Reflexiones sobre desigualdad y educación económica
La exclusión social tiene efectos negativos en la esfera política, pues se perpetúa a lo largo de generaciones, reproduciendo desequilibrios en la igualdad de oportunidades entre ricos y pobres
José Segovia Martín 15/05/2019
Desigualdad, combate.
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En el año 2013, Christoph Lanker y Branko Milanovic crearon en un paper del Banco Mundial el que ha sido sin lugar a dudas el gráfico más icónico y comentado entre los economistas de la desigualdad en los últimos tiempos: el gráfico del elefante. En el gráfico se muestra la distribución del crecimiento de las rentas globales por percentiles durante los 20 años que van de la caída del muro de Berlín al estallido de la crisis financiera en 2008. Su nombre hace referencia al perfil que una línea imaginaria dibuja sobre los puntos de la distribución, perfilando un elefante por su lomo desde las rentas bajas, en la cola, al último percentil de la distribución en lo alto de la trompa. La imagen se hizo popular por su valor icónico, pues permite visualizar y recordar de manera sencilla cómo de eficientes han sido los diferentes grupos de renta en la lucha por capturar la riqueza global.
En diciembre de 2017, otro grupo de economistas formado por Facundo Alvaredo, Lucas Chancel, Thomas Piketty, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, amplió el rango de fechas del gráfico hasta el año 2016 utilizando datos procedentes de declaraciones de la renta. El gráfico aparece publicado en el informe de desigualdad mundial World inequality report (WIR). Aquí se observa que el decil más pobre y las clases medias europeas y norteamericanas son quienes menos riqueza han capturado, mientras que las clases medias de los países emergentes han experimentado un mayor “crecimiento”. Sin embargo, la gran beneficiada de la globalización es una élite económica formada por el 1% de la población mundial, que habría capturado el 27% de la riqueza producida a nivel global.
Ha sido largamente debatido si la diferencia entre ambos gráficos se debe al origen de los datos o a cuestiones metodológicas, pero los dos tienen algo en común: a saber, la renta de los más ricos crece más rápido que la de los más pobres. ¿Debería, sin embargo, importarnos tal cosa?
¿Por qué la desigualdad importa?
Una pregunta circula con cada vez más frecuencia por círculos académicos, entre los que se encuentran economistas, filósofos y todo tipo de investigadores del ámbito de las ciencias sociales. La cuestión reza así: si la pobreza extrema a nivel global ha caído y la mayoría de las personas son cada vez más ricas, ¿por qué debería importarnos que la riqueza se concentre de manera creciente en los percentiles más altos de población hasta extremos como los actuales? ¿Por qué debería importarnos que la mayor parte del PIB mundial vaya a parar de manera creciente a manos de los que más tienen?
Cuando los economistas hablan del crecimiento del PIB y dicen que en un año en particular ha crecido, digamos, un 5%, eso no quiere decir que todos los grupos de renta se hayan beneficiado por igual del aumento, pues tal dato habla poco de cuánta riqueza están capturando ricos y pobres. En un artículo reciente, el mismo Milanovic examina 40 años de la economía estadounidense, desde 1960 hasta 2010, para mostrar cómo la desigualdad impacta de diferente manera en el crecimiento económico futuro de cada grupo de renta. El resultado del estudio, a la luz de un sofisticado tratamiento de datos desagregados, viene a desvelar que la desigualdad produce un efecto negativo en la renta futura de los más pobres.
si la pobreza extrema a nivel global ha caído y la mayoría de las personas son cada vez más ricas, ¿por qué debería importarnos que la riqueza se concentre de manera creciente?
Una posible explicación es que en tanto y en cuanto dichas capas de población son relegadas a una posición marginal en la sociedad, a un bajo nivel educativo y a un estándar de salud más bajo, su poder de contribución al conjunto de la sociedad queda limitado, y por lo tanto sus posibilidades de crecimiento en etapas subsiguientes quedan restringidas. Se ha argumentado que el origen de este problema podría radicar en que una parte creciente del beneficio captado por rentas extremadamente altas es utilizada para operaciones financieras improductivas y, por lo tanto, no es reinvertida en la economía productiva o sectores estratégicos, tales como educación, sanidad e infraestructuras, fundamentales para la mejora de la renta real de los deciles inferiores. Esta financiarización de la economía ha sido relacionada por algunos autores con una mayor desigualdad, reducción de rentas de trabajo y un menor crecimiento económico.
Pero la exclusión social tiene también efectos negativos en la esfera política, pues se perpetúa a lo largo de generaciones reproduciendo desequilibrios en la igualdad de oportunidades entre ricos y pobres y en consecuencia genera diferencias en la posición relativa de unos y otros para ejercer poder negociador y promocionar sus intereses propios en la sociedad. Tales desequilibrios aumentan las probabilidades de generar problemas de convivencia e inestabilidad social, lo que a su vez repercute negativamente la esfera económica.
Ahora bien, más allá de debates que orbitan en torno a la política económica, existen motivos interesantes para la reflexión sobre el origen mismo del cuestionamiento a la importancia de la desigualdad. Una batalla de ideas, preferencias y valores subyace la cuestión inicial. Y es que, el grado de importancia que le damos a las cosas, aquello que constituye o no un problema ético, está determinado por cómo formamos nuestras opiniones en torno al objeto de análisis. Y dichas opiniones se forman a menudo a la luz de modelos que, más o menos acertados, se han hecho populares en un campo concreto. En el caso que nos ocupa, si la gravedad de la desigualdad está en entredicho, es porque existe en algún lugar una opinión que lo discute y que se ha transmitido socialmente. Una opinión primero modelada y luego aprendida que se transmite aquí y allá y que genera nueva opinión.
El juicio de la desigualdad extrema, en definitiva, nos permite pensar en qué medida los modelos económicos adoptados por la sociedad del momento responden a reglas optimizadas por la diversidad de la naturaleza del comportamiento humano o por una regla estándar que formaliza comportamientos competitivos. Por ejemplo, nos permite hacer valoraciones sobre qué es y qué no es justificable, qué es y qué no es deseable, o qué beneficios y fines globales deberían o no justificar ciertos medios o niveles de pobreza relativa. Este juicio estará necesariamente sujeto a la cosmovisión del mundo del conjunto de la sociedad. Y es aquí donde las cosas se ponen interesantes. El estudio del comportamiento humano es como la pescadilla que se muerde la cola, porque las opiniones de los seres humanos cambian según lo que se les enseñe sobre el comportamiento de los seres humanos.
Modelos de elección racional
Sostiene el profesor Ariel Rubinstein, insigne investigador de teoría de juegos, que cualquier interpretación que afirme que los modelos económicos producen conclusiones reales no tiene sentido, pues de los símbolos matemáticos formales emergen fábulas que no son reflejo del mundo real. Veamos un ejemplo concreto.
En el caso de la economía, el modelo quizá más popular de entre las aproximaciones neoclásicas, concibe frecuentemente al ser humano como un agente competitivo cuyo éxito adaptativo es función de su capacidad de acumular riqueza y maximizar su beneficio. Un agente racional perfecto, sin forma alguna de mundo interior, que se comporta de manera egoísta con el objetivo de maximizar utilidad como consumidor y rentas como productor. Es conocido como Homo economicus y ha sido el modelo más utilizado dentro del marco de las teorías de elección racional para estudiar el comportamiento humano en relación a cómo sus decisiones afectan las decisiones de los demás y viceversa. Mediante el uso de esta herramienta matemática se diseñan juegos de toma de decisiones donde los agentes eligen sus preferencias en función de una serie de balances de coste y beneficio, de modo que es asumido que los agentes en el juego querrán el mejor resultado para ellos mismos, y asumen que el resto de agentes querrá también lo mejor para satisfacer su interés personal.
Uno de los juegos más utilizados para investigar el comportamiento humano en teoría de juegos es el dilema del prisionero. Imagina que eres un preso y que compartes celda con otra persona. La policía os hace la misma oferta por separado: si testificas contra tu pareja de celda y tu pareja calla saldrás libre. Si testificas y tu pareja también lo hace, ambos pasaréis un año en la cárcel. Si callas y tu pareja calla, ambos pasaréis también un año en la cárcel. Pero si callas y tu pareja testifica contra ti, pasarás dos años en prisión. Dadas estas reglas, un agente racional al estilo Homo economicus testificará, puesto que lo peor que puede pasar es que pase un año en prisión, mientras que si no informa el tiempo que le espera en la cárcel es como mínimo un año.
En el mundo real también hay mucha gente que decide contribuir con sus recursos a la mejora de la vida de los demás, aunque este tipo de decisiones vaya a priori contra la lógica del agente racional
Pues bien, esto no es lo que ocurre cuando se le pregunta a gente real. Cuando juegan seres humanos, éstos muestran una sistemática desviación a callar, a cooperar, a mantener el pacto de silencio. Esto contradice las predicciones de los modelos de agentes racionales basados en el interés propio. En el mundo real, y quizá esto no sea una comparación trivial, también hay mucha gente que decide contribuir con sus recursos a la mejora de la vida de colectivos vulnerables, utiliza su tiempo de manera altruista o está en favor del mantenimiento de colegios y hospitales públicos, aunque este tipo de decisiones vaya a priori contra la lógica “egoísta” del agente racional.
Educación económica
Nos preguntamos entonces, ¿podría una sobreexposición a la instrucción en este tipo de modelos basados en el canon económico del interés personal afectar nuestro comportamiento? ¿Podría volvernos más egoístas?
Utilizando una variante del dilema del prisionero, un grupo de investigadores de la Universidad Cornell encabezado por Robert H. Frank publicó en 1993 un estudio que mostraba que los estudiantes de economía testificaron en un 60% de ocasiones, mientras que los estudiantes de otras carreras lo hicieron en un 39%. Por otro lado, la frecuencia de traición de los no economistas de los primeros años de carrera fue un 54% y bajó a solo un 40% en los alumnos de los últimos años de carrera. Esto implica que a lo largo de los años universitarios los alumnos parecieron aumentar su comportamiento cooperativo. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con los estudiantes de economía, cuya racionalidad egoísta no se vio alterada a lo largo de su vida universitaria.
Por supuesto, existen también contraargumentos que sugieren que estos resultados se explican no como consecuencia del entrenamiento educativo en modelos económicos, sino como consecuencia de la autoselección: a saber, aquellas personas más egoístas eligen estudiar economía. Estudios en favor de la autoselección se han alternado con otros que siguen apuntando a la educación para explicar una mejor valoración de la codicia, el interés personal y la maximización del beneficio.
Sin embargo, aunque estos resultados, constreñidos por un marco experimental, son difícilmente extrapolables al mundo real, Frank y sus colaboradores apuntaron indicios que no parecen fácilmente desdeñables. Por ejemplo, cuando se comparó con un grupo control formado por estudiantes de astronomía, los estudiantes de economía, especialmente si reciben educación en teoría de juegos, tienden a observar más interés propio tanto en sí mismos como en los demás. Concluyen en otro trabajo que la exposición a este tipo de entrenamiento económico alienta la idea de que la gente está guiada por su interés personal, lo que a su vez lleva a la gente a pensar que los demás actuarán también de manera egoísta. Por lo tanto, cuando alguien espera que su compañero no coopere, sencillamente, aumentan las probabilidades de no cooperar.
Volviendo al principio
Entonces, si en promedio todos somos más ricos ¿debería importarnos que la riqueza se concentre crecientemente en las capas más altas? ¿Son justificables los niveles actuales de desigualdad? En este artículo hemos repasado una serie planteamientos desde la perspectiva de la política económica. Si la desigualdad importa o no, depende de cómo se mire. Una respuesta pasa por discutir hasta la extenuación y averiguar algún día si efectivamente existe un modelo económico que produzca más riqueza que otro tanto a nivel global como en cada grupo de renta. Otra aproximación, más filosófica, podría plantear si la desigualdad extrema es un medio necesario y justificable para la consecución de fines supuestamente sustentados en intereses económicos.
no parece sensato desdeñar la posibilidad de que la educación económica que recibimos esté afectando nuestra visión sobre la desigualdad
La discusión aquí planteada, no obstante, deja de lado factores también relevantes como la relación entre la desigualdad y la destrucción ecológica o el cambio climático vinculados a un modelo concreto de desarrollo económico. Y en el fondo del debate filosófico sobre la desigualdad, inevitablemente encontraremos en última instancia la pregunta cuasi ontológica de qué es la libertad económica sin igualdad o, formulado de otra manera, qué significa realmente para un ser humano no estar coaccionado por otro cuando no se dan unas ciertas condiciones de igualdad en la capacidad efectiva de ambos para ejercer su voluntad propia.
En la segunda parte del artículo hemos visto cómo la respuesta que le demos a las cuestiones anteriores puede verse afectada por la educación. En concreto, hemos mostrado cómo la exposición a un modelo económico basado en la promoción del interés personal puede afectar nuestro comportamiento, volviéndolo más egoísta. No es del todo desdeñable por tanto que el grado de justificación de elementos sociales que tienen que ver con la acumulación de riqueza, el nivel de cooperación o el altruismo, esté condicionado por la sobreexposición a un tipo dominante de educación económica, por estar más extendido en las escuelas, universidades, medios de comunicación, redes sociales y resto de esferas de la vida cotidiana en general.
Con todas sus limitaciones para explicar el mundo real, una de las lecciones que podemos extraer del comportamiento humano en el dilema del prisionero es que aquello en lo que se nos instruye puede alterar nuestra visión del mundo, amplificando o disminuyendo sesgos personales, cambiando valores u opiniones, incentivando tendencias a ser más o menos egoístas, más o menos cooperantes, más o menos sensibles a justificar medios injustos, a sacrificar fines beneficiosos. En una sociedad cada vez más global, en la que las nuevas herramientas digitales de comunicación tienen una presencia cada vez más homogénea en todos los lugares del planeta, no parece sensato, por lo tanto, desdeñar la posibilidad de que la educación económica que cotidianamente recibimos esté afectando nuestra visión sobre la desigualdad. Todos estos ingredientes juntos no pretenden otra cosa que hacer hincapié en lo que por otro lado es obvio, y es que muchas causas pueden explicar el creciente cuestionamiento de la importancia relativa de la desigualdad económica en el mundo. Una muy importante puede estar en lo que se nos cuenta ahí fuera.
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Agradecimientos a Branko Milanovic por ceder su “gráfico del elefante” para la reproducción y uso en este artículo.
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José Segovia Martín
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