Tribuna
La tradición centralista de España
Sólo desde una decidida apuesta de los poderes territoriales, incluyendo ciudades y grandes áreas metropolitanas, será posible formar un frente común que incline la balanza hacía una profunda reforma del Estado
Jacint Jordana 17/02/2019
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Si algo puede llegar a explicar, no como causa única, pero sí como causa mayor, el desaguisado territorial que arrastra el Estado en España desde hace tanto tiempo, es su obsesiva tradición centralista. Tal obsesión constituye una ambición secular, que se puede encontrar ya en la formación del Estado absolutista, y que ha persistido hasta la actualidad, a pesar de todo tipo de cambios institucionales. Pero una tradición centralista no implica necesariamente el control efectivo del territorio y sus políticas, sino una pretensión insistente de ejercerlo.
Una característica básica del Estado en España a lo largo de los últimos siglos ha sido su enorme dificultad para ejercer su control sobre el territorio. Muchas razones se combinan para explicar esta “tiranía distante”, tomando el título del libro de Regina Grafe sobre la integración económica y la construcción del Estado en la España del siglo XVIII. Tomaría demasiado espacio reflexionar a fondo sobre las dificultades de construir un Estado moderno desde una capital que, por azares de la historia, se emplazó aislada y mal comunicada en el centro de la península, en un territorio con miles de kilómetros de costas abiertas a todo tipo de relaciones externas. No obstante, estas limitaciones estructurales, sin duda profundas, han imprimido un fuerte carácter a las estrategias de formación de un Estado moderno en España, desde el siglo XVIII hasta nuestros días. A diferencia de París, un eje natural de comunicaciones entre distintas partes del norte de Francia, Madrid se forjó exclusivamente como ciudad administrativa, a partir del traslado de la corte de Felipe II en 1561.
Incluso durante el franquismo, la distancia entre las estructuras de poder formal y las redes informales en el territorio era enorme. A mayor dificultad para centralizar, mayor obsesión del Estado
La obsesiva tradición centralista del Estado español no sólo deriva de su admiración por los éxitos de países vecinos. Otro elemento que puede explicar esta obsesión es precisamente la gran dificultad experimentada para poner en práctica sus políticas. A pesar de los avances de la centralización, en paralelo al crecimiento del Estado, la capacidad de las estructuras estatales para hacer efectivas todo tipo de políticas seguía afrontando muchas limitaciones –desde las políticas fiscales a las reguladoras, pasando incluso por las políticas de seguridad. Durante mucho tiempo, la disciplina económica y social apenas era ejercida a través del propio Estado. Incluso durante el franquismo, la distancia entre las estructuras de poder formal y las redes informales en el territorio era enorme. A mayor dificultad para centralizar, mayor obsesión del Estado, limitando aún más su permeabilidad con las estructuras informales de poder en el territorio, sin conseguir tampoco desmantelarlas.
En otras palabras, los intentos de construcción del Estado español, con un patrón homogéneo y centralista, sufrieron enormes dificultades, hasta el punto de que impidieron culminar tal objetivo, de manera que persistieron todo tipo de espacios sin articular, ocupados en parte por las estructuras de poder tradicionales, por élites urbanas modernizadoras, o incluso mediante fórmulas de construcción institucional alternativas. La salida de la dictadura franquista ilustra claramente esta situación. A pesar de que el Estado había dispuesto de cuarenta años sin restricciones para imponer un modelo centralizado, y a pesar de haberse esforzado a fondo, ya que la obsesión centralista se encontraba fuertemente arraigada entre los vencedores de la Guerra Civil, a mediados de los años setenta la explosión de identidades y poderes territoriales era incluso más fuerte y dinámica que antes de la dictadura.
La forma que fue adoptando a lo largo de los años ochenta el Estado de las autonomías fue un reflejo de esta explosión de pluralidad, una adaptación de la tradición centralista a las demandas democráticas, fruto también de la propia debilidad administrativa del Estado. No obstante, en las décadas siguientes, lo que podría haber sido una evolución institucional hacia un marco federal, tomó una dirección inversa. Por una parte, el aparato del Estado fue reforzando sus capacidades, gracias a la mejora general del país, y a su propia legitimación democrática; por otra parte, con el proceso de integración europea, se produjo una pérdida de responsabilidades por arriba, apuntando a que el poder central del Estado podría quedar muy condicionado, dada la combinación de presiones hacia arriba y hacia abajo.
La forma que fue adoptando a lo largo de los años ochenta el Estado de las autonomías fue un reflejo de esta explosión de pluralidad, una adaptación de la tradición centralista a las demandas democráticas
Por desgracia, ello no fue visto como una oportunidad para una reforma en profundidad del Estado, que impulsara sus elementos más estratégicos e innovadores, sino como una amenaza a su propia identidad y posibilidades de desarrollo organizativo. Así, la tradición centralista resurgió con fuerza, y dado que difícilmente podía enfrentarse a las pulsiones de la integración europea, las estrategias de contención y centralización en el marco del Estado de las autonomías se volvieron perentorias. La reinterpretación de la Constitución en clave centralizadora fue tomando cuerpo de forma progresiva, rompiendo con el modelo más equilibrado, inspirado en la lógica del federalismo cooperativo alemán, que había dominado durante las décadas anteriores. La obsesión centralizadora se enfrentó con el marco autonómico, consolidando una fuerte asimetría entre los distintos niveles de gobierno. La ausencia de contrapesos políticos en el ámbito territorial –a fin de cuentas, algo lógico en un Estado unitario– permitió imponer progresivamente esta nueva estrategia centralizadora, como un paso más para culminar la obsesión secular.
Frente a la persistente tradición centralista, aunque su lógica haya cambiado –de las graves dificultades de control territorial en siglos anteriores, a la actual pugna por espacios competenciales–, conviven dos alternativas diametralmente distintas. Esperar hasta que los sueños obsesivos de un Leviatán dolido se conviertan en una realidad efectiva, para consolidar una ciudad global hegemónica, capaz de proyectarse mundialmente, a la zaga de otras grandes ciudades europeas, como París o Londres. O frenar a un Estado administrativo incapaz de entender que los territorios y sus diferencias deben situarse por delante de los sueños homogeneizadores, y que existen otras fórmulas de articulación que no pasan por consolidar un Estado centralizado.
Sólo desde una decidida apuesta de los poderes territoriales, incluyendo ciudades y grandes áreas metropolitanas, será posible formar un frente común que incline la balanza hacía una profunda reforma del Estado, que rompa radicalmente con su arraigada tradición centralista. Como decía Pascual Maragall hace ya bastantes años, “si Madrid se va solo por ahí, puede ser que un día se encuentre que los demás vamos todos juntos por otro lado. El Madrid del Gobierno, claro. Porque el Madrid de Tierno no creo que esté metido en ese viaje”.
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Jacint Jordana es profesor de ciencia política en la Universidad Pompeu Fabra, y director del Institut Barcelona d’Estudis Internacionals.
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