El infinito mapa de la barbarie
Una muestra recoge el trabajo de cuarenta fotorreporteros españoles contemporáneos en diversos lugares del planeta
Miguel Ángel Ortega Lucas Madrid , 13/03/2019
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El atlas de la barbarie es infinito. Incalculables las víctimas, las latitudes del horror. E infinitas las formas en que el animal humano puede someter, violentar, cercenar y destripar a sus presuntos semejantes de la presunta especie humana.
También parece ser inagotable el impulso de algunos por contarlo. Por meterse voluntariamente en las fauces de la bestia, el estómago del leviatán; con pasaporte que no caduca de una a otra embajada del infierno.
El Círculo de Bellas Artes de Madrid ha reunido en una muestra –Creadores de conciencia– el trabajo de 40 de esos extraños ejemplares: fotorreporteros españoles inmersos, muchos de ellos, en zonas de las llamadas de conflicto (pero qué no es una zona de conflicto, en este planeta). La raza a la que pertenecen es sin embargo la misma: “Suelen ser individuos solitarios, hechos al oficio de cazador”, señala el también fotógrafo Chema Conesa en el texto que introduce el recorrido. “Anclados a su compromiso profesional, a la decisión voluntaria que les ha llevado hasta allí, su meta es la foto, y no les preocupa su trascendencia ni repercusión. No pretenden adoctrinar a nadie y sin embargo la fuerza de sus imágenes provoca conciencia y tuerce voluntades aun a su pesar”.
¿No les preocupa la trascendencia, la repercusión? Esto quizá sea discutible; lo que sí parece probable es que ese impulso de vivir y de contar lo vivido (lo vivido por otros, y con otros, allá en el filo de la realidad) a través de una imagen sea ya un fin en sí mismo. Así como el cazador no piensa, mientras caza, en lo que sacará luego con la pieza. Es algo más allá lo que les espolea con determinación feroz, muy lejos de recompensas materiales (desde luego, “un oficio silencioso, con grandes dosis de riesgo, desprecio a la comodidad personal y a la seguridad económica”). Es otra cosa.
Resuena algo común, una letanía o musiquilla similar, cuando se presta atención a las biografías de cada uno de los autores: por ensoñación vocacional o por razones vagamente azarosas, por empecinamiento temprano o por renuncia posterior a otro tipo de vida, todos, en mayor o menor grado, parecieron rendirse a una llamada más poderosa que ellos mismos. Pareciera entonces, siguiendo este hilo, que hubieran acudido a atender esas voces en el desierto precisamente para registrarlas, para que pudiera oírse después el grito mudo, multiplicado, en los rincones adonde es imposible que llegara, nos llegara.
Hay gritos que atruenan más precisamente por haber quedado congelados en una imagen. Enric Folgosa (Barcelona, 1959), que “quiso estudiar periodismo o cine”, pero a quien “su padre convenció para que hiciera derecho”, terminó de todas formas en aquellos sitios donde las leyes ya no existen. Actualmente es editor de la agencia Asociated Press en Nueva York. Dice considerarse “mejor editor que fotógrafo”, pero suya es una instantánea memorable, tomada en Kosovo en 1998: el cadáver del guerrillero (del Ejército de Liberación de Kosovo) Ali Murat, a quien Folgosa había conocido junto a Miguel Gil el día anterior, muerto “al estallar una trampa explosiva en una gasolinera”. En la foto, un grupo de mujeres albanesas velan su cadáver; gritan, más bien, esa muerte. Es Yugoslavia, finales del siglo XX, pero podría ser un cuadro de Goya.
De una generación posterior, Diego Ibarra (Zaragoza, 1982) dice querer “mostrar la superación y la esperanza de las personas que viven y sobreviven en los países devastados” por la guerra. Hay una foto suya tomada en el campo de refugiados de Jalozai, en Pakistán, 2014. Jalozai, explica, “se ha convertido en una salida temporal, anquilosada en el tiempo, para miles de paquistaníes que huyen de la violencia”. En la foto, una mujer de edad indefinible, con túnica blanca, duerme o vela a un niño. Se asemeja a una piedad de Miguel Ángel que hubiera sobrevivido a un incendio.
Igual que en la belleza, algo hay de atemporal en el horror: de alguna forma, todo lo hemos visto ya, antes, aunque no sepamos dónde.
Y suele suceder también que no son las imágenes más presumiblemente duras las que más pueden conmover o impresionar. Una sola nota de apariencia tranquila inquieta más por contraste; por sugerir, más que mostrar, el horror soterrado que alienta alrededor. Judith Prat (Huesca, 1973), que ha documentado el trabajo en las minas de coltán en Congo, tomó una instantánea más bien apacible en la ciudad de Goma, adonde “llegan chicas desplazadas por el conflicto armado de su país”. “Viven todas juntas en una barriada a las afueras de la ciudad. Los fines de semana van a trabajar a Appolo, un concurrido prostíbulo del centro de Goma”. La imagen recoge unas piernas de mujer enfundadas en tacones y falda, a las puertas de una calle mísera. No hace falta leer la aclaración anterior para intuir que esa incongruencia (la de esos tacones en esa puerta, en esa calle) es siniestra.
Apunta Chema Conesa algo interesante en su texto: el hecho de que se pueda acusar a estos fotógrafos de “esteticistas de la miseria humana”: “Es el eterno problema de la comunicación de las catástrofes, cuando la dureza del contenido se representa bajo una soberbia forma estética”. En este sentido, el periodista Javier Bauluz (1960), que participa con varias instantáneas sobre la crisis de refugiados en Grecia, dice pretender que sus fotos vayan “al corazón o a la cabeza, no al estómago”. También en este caso las fronteras son difusas: hay poco margen del estómago al corazón. La digestión de las emociones que este tipo de instantáneas puedan provocar en quien las contempla no puede llegar a controlarse. Pero es, precisamente, la mirada artística, estética, lo que puede a la postre trasladar de una a otra retina –de la del fotógrafo a la del futuro testigo– la emoción que justificó la imagen: por qué hacerla de un modo supone que la imagen hable, grite incluso, o no diga absolutamente nada.
En ocasiones, sin embargo, conocer la historia que hay detrás multiplica exponencialmente el poder de la imagen; su conmoción, su terror. Y ese sentimiento que, aunque trate de blanquearse a veces, con pudicia, con la socorrida palabra empatía, tiene más que ver con lo que siempre se llamó pena, en crudo; tristeza sin orillas que no entiende nada. Es lo que sucede con la fotografía que encabeza este reportaje. Su autor es Emilio Morenatti (Zaragoza, 1969). Éste explica, en la leyenda que acompaña a la foto, que la mujer, paquistaní, se llama Busha Shari; que lo que le ocurrió, para tener así el rostro, es que su marido la atacó con ácido por pretender divorciarse de él. “La agresión incluyó una brutal tortura, de la que fue rescatada por los vecinos. Ha sido intervenida quirúrgicamente 25 veces y vive con su hermana cerca de Islamabad”.
No entender nada; entenderlo; volver a no entender.
Pero estos profesionales se empeñan en encontrar algún sentido oculto detrás. Una de las fotos de Sebastián Liste (Alicante, 1985) presenta una pelea, que se intuye implacable, entre dos niñas latinoamericanas de no más de 12 años. Se trata, explica el autor, de “dos primas peleándose al descubrir que tienen el mismo novio”. También explica: “Estas niñas vivían, junto a más de cien familias, en una fábrica abandonada” en Salvador de Bahía, Brasil, en donde se hacinaron para “huir de la peligrosidad de las calles”. El gobierno las desalojó en 2011 y construyó allí un parque: “Una de las medidas para limpiar la cara de las ciudades brasileñas de cara al Mundial de fútbol de 2014”.
Ana Palacios (Zaragoza, 1972 –llama la atención la cantidad de aragoneses y catalanes en este oficio, o en esta muestra) señala, en el texto que acompaña a sus fotos, que Tanzania es el país con más prevalencia de albinismo del mundo. Allí, “los brujos raptan a los albinos para mutilarlos y hacer pócimas de buena suerte” con sus miembros. “Además de persecuciones y mutilaciones, el mayor peligro es el cáncer de piel, que reduce su esperanza de vida a menos de treinta años”; también pueden quedar ciegos por el impacto solar.
Es por todo eso que las dos niñas, negras albinas, que presenta en sus imágenes deben vivir siempre a cubierto, escondidas. Kelen, de once años, baila en la foto, el vestido revolando en un giro: “Le encanta bailar”. Zaiwa, que aparece jugando con un balón, de edad parecida, “habla suajili, inglés y lenguaje de signos. Quiere ser maestra”. Ambas están condenadas a la oscuridad. Por eso, la luz que las dos irradian duele más, aquí en esta orilla.
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Creadores de conciencia. Hasta el 28 de abril en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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