TRIBUNA
La UE acaba con la Europa de los valores
Una parte de la sociedad, los medios y los partidos asumen con naturalidad la bondad ‘per se’ de todo lo proveniente de la UE
Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate 15/05/2019
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De nuevo, y pese al momento crítico que atravesamos, la campaña electoral europea bascula entre la desidia generalizada y el simplismo político: “Europa sí, Europa no”. Parte importante de la sociedad, de los medios y de los partidos entienden esta contienda como la maría de las elecciones en curso, por diferentes motivos: la lejanía y complejidad de los asuntos y decisiones europeas, frente a la cercanía de otras disputas estatales y locales; la escasa relevancia política del Parlamento europeo, incapaz de incidir en una agenda comunitaria que se decide en otros espacios (Comisión, Consejo, Banco Central Europeo, Eurogrupo, gobierno alemán, etc.), alejados de la soberanía popular; y, sin duda, el velo de europeísmo vacuo y acrítico que sigue recorriendo el continente –sobre todo por el Sur–, asumiendo con naturalidad la bondad per se de todo lo proveniente desde la Unión Europea. Partiendo de ahí, el escaso debate que aflora se reduce a la dicotomía ante señalada: por un lado, quienes ante la crisis quieren desmantelar Europa recuperando soberanía nacional desde posturas reaccionarias, esto es, la extrema derecha; por el otro, quienes abogan por el cosmopolitismo y el progreso que la UE representaría, premisa por tanto para enfrentar esta compleja coyuntura. Nacionalismo excluyente frente a vago europeísmo, este es el esquema en el que se desarrolla hegemónicamente la discusión.
En el marco de las izquierdas el enfoque es diferente. O quizá no tanto. Cierto es que hay una mayor conciencia sobre la relevancia de las decisiones que se toman desde la UE, con un impacto muy notable y creciente sobre nuestras vidas. También lo es que prima una mirada crítica del vigente proyecto europeo, tras décadas de imposición de políticas de austeridad, privatizaciones, rescates bancarios, tratados comerciales, necropolíticas migratorias, etc.
No obstante, de manera paradójica y salvo excepciones, no se genera un debate a la altura del momento, en términos de intensidad y complejidad. Frente al diagnóstico compartido más o menos crítico, hay varios factores que impiden abrir en canal el melón europeo: en primer lugar, sigue pesando también en las izquierdas cierto europeísmo vacío, temeroso en definitiva de un cuestionamiento radical de la identidad, agenda, estructura y horizonte de la UE; en segundo término, se apuesta preferentemente por reformar el proyecto, a partir de una especie de voluntarismo transformador que permitiría cambiar la agenda neoliberal en base a un apoyo y una movilización continental masiva; por último, y pese al diagnóstico crítico general, se destacan aspectos concretos que ponen en valor a la UE, como su sistema de justicia en defensa de ciertos derechos y libertades individuales –frente por ejemplo a la justicia patriarcal, o al derecho del enemigo aplicado en el Estado español para todo lo relativo a la “unidad de España”–, limitando así la intensidad de la crítica.
Como consecuencia, junto a propuestas de menor peso político en clave de recuperación de la soberanía estatal, las izquierdas amplían tenuemente el dicotómico debate, añadiendo la versión crítica de un europeísmo que apuesta por reformar el proyecto. ¿Es suficiente este marco para afrontar los retos que nos impone la crisis civilizatoria? ¿Son la agenda y la arquitectura de la UE reformables en la práctica? ¿Podemos dejar la crítica radical y la estrategia disruptiva únicamente en manos de la extrema derecha?
En nuestra opinión, la respuesta es negativa, ya que entendemos que la UE aplica de manera sistemática y desde hace más de tres décadas una agenda corporativa, mercantilista y pro-competitividad, que define su identidad; que esta agenda se sostiene sobre una arquitectura política autoritaria, autónoma de la soberanía popular, del derecho a decidir de los pueblos y al servicio de las grandes empresas; que las perspectivas de reforma futura de esta agenda y arquitectura (Libro Blanco sobre el futuro de Europa, Informe de los 5 presidentes, Fondo Monetario Europeo, etc.) avanzan en el ahondamiento de esta identidad; y que esta, finalmente, se encuentra prácticamente blindada mediante tratados y pactos, que fungen como una constitución europea de facto. De este modo, la secuencia agenda-arquitectura-tratados conforma un todo, una naturaleza inequívoca de la UE que únicamente mediante una especie de carambola, que luego expondremos, podría ser transformada. En la práctica, no deja espacio alguno para procesos y estrategias emancipadoras. Analicemos a continuación el estrecho vínculo entre agenda, arquitectura y tratados, para valorar así en mejor medida el marco actual de debate en las izquierdas.
La agenda corporativa no es un accidente, sino un rodillo al menos desde 1992, tanto en política interior como exterior. La austeridad, la política agraria común, la devaluación salarial, el control de los presupuestos estatales, los rescates bancarios, la prioridad y el chantaje para el pago de la deuda, la virulenta ofensiva en la firma de tratados comerciales, la necropolítica migratoria, etc., exponen a las claras este patrón coherente con el paradigma de la mercantilización capitalista. Además, las propuestas de revisión de la agenda vigente que actualmente hay sobre la mesa –junto a tímidos intentos federalistas y de creación de mecanismos de compensación en base a un mayor presupuesto–, caminan en esa dirección: Fondo Monetario Europeo (FME), mercado unificado bancario y de capitales, comités nacionales de competitividad, directiva Bolkestein de intervención pro-mercado de políticas locales –hoy paralizada, pero no derrotada–, ampliación de las competencias exclusivas de la UE, etc.
Esta agenda se sostiene y refuerza sobre una arquitectura política de bajísima intensidad democrática. En este sentido, el sistema euro define el marco de lo posible: moneda única; restricciones al déficit y deuda pública estatal vía Pacto de estabilidad y crecimiento; autonomía del BCE para limitarse a combatir la inflación; presupuesto comunitario mínimo en torno al 1% del PIB; asimetrías estructurales entre países agudizadas al no contar con herramientas de política económica. A partir de ahí, son la Comisión y el Consejo Europeo –con el sistema de codecisión para algunos ámbitos del Parlamento– quienes deciden, dentro de un marco creciente de competencias exclusivas y de carácter estratégico (comercio, competitividad, etc.). En última instancia, son los lobbies empresariales quienes mayor capacidad de incidencia tienen, más que la propia ciudadanía europea.
El círculo se cierra con el conjunto de tratados de la UE (Maastricht 1992, Ámsterdam 1996, Niza 2000 y Lisboa 2009). Estos, al igual que los tratados comerciales de nueva generación, constitucionalizan la agenda y la arquitectura corporativa, les dan rango máximo en la pirámide jurídica, ofreciéndoles de este modo un blindaje cuasi inexpugnable, al cual el sistema de justicia europeo tributa fundamentalmente. De este modo, las reformas de calado de dichos tratados exigen la unanimidad, en una Europa de 28. Al mismo tiempo, la paralización y veto de nuevas propuestas que los complementen debería contar con el apoyo de al menos cuatro Estados, que además sumen el 25% de la población europea. En este estrecho marco, ni siquiera una muy hipotética mayoría transformadora en el Parlamento europeo tendría capacidad alguna para dar un giro al proyecto.
¿Qué hacemos entonces desde apuestas emancipadoras? La reforma no es viable, y se queda en simple voluntarismo, en un acto de fe. La defensa de ciertos derechos y libertades, muy importante, se enmarca en un sistema de justicia que prima los intereses económicos sobre los derechos humanos. Proponemos a continuación una serie de reflexiones para tratar de ofrecer algunas claves para responder a esta complejísima pregunta, todas ella bajo la premisa de abrir completamente el melón europeo.
En primer lugar, y aunque parezca obvio, es importante distinguir entre Europa y la Unión Europea. Esta última es uno de los proyectos posibles. Y tal y como la hemos caracterizado, es la enterradora definitiva de la Europa de los valores, los pueblos, la paz y los derechos humanos. Quizá, por tanto, una redefinición sincera de europeísmo pase por desmantelar la UE. Sin abrir esta posibilidad al menos, anclados aún críticamente a una agenda y a una estructura corporativa que cercena los impulsos emancipadores, pudiéramos convertirnos a los ojos de la sociedad en parte del sistema, dejando así el terreno abonado para planteamientos disruptivos y radicales, pero reaccionarios y excluyentes. Se trata de salir de la dicotomía hegemónica, huyendo del frente contra la extrema derecha desde la alianza con neoliberales y socioliberales. E incluyendo en nuestras agendas la posibilidad de desmantelar la UE desde la izquierda, superándola por otro tipo de articulaciones internacionales bajo otros parámetros. Disputando a la extrema derecha, por tanto, también el significado de las soberanías, pero desde una mirada de izquierdas, desde la perspectiva democrática de los pueblos, sin lógicas excluyentes, por un lado, y sin caer en un cosmopolitismo vacuo e irreal, por el otro.
En segundo término, preparémonos para ensayar fórmulas unilaterales de salida de la UE, que amplíen sus grietas. Si la reforma del proyecto a escala continental es imposible planifiquemos, cuando se den las condiciones, salidas de países concretos. La propuesta del manifiesto Recommons Europe camina en esta dirección, planteando todo un programa de izquierdas a aplicar por hipotéticos gobiernos comprometidos. Por supuesto, siempre bajo estrategias audaces y cautelosas, y en función de cada contexto, del grado de movilización social y de las posibles alianzas internacionales.
Por último, se trata de fortalecer la solidaridad social y política extra e intraeuropea para prefigurar nuevos proyectos de articulación sobre premisas antagónicas a las vigentes. La recuperación de la soberanía estatal es solo un punto de partida, no de llegada. Su lógica es la de recuperar la democracia, el poder popular, lo común. No obstante, es una condición necesaria pero no suficiente: solo desde la articulación internacionalista podría plantearse la disputa con un capitalismo globalizado, en todos los niveles, en defensa de los pueblos y de la vida.
En definitiva, la UE no solo es irreformable, sino además es muy vulnerable en un contexto de colapso ecológico, guerra económica y posibles nuevos estallidos financieros –sin poder descartar una implosión del mismo dirigido por las élites–. O planteamos la posibilidad de participar en su transformación desde posturas emancipadoras e internacionalistas, o dejamos que otros y otras lo hagan.
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Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate es investigador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.
De nuevo, y pese al momento crítico que atravesamos, la campaña electoral europea bascula entre la desidia generalizada y el simplismo político: “Europa sí, Europa no”. Parte importante de la sociedad, de los medios y de los partidos entienden esta contienda como la maría de las elecciones en curso, por...
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