio de 2017, el propio Musk renunciaba ante la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el cambio climático –mes y medio después, el Foro se disolvía ante la desbandada masiva de miembros–. En noviembre, durante una entrevista en Recode, Musk reconocía que su vinculación con Trump no le había favorecido, si bien seguía creyendo que “mereció la pena intentar estar en los consejos de Trump”, especialmente en lo relativo a involucrarse como defensor de políticas contra el cambio climático. “Hice todo lo que estuvo en mi mano”.
El hijo pródigo del neoliberalismo duerme en el suelo
Es difícil imaginar a un director ejecutivo, a un CEO, como Elon Musk. Para muestra, el intachable aura que desprendía Steve Jobs, un tipo que no inventó nada –si acaso, fue un dios de la mercadotecnia– y de quien no conocimos su verdadero yo hasta que la prolongación de su negocio nos explotó en la cara en forma de biografía y películas.
Musk cuenta con un abultado número de fanboys, seguidores a ultranza del novísimo profeta tecnológico, que sienten tanto fervor por él como el profesado en su día por las hordas pro-Jobs. Aún así, la relación que Musk mantiene de cara al mundo es completamente opuesta a la exhibida por personajes como Jobs, Mark Zuckerberg (Facebook) o Jeff Bezos (Amazon). El padre de Tesla ha hecho todo lo posible por desmarcarse de la imagen institucional e irritante del CEO tecnológico, en ocasiones valiéndose de una narrativa más próxima a Trump que al rupturismo con su propio statu quo.
A los ataques contra la prensa, sus irracionales cruzadas en Twitter o el anuncio a bombo y platillo de proyectos como el Hyperloop o los túneles de The Boring Company que ingenieros y expertos se lanzan a desmontar por su inviabilidad, se suma una contradicción mayúscula en la hoja de ruta de Tesla: las toneladas de litio que en los próximos años serán necesarias para fabricar las baterías eléctricas con las que funcionan los coches eléctricos podrían suponer un coste ambiental similar al que pretenden combatir.
Según un informe de la red medioambiental Friends of the Earth, la extracción de litio contamina el agua, daña el ecosistema y produce emisiones tóxicas al aire. El litio, además, suele hallarse en salinas situadas en territorios áridos, donde el acceso al agua es clave para sus habitantes –se estima que son necesarios cerca de dos millones de litros de agua para extraer una tonelada de litio–. El informe recoge casos como el del Salar de Atacama, en Chile, donde se ha desatado una guerra por el agua de la región; o el del Salar del Hombre Muerto, en Argentina, donde las comunidades locales denuncian que las operaciones de extracción de litio han contaminado arroyos utilizados para personas, ganado y riego de cultivos.
Mientras la acción del hombre blanco continúa destruyendo territorios indígenas, Tesla también se enfrenta a sus problemas del primer mundo: la errática cadena de producción del Model 3, el coche más económico de Tesla en busca de un público masivo, ha puesto en duda la viabilidad económica de la empresa. De aquellos barros, estos lodos: hace solo unos días, Musk anunciaba que la empresa recortaría en torno a 3.000 empleos, un 7% de la plantilla que se suma al recorte del 9% del último verano. La noticia contrasta con las dificultades de Tesla para cumplir con sus objetivos de producción de coches eléctricos y, en especial, con la forma que Musk tiene de ver el trabajo.
“Estoy durmiendo en el suelo de la fábrica, no porque piense que es un lugar divertido para dormir”, le decía en abril a una periodista de la CBS. ¿Por qué? “Porque no tengo tiempo de ir a casa y ducharme”, respondía Musk. En julio, en una entrevista para Bloomberg, su discurso pasaba a estar protagonizado por la autoflagelación: “Siento que tengo una gran deuda con la gente de Tesla que está favoreciendo al éxito de la empresa. La razón por la que dormía en el suelo no es porque no pudiera cruzar la calle y quedarme en el hotel. Fue porque quería, adrede, que mis circunstancias en la empresa fueran peores que las de nadie. Fuera cual fuera el dolor que ellos sentían, quería que el mío fuese peor”.
En la carta que Musk escribió a sus trabajadores anunciando la nueva ronda de despidos, enviada a la 01:20 de la madrugada del pasado 18 de enero, volvía a apelar al sentimentalismo gore; esta vez, para justificar la esclavitud voluntaria a la que somete a sus trabajadores: “Hay muchas empresas que pueden ofrecer un mejor equilibrio entre vida y trabajo, porque son más grandes y más maduras o porque están en industrias que no son tan vorazmente competitivas”. En palabras del CEO, “construir productos asequibles de energía limpia requiere de un esfuerzo extremo y una creatividad impecable”. “Tener éxito en nuestra misión es esencial para asegurar un buen futuro, por lo que debemos hacer todo lo posible para acelerarlo”. A estas alturas, poco queda que salvar de la romantización que Musk hace del trabajo extremo y, por extensión, del neoliberalismo salvaje que impera en Silicon Valley.
El villano se dispara al pie
Volvamos a las altas esferas del universo Kardashian. De repente, bam. Una popular rapera estadounidense entra en escena. Dedica a Elon Musk, a través de su cuenta de Instagram, una serie de notas en las que le acusa de tuitear colocado de LSD y llama a Grimes, la que era su novia, yonqui. Ella es Azealia Banks, una polémica artista que, en este cruce de multiversos, ha acabado en el mismo plano de realidad que la persona que quiere terraformar Marte.
La aparición de Banks en la historia no es casual. Responde, además de a grandes dosis de ego, a las circunstancias que llevaron a Elon Musk a tuitear el 7 de agosto de 2018 que estaba considerando lanzar una OPA sobre Tesla para sacarla de bolsa. La cantidad de la que hablaba Musk en el tuit, 420 dólares –que provocó una subida del valor de las acciones de la empresa–, era una referencia dirigida a Grimes sobre el significado que dicha cifra tiene en la cultura del cannabis. La broma condujo a una investigación por fraude de la Comisión de Bolsa y Valores de Estados Unidos que se saldó en una multa de 40 millones de dólares y la salida de Musk de la presidencia de Tesla durante tres años.
Ahora, Tesla y Musk se enfrentan a una demanda colectiva de un grupo de inversores, quienes alegan que el tuitero provocó el caos y perjudicó al accionariado. Además, y esto es lo más divertido, Grimes y Banks han sido citadas a declarar en el juicio al considerar que ambas tienen información relevante sobre los verdaderos motivos de Musk para publicar el tuit. En los mensajes publicados por Banks, la rapera aseguró que el día del fatídico tuit se encontraba en una propiedad del, por entonces, novio de Grimes; las artistas estaban trabajando en una canción.
La estrella del pop en la que se quiere convertir Musk choca de frente con su ocupación como súper rico a tiempo completo; a ninguna celebridad, y menos a estas alturas, se le perdonaría esa exaltación neoliberal de un “futuro mejor” a costa de explotar a sus trabajadores impúdicamente y de obviar el gasto que supone para el planeta la consecución de sus tecnologías.
En el suelo de alguna fábrica, Musk escucha el último single de Grimes, We appreciate power –Apreciamos el poder–, una canción escrita desde la perspectiva de una inteligencia artificial. Ahí tirado, maquinando sobre su próxima invención y sobre su viaje a Marte, Musk se siente como en casa. Ha encontrado su lugar en el mundo.
Los posibles puntos de partida para contar la historia de una persona son inagotables. ¿Empezarías por el principio; por el final? ¿Por lo bueno; por lo no tan bueno? La de hoy empieza con un empresario multimillonario de gran influencia mundial enfrentándose a la prensa. Un medio de comunicación publica una...
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Manuel Gare
Escribano veinteañero.
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