Xabier Arzalluz, el guardián de las esencias
Muere el último padre del nacionalismo vasco histórico, líder del PNV durante dos décadas y miembro de la delegación vasca que negoció la Constitución, amado y repudiado a partes iguales que nunca tuvo reparos en mostrar una personalidad singular
Gorka Castillo 1/03/2019
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Hay un cuento de Lord Dunsany en el que los personajes dicen a modo de despedida: “Hasta que el recuerdo vuelva al corazón del hombre”. Recuerdo a mi padre bajo el alféizar del batzoki de mi pueblo esperando la llegada de Xabier Arzalluz (1932) con sus ojos claros encendidos y el corazón acelerado. Aquello era un acontecimiento de magnitudes colosales para un municipio de 1.500 habitantes. Había tantos o más periodistas que afiliados del PNV aguardando su llegada porque, como recuerda Ramón Mur en El Correo, “allí donde iba Arzalluz le seguían todos los medios de comunicación, por lo que pudiera decir que siempre tenía enjundia, tanto para sus partidarios como a los ojos de sus detractores, que los tuvo incontables”. Para mi padre era un guía espiritual a quien el simple hecho de estrecharle la mano le suscitaba quién sabe qué lucubraciones en su imaginación. Había que verle cómo escuchaba los discursos de aquel cura –así era cómo le llamábamos sus detractores– cuya legendaria ferocidad dialéctica levantaba el ánimo y la moral combativa a miles de militantes nacionalistas que, como mi padre, anhelaban la patria ausente.
Era diciembre de 1996, un día de cielo turbulento en la costa vasca, el típico atardecer invernal que las gaviotas aprovechan para jugar con el viento. Un día de realismo mágico inolvidable porque a mi padre no le quedaba mucho y él ya lo intuía. Eso tampoco se olvida. La vida posee una pluma imaginaria que escribe mensajes en las paredes del alma y ahí quedan. Pocas semanas después falleció y nueve años más tarde tuve la ocasión de contárselo al propio Arzalluz, ajeno, por supuesto, a lo que sucedió a su alrededor. Lo hice en una de las últimas entrevistas personales que concedió porque ya estaba retirado. De las últimas, digo, y la única que pude hacerle. Dos horas y media frente al tótem viviente de mi padre. Todos sabemos que los políticos son gente muy particular, tipos a menudo vanidosos e inseguros capaces de inspirar pensamientos angustiosos como el Montag de Ray Bradbury en Fahrenheit 451. Sin embargo, reaccionó dócil y empático, me miró fijamente y asintió gravemente: “Seguro que fue un buen vasco”.
Recuerdo a Xabier Arzalluz Antía, que entonces contaba con 73 años, en un austero despacho sin casi decoración, rodeado de libros y papeles escrupulosamente ordenados. En aquel momento, asumía sin pestañear el papel que el común de los mortales le había asignado: el de ser el último líder irrefutable del nacionalismo vasco rumiando su retirada de la política activa en su laberinto de silencio. Insistió en que sólo era un militante de base del PNV y que sus disertaciones sobre la situación de aquellos días –Zapatero estaba a punto de abrir un proceso negociador con ETA que a la postre resultó decisivo para acabar con el terrorismo– sólo eran fruto de la lectura pausada más que de sus conexiones con el circo político. Pero Arzalluz, el controvertido Xabier Arzalluz, no dejó de mascullar palabras que resonaban en la sala como un martillo pilón. Ecos contundentes que él, un veterano de la escena mediática, entonaba con cierta maestría. O eso me pareció, hipnotizado como estaba de aquel encuentro íntimo. Duro como una roca cuando citaba a Aznar, se transformaba en arena fina al hablar de sus recuerdos, de la admiración que sentía hacia el coraje mostrado por Adolfo Suárez en muchos momentos de la transición, incluso de la atenuada relación que aún mantenía con Felipe González. Hábil como una comadreja, entró a todas las preguntas directo, sin matices, “de cara y al choque” dijo, como un jugador de rugby acude a una melé. Quizá, ahí descubrí el motivo de que su trayectoria política estuviera plagada de adhesiones indestructibles e hirientes desencuentros. Pero insistía que así era él y que nadie, ni siquiera él mismo, “está libre de pecado”.
Siempre contundente, Xabier Arzalluz fue un auténtico artista en el lanzamiento de dardos envenenados contra todo lo intocable de este país. “Así es él. El primero en clamar por el acuerdo con España, el primero en reunirse con Aznar, el primero en decir públicamente que con éste sí es posible llegar a acuerdos históricos, pero también el primero en llamarle fascista y en apelar al RH como símbolo de la ‘vasquidad’ a sabiendas de que esa alusión sería utilizada por sus oponentes para tildarle de racista y nazi, y por extensión, a todo al nacionalismo vasco”, me comentó un antiguo dirigente del PNV que terminó desertando hacia las tesis pragmáticas que por aquel entonces propugnaba el sucesor de Arzalluz al frente del partido, Josu Jon Imaz, a quien por cierto aborrecía.
— Suárez, González, Aznar y Zapatero. Con todos ellos se ha reunido, ha pactado y ha tenido agrios distanciamientos. ¿Quién ha sido el peor para España?
— Con Zapatero nunca he coincidido, pero a los otros les conozco bien. Sin duda ninguna, el peor de todos ha sido Aznar. Creo que es una persona llena de complejos y demasiado desequilibrado.
Y era 2005. ¿Qué hubiera dicho hoy? “Lo despreciaba intelectualmente”, aseveró un antiguo miembro del Euzkadi Buru Batzar (EBB) ya retirado. Respecto a su biografía qué decir a estas horas. Pues que estaba casado, que tenía tres hijos y dos nietos, que llegó a la cima del PNV tras la muerte de Juan de Ajuriaguerra, en agosto de 1978, cuando sólo llevaba diez años como afiliado del partido. Arzalluz nació en la localidad guipuzcoana de Azkoitia, en el seno de una familia carlista, e ingresó a los 10 años en el noviciado de Loyola para hacerse jesuita. Licenciado en Derecho por la Universidad de Zaragoza, amplió sus estudios en Berlín y Frankfurt y vivió también un fugaz paso por Madrid, donde impartió clases de Derecho Político en la Universidad Complutense. Políglota orgulloso, fue miembro del comité ejecutivo del PNV entre 1971 y 1977, diputado al Congreso en la primera legislatura y, aunque fue reelegido, renunció al escaño parlamentario para dedicarse al partido, cuya presidencia asumió en 1980 como sucesor de otro de sus grandes rivales, Carlos Garaikoetxea. Tras dimitir en 1984 fue nombrado de nuevo presidente un año después como sucesor de Jesús Insausti “Uzturre”permaneciendo como guardián de las esencias peneuvistas hasta 2003 cuando decidió no presentarse a la reelección y retirarse. “Me retiré porque quise. Si hubiera querido, hubiera seguido”, puntualizó, antes de asegurar que vivía la actualidad política como un militante de base, aunque mentía. Vigilaba a Imaz como hace un sabueso a su presa aunque siempre lo negó. “Es que no tenemos grandes diferencias. La doctrina del partido se estableció cuando yo era presidente. La duda estriba hacia dónde quiere ir. Eso es una cosa aún por descubrir. Yo no me voy a meter”, aclaró cargado de razones durante aquel repaso que hizo a su trayectoria política.
La sinceridad, o al menos eso me pareció, le brotaba cuando se miraba las dos heridas que no lograba cauterizar. La más perturbadora era la de las víctimas. Desde su apariencia de altiva superioridad, bajó su voz acerada y respondió: “Yo, desde luego, considero que las víctimas del terrorismo son una de las cosas más tristes que hay en Euskadi. En mi opinión, son mucho más que la AVT. El problema es que, cuando se organizan con unas directrices, como ahora está pasando con la AVT, detrás se forman intereses de los que viven personas y partidos políticos que intentan apoderarse de ellos. Nunca las he rechazado, porque me merecen todo el respeto, aunquí sí a determinados dirigentes de esas organizaciones”.
La otra muesca le empujaba a provocar las contradicciones existenciales de ETA pero terminaba cayendo en su propia trampa. Arzalluz, que detestaba el socialismo, llegó a decir en público una de esas frases lapidarias que sembraron de espinas o pétalos buena parte de su carrera: Prefiero un lehendakari negro que hable euskera que uno blanco que no entienda la lengua vasca.
— Pero su cercanía hacia un marxista-leninista vasco es más fuerte que hacia un liberal español.
— Hombre, yo soy independentista como puede serlo Otegi, pero jamás aceptaré el marxismo-leninismo como él, así que no comparto su modelo de país. Tampoco entiendo que alguien sea capaz de asesinar o justificar las muertes para lograr un objetivo político. Nada merece la pena si hay muertes y asesinatos de por medio. Ni siquiera la libertad de una patria.
Con Alemania sacaba a relucir sus dotes de taxidermista político, la mirada le relucía, se desparramaba sobre su sillón de orejas y movía las manos con suavidad por la mesa vacía, como un profesor. “Sería un error adaptarlo a España. El estado alemán no está formado por un Estado central y los 'lander'. Son los 'lander' los que constituyen el Estado de una forma casi esencialista. Aquí ocurre justo lo contrario. Es el Estado quien otorga autonomías. ‘Te doy autonomía’, dicen. Y no es eso. Se confunden de plano. Se sueña con la fórmula alemana, pero se olvida que deben partir de una filosofía que aquí nadie va a admitir, porque existe un concepto unitario del país muy fuerte”, explicó un Xabier Arzalluz que de cerca intimidaba con esa mirada taladradora que parecía sopesar a su interlocutor y el rigor de sus preguntas. Sin embargo, también poseía una gran capacidad de empatía, como demostró durante dos décadas cuando acudía puntual a un batzoki de cualquier rincón de Euskadi para impartir liturgias de partido a sus entusiasmados militantes. Eran siempre en domingo, a la hora de la misa de doce. Y entre ellos estaba mi padre.
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Gorka Castillo
Es reportero todoterreno.
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