El primer contrarrevolucionario
Capítulo de ‘La mente reaccionaria’
Corey Robin 19/06/2019
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La revolución envió a Thomas Hobbes al exilio; la contrarrevolución lo trajo de regreso. En 1640, los parlamentarios opuestos a Carlos I denunciaban a cualquiera que «predicara la monarquía absoluta, donde el rey puede hacer lo que desee». Hobbes había terminado poco antes The Elements of Law, que predicaba precisamente eso. Después de que arrestaran al principal consejero del rey y a un teólogo afín, Hobbes decidió que era hora de irse. Sin ni siquiera esperar a que empacaran sus maletas, huyó de Inglaterra rumbo a Francia.1
Once años y una guerra civil más tarde, Hobbes huyó de Francia y volvió a Inglaterra. Esta vez huía de los monárquicos. Como antes, Hobbes acababa de terminar un libro. Leviatán, como explicaría más tarde, «lucha en nombre de todos los reyes y de todos aquellos que, bajo cualquier nombre, portan los derechos de los reyes».2 Era la segunda parte de esta afirmación, con su aparente indiferencia hacia la identidad del soberano, lo que ahora le creaba problemas. En Leviatán justificaba o, mejor dicho, demandaba que los hombres se sometieran a cualquier persona o personas capaces de protegerlos de un ataque extranjero o de los disturbios civiles. Con la monarquía abolida y las fuerzas de Oliver Cromwell controlando Inglaterra y encargándose de la seguridad de las personas, Leviatán parecía recomendar que todo el mundo, incluidos los realistas derrotados, profesaran lealtad a la Commonwealth. Previamente habían circulado versiones de ese mismo argumento, lo que había provocado el asesinato de Anthony Ascham, embajador de la Commonwealth, a manos de exiliados monárquicos en España. Así que cuando Hobbes se enteró de que en Francia miembros del clero intentaban arrestarlo —Leviatánera tan vehementemente anticatólico que ofendió a la reina madre— se marchó de París y regresó a Londres.3
No es casual que Hobbes huyera de sus enemigos y luego de sus amigos, pues estaba configurando una teoría política que destruía viejas alianzas. En vez de rechazar el argumento revolucionario, lo absorbió y lo transformó. De sus profundas categorías y su estilo se derivaba una defensa sin concesiones de la más rígida forma de gobierno. Le parecía que las formas centrífugas de comienzos de la Europa moderna —el sacerdocio universal, los ejércitos democráticos que se congregaban bajo el estandarte de los antiguos ideales republicanos; la ciencia y el escepticismo— debían ser canalizadas hacia un único núcleo: un soberano tan terrible y benigno que hiciera que cualquier desafío a su autoridad fuera considerado inmoral e irracional. De manera similar a los futuristas italianos, Hobbes puso la disolución al servicio de la resolución. Fue el primer filósofo —y el más grande junto con Nietzsche— de la contrarrevolución, alguien que, avant la lettre, mezclaba la vanguardia cultural y la reacción política y que entendía que para derrotar a una revolución debes convertirte primero en revolución.
¿Y cómo lo ha tratado la derecha? No muy bien. T. S. Eliot (que también sabía mezclar con destreza) llamó a Hobbes «uno de esos pocos y extraordinarios advenedizos a quienes los caóticos movimientos de la modernidad lanzaron a una eminencia que apenas merecían».4 De los cuatro teóricos políticos del siglo xx que Perry Anderson identificó como «la derecha intransigente»5 —Leo Strauss, Carl Schmitt, Michael Oakeshott y Friedrich Hayek— solo Oakeshott encontraba en Hobbes un espíritu afín.6 Los demás lo veían como fuente de un maligno liberalismo, jacobinismo o incluso bolchevismo.7
Los custodios ortodoxos del Antiguo Régimen a menudo confunden al contrarrevolucionario con la oposición. No consiguen atrapar la alquimia de su argumento. Todo lo que detectan es lo que está ahí —una nueva manera de pensar que se parece peligrosamente a la del revolucionario— y lo que no está ahí: la justificación tradicional de la autoridad. Al ortodoxo el contrarrevolucionario le parece un revolucionario. A sus ojos eso hace del contrarrevolucionario un sospechoso, no un camarada. Y no están del todo equivocados. Tanto para la izquierda como, en rigor, para la derecha —uno de los textos más conocidos de Hayek se titula «Por qué no soy conservador»—,8 el contrarrevolucionario es un pastiche de incongruencias: alto y bajo, viejo y nuevo, ironía y fe. El contrarrevolucionario intenta nada menos que cuadrar el círculo, estableciendo la prerrogativa popular y restableciendo un régimen que afirma que nunca fue construido por primera vez (el Antiguo Régimen era, es y será; nunca se construye). No es que el contrarrevolucionario esté dispuesto a la paradoja; simplemente, se ve obligado a cabalgar sobre las contradicciones históricas por el bien del poder.
Pero ¿por qué retomar a Hobbes para hablar de conservadurismo, de la derecha y de la contrarrevolución? Después de todo, ninguno de esos términos empezó a circular hasta la Revolución francesa o más tarde, y la mayoría de los historiadores ya no creen que la Guerra Civil Inglesa fuera una revolución. Las fuerzas que derrocaron a la monarquía podrían haber buscado tanto la República romana como la antigua constitución. Podían haber deseado una reforma de las costumbres religiosas o que se limitara el poder real. En cualquier caso, lo que estaba en su horizonte no era una revolución. ¿Cómo podría haber sido Hobbes contrarrevolucionario si no había una revolución a la que pudiera oponerse?
Hobbes, para empezar, pensaba de otro modo. En Behemoth, su tratamiento más acurado del tema, declaró con firmeza que la Guerra Civil Inglesa era una revolución.9 Y aunque con ese término quería decir algo como lo que querían decir los antiguos —un proceso cíclico de cambio de régimen, más cercano a la órbita de los planetas que a un gran salto adelante—, Hobbes veía en el derrocamiento de la monarquía un entusiasta (y a su juicio tóxico) anhelo de democracia, un firme deseo de redistribuir el poder entre un mayor número de hombres. Esa, para Hobbes, era la esencia del desafío revolucionario; y así ha sido desde entonces, ya sea en Rusia en 1917, en Flint en 1937 o en Selma en 1965. Que esta expansión democrática se inspirara en visiones más del pasado que del futuro no debe detenernos, al menos no más de lo que detuvo a Hobbes, Benjamin Constant o Karl Marx, que, por otro lado, vieron lo fácil que les resultaba a los franceses hacer su revolución mientras miraban hacia atrás, o incluso gracias precisamente a ello.10
Hobbes se oponía claramente a los «democráticos», como él llamaba a las fuerzas parlamentarias y a sus seguidores.11 Una suma considerable de su energía filosófica se gastó en esta oposición, y sus innovaciones más importantes se derivaban de ella.12 Su objetivo a combatir era la concepción de libertad de los demócratas, su idea republicana de que la libertad individual implicaba que los hombres se gobernaran colectivamente. Hobbes buscaba desatar el vínculo republicano entre la libertad personal y la posesión de poder político. Defendía que los hombres podían ser libres en una monarquía absoluta —o como mínimo no menos libres de lo que lo serían en una república o una democracia. Fue uno «de esos momentos que hacen época en la historia del pensamiento político anglosajón», dice Quentin Skinner. El resultado fue una nueva versión de la libertad con la que todavía hoy seguimos en deuda.13
Todo contrarrevolucionario afronta la misma cuestión: ¿cómo defender un viejo régimen que ha sido o está siendo destruido? El primer impulso —reiterar las viejas verdades del régimen— es normalmente el peor, porque a menudo son esas verdades las que pusieron al régimen en apuros en primer lugar. O el mundo ha cambiado tanto que esas verdades ya no generan asentimiento, o se han vuelto tan flexibles que se transforman en argumentos para la revolución. De cualquier modo, el contrarrevolucionario debe buscar en otro sitio materiales con los que construir su defensa del Antiguo Régimen. Esta necesidad puede llevarle al desacuerdo, como advirtió Hobbes, no solo con la revolución, sino también con el mismo régimen que define como su causa.
Los defensores de la monarquía en la primera mitad del siglo xvii ofrecían dos tipos de argumento, ninguno de los cuales Hobbes podía asumir. El primero era el derecho divino de los reyes. La doctrina incluía una innovación reciente —Jacobo I, el padre de Carlos, era el principal exponente en Gran Bretaña— que sostenía: que el rey era el representante de Dios en la tierra (y, de hecho, era un poco como Dios en la tierra), que solo debía rendir cuentas ante Dios, que era el único autorizado para gobernar y que no debería verse limitado por la ley, las instituciones o el pueblo. Como supuestamente había dicho el consejero de Carlos, «el dedo meñique del rey debe ser más grueso que las entrañas de la ley».14
Aunque ese absolutismo atraía a Hobbes, la base de la teoría era poco firme. La mayor parte de los teóricos del derecho divino presumían que Hobbes y sus contemporáneos, especialmente en el continente, creían que ya no existía ese derecho: una teología de fines humanos que reflejaba la jerarquía natural del universo y producía definiciones irrefutables del bien y el mal, de lo justo e injusto. Después de un siglo de matanzas provocadas por el significado de esos términos y el escepticismo sobre la existencia de un orden natural o nuestra capacidad de conocerlo, las defensas del derecho divino no parecían creíbles ni fiables. Con sus dudosas premisas, tenían tantas posibilidades de provocar el conflicto como de calmarlo.
Quizá lo más perturbador era que la teoría presentaba un teatro político en el que solo había dos actores de alguna importancia: Dios y el rey, cada uno operando para el otro. Aunque Hobbes creía que el soberano nunca debería compartir el escenario con nadie, tenía demasiada sintonía con el malestar democrático como para no darse cuenta de que la teoría rechazaba un tercer actor: el pueblo. Eso estaba muy bien cuando el pueblo andaba tranquilo y se mostraba deferente, pero durante la década de 1640 un drama de cámara entre Dios y el rey ya no resultaba viable. El pueblo estaba en el escenario y exigía un papel principal; no se le podía ignorar o darle un papel de una sola frase.
En resumen, los cambios en Inglaterra habían hecho que el derecho divino se volviera insostenible. El reto que afrontaba Hobbes era intrincado: cómo preservar el sentido del argumento (sumisión incondicional a un poder absoluto y no dividido) y a la vez eliminar sus premisas anacrónicas. Con su teoría del consentimiento, en la que los individuos pactan unos con otros para crear un soberano con poder absoluto sobre ellos, y su teoría de la representación, en la que el pueblo es personificado por el soberano sin que eso le suponga al segundo ninguna obligación, Hobbes encontró la solución.
La teoría del consentimiento no hacía suposiciones sobre la definición del bien y el mal ni dependía de una jerarquía natural del universo, cuyo sentido debe ser aparente para todos. Por el contrario, presumía que los hombres estaban en desacuerdo sobre esas cosas, y que el desacuerdo era tan violento que la única forma en que podían perseguir objetivos contradictorios y sobrevivir era ceder todos sus poderes al Estado y someterse a él sin protesta o desafío. Protegiendo a los hombres unos de otros, el Estado les garantizaba el espacio y la seguridad para continuar con sus vidas. Cuando esto se combinaba con la versión que Hobbes da de la representación, la teoría del consentimiento adquiría una ventaja añadida: aunque daba todo el poder al soberano, el pueblo todavía podía imaginarse a sí mismo en su cuerpo en cada golpe de su espada. El pueblo lo creaba, él los representaba; a fin de cuentas, eran él. Solo que no lo eran: el pueblo puede haber sido el creador de Leviatán —el infame nombre que Hobbes daba al Estado, tomado del Libro de Job—, pero, como cualquier otro creador, no tenía control sobre su creación. Fue un movimiento inspirado, algo característico de todas las grandes teorías contrarrevolucionarias, donde el pueblo se convierte en un actor sin papel, una audiencia que cree estar en el escenario.
El segundo argumento que se ofrece a favor de la monarquía, la posición constitucional monárquica, tenía raíces más profundas en el pensamiento inglés y era por tanto más difícil de rebatir. Sostenía que Inglaterra era una sociedad libre porque el poder real estaba limitado por el derecho común o se compartía con el parlamento. Esa combinación de imperio de la ley y soberanía compartida, afirmaba sir Walter Raleigh, era lo que distinguía a los súbditos libres del rey de los ignorantes esclavos de los déspotas del Este.15 Fue este argumento, y sus ramificaciones radicales, lo que impulsó las reflexiones más profundas y osadas de Hobbes sobre la libertad.16
Bajo la concepción constitucionalista de la libertad política descansa una distinción entre actuar por el bien de la razón y actuar al dictado de la pasión. El primero es un acto libre; el segundo no lo es. «Actuar por pasión», escribe Skinner en su descripción del argumento contra el que se posicionó Hobbes, «no es actuar como un hombre libre, ni siquiera es algo distintivo del ser humano; esas acciones no son una expresión de libertad verdadera, sino de mera licencia o de brutalidad animal». La libertad implica actuar en función de nuestro deseo, pero no deberíamos confundir eso con el apetito o la aversión. Como decía el obispo Bramhall, el gran antagonista de Hobbes: «Un acto libre es solo el que procede de la elección libre de la voluntad racional. Y «donde no hay consideración ni uso de razón, no hay libertad en absoluto».17 Ser libre entraña actuar de acuerdo con la razón o, en términos políticos, vivir bajo leyes que se oponen al poder arbitrario.
Como el derecho divino de los reyes, el argumento constitucional se había vuelto anacrónico a causa de los acontecimientos recientes, y especialmente por el hecho de que ningún monarca inglés de la primera mitad del siglo xvii hubiese afirmado que se lo creía. Empeñados en convertir Inglaterra en un Estado moderno, Jacobo y Carlos se vieron obligados a impulsar reivindicaciones mucho más absolutistas sobre la naturaleza del poder de lo que permitía el argumento constitucional.
Algo que resultaba más preocupante para el régimen, sin embargo, era la facilidad con que el argumento constitucional podía virar hacia un argumento republicano que se utilizara contra el rey. Los abogados de derecho consuetudinario y los parliamentary supplicants sostenían que, al despreciar la ley común y el parlamento, Carlos amenazaba con convertir Inglaterra en una tiranía; por su lado, los radicales insistían en que cualquier cosa por debajo de una república o una democracia, donde los hombres viven bajo leyes a las que han consentido, era una tiranía. Toda monarquía, a ojos de los radicales, era despotismo.
Hobbes pensaba que este último argumento derivaba de los libros de «historia y filosofía de los antiguos griegos y romanos», tan influyentes entre los cultos opositores al rey.18 Esa antigua herencia cobró nueva vida gracias a los Discursos de Maquiavelo, traducidos al inglés en 1636, que quizá fueran el objetivo final de Hobbes en su admonición contra el gobierno popular. Pero, como señala Skinner, la premisa principal del argumento republicano —que lo que distingue a un hombre libre de un esclavo es que el primero está sometido a su propia voluntad mientras que el segundo está sometido a la voluntad de otro— también se podía encontrar en la common law inglesa, en una reproducción «palabra por palabra» del «Digest de la ley romana», en una fecha tan temprana como el siglo xiii. De manera similar, la distinción entre voluntad y apetito, libertad y licencia, estaba «profundamente inscrita» en la tradición escolástica de la Edad Media y en la cultura humanista del Renacimiento. Esta filosofía de la voluntad, por tanto, encontró expresión no solo en las posiciones monárquicas de Bramhall y los suyos, sino también entre los radicales y los regicidas que derrocaron al rey. Tras el abismo que separaba al monárquico y al republicano había una base de supuestos compartidos sobre la naturaleza de la libertad.19 El genio de Hobbes fue reconocer esos supuestos; su ambición era aplastarlos.
Si bien la noción de que la libertad implica vivir bajo leyes prestaba apoyo a los partidarios de la monarquía constitucional (que daban mucha importancia a la distinción entre monarcas legítimos y tiranos despóticos), no conducía necesariamente a la conclusión de que un régimen tenía que ser una república o una democracia. Para impulsar este argumento, los radicales tenían que hacer dos reivindicaciones adicionales: primero, igualar la arbitrariedad o la falta de ley con una voluntad que no es propia, una voluntad que es externa o ajena, como las pasiones; y en segundo lugar, equiparar las decisiones de un gobierno popular con una voluntad propia, como la razón. Estar sometido a una voluntad que es mía —las leyes de la república o de la democracia— es ser libre; estar sometido a una voluntad que no es mía —los edictos de un rey o de un país extranjero— es ser un esclavo.
Al hacer esas afirmaciones, los radicales encontraban apoyo en una idea peculiar, aunque popular, de la esclavitud. Lo que hacía de alguien un esclavo, a los ojos de muchos, no era que estuviera encadenado o que su propietario le impidiera o forzara sus movimientos. Era que vivía y se movía bajo una red, la de la voluntad siempre cambiante y arbitraria de su amo, que podía caer sobre él en cualquier momento. Aunque esta red nunca cayera —el amo nunca le decía qué hacer ni lo castigaba por no hacerlo, o él nunca deseó hacer algo distinto a lo que le dijo su amo— el esclavo seguía esclavizado. El hecho de que «viviera en total dependencia» de la voluntad de otro, de que estuviera bajo la jurisdicción de su amo, «era en sí suficiente para garantizar la servidumbre», que el amo «esperaba y despreciaba».20
La mera presencia de relaciones de dominación y dependencia [...] se mantiene para reconducirnos del estatus de [...] «hombres libres» al de esclavos. No es suficiente, en otras palabras, disfrutar de nuestros derechos civiles y libertades sin darles importancia; si queremos contar como hombres libres, es necesario disfrutarlos de una forma particular. Nunca debemos obtenerlos simplemente por la gracia o buena voluntad de otro; siempre debemos considerarlos independientes del poder arbitrario de cualquiera que pretenda arrebatárnoslos.21
A nivel individual, la libertad significa ser tu propio amo; a nivel político, requiere una república o una democracia. Solo una completa participación en el poder público garantiza nuestra libertad en la «manera particular» que la libertad requiere; sin una participación política completa, la libertad será fatalmente recortada. Este doble movimiento, personal y político, es probablemente el elemento más radical de la teoría del gobierno popular, y, desde el punto de vista de Hobbes, el más peligroso.
Hobbes decide destruir el argumento desde el principio. Rompiendo con las concepciones tradicionales, defiende una versión materialista de la voluntad. La voluntad, dice, no es una decisión que resulta de nuestra deliberación razonada sobre nuestros deseos y aversiones; simplemente es el último apetito o aversión que sentimos antes de actuar, algo que a continuación impulsa al acto. La deliberación es como la vara oscilante de un metrónomo —nuestra inclinación va hacia delante y hacia atrás, alternando entre el apetito y la aversión—, pero menos constante. Cada vez que la vara se detiene, produciendo una acción o, por el contrario, ninguna acción en absoluto, resulta ser nuestra voluntad. Si esta concepción parece arbitraria y mecanicista se debe a que lo es: la voluntad no actúa de manera libre y autónoma ante nuestros apetitos y aversiones, juzgando y escogiendo entre ellos; la voluntad es nuestro «último apetito o aversión, que se adhiere inmediatamente a la acción, o a la omisión de esta».22
Imaginemos a un hombre con el más agudo apetito por el vino entrando en un edificio en llamas para rescatar una caja de esa bebida; ahora imaginemos a un hombre con una feroz aversión hacia los perros entrando en el mismo edificio para escapar de una jauría. Los contrarios a Hobbes verían en esos ejemplos la fuerza de la compulsión irracional; Hobbes ve la voluntad en acción. Puede que no sean los actos más cuerdos o prudentes, concede Hobbes, pero la cordura o la prudencia no tienen ningún papel en la volición. Ambos actos pueden venir obligados, pero lo mismo sucede con los actos del hombre que, a bordo de un navío que se hunde, arroja las maletas al mar para aligerar el peso y salvarse. Las elecciones difíciles, las acciones que se realizan bajo presión, son expresiones de mi voluntad, igual que las decisiones que tomo en la tranquilidad de mi estudio. Extendiendo la analogía, Hobbes defendería que, si entrego mi cartera a alguien que me pone una pistola en la cabeza, también se trata de un acto de voluntad: he escogido mi vida por encima de mi cartera.
En respuesta a sus detractores, Hobbes sugiere que no se puede actuar voluntariamente contra la propia voluntad; toda acción voluntaria es una expresión de la voluntad. Los límites externos, como quedar encerrado en una habitación, pueden evitar que actúe siguiendo mi voluntad; estar encadenado a otros puede obligarme a actuar de maneras que no he querido (cuando mi vecino da un paso hacia delante o levanta su herramienta, debo seguirle, a menos que tenga suficiente fuerza física como para resistir ante él y ante el tipo que viene detrás de mí). Pero no puedo actuar voluntariamente contra mi voluntad. En el caso del atracador, Hobbes diría que su arma cambió mi voluntad: pasé de querer guardar el dinero en la cartera a querer proteger mi vida.
Si no puedo actuar voluntariamente contra mi voluntad, tampoco puedo actuar voluntariamente según una voluntad que no es la mía. Si obedezco a un rey porque temo que me mate o encarcele, eso no significa la ausencia, la renuncia, la traición o el sometimiento de mi voluntad; es mi voluntad. Podría haber deseado otra cosa —cientos de miles de personas lo hacían durante la vida de Hobbes—, pero mi supervivencia o mi libertad me resultaban más importantes que lo que hubiera podido obtener con mi desobediencia.
La definición de libertad de Hobbes sigue esta idea de la voluntad. La libertad, dice él, es «la ausencia de [...] impedimentos externos al movimiento», y un hombre libre «es aquel que, en todas las cosas que es capaz de hacer por su fuerza e ingenio, no encuentra obstáculos para hacer lo que tiene voluntad de hacer».23 Puede quedarse sin libertad, insiste Hobbes, solo por obstáculos externos al movimiento. Cadenas y muros son obstáculos de ese tipo; las leyes y las obligaciones también, aunque tengan un sentido más metafórico. Si el obstáculo está en mi interior —no tengo la capacidad de hacer algo; tengo demasiado miedo de hacerlo—, carezco del poder o de la voluntad, no de la libertad. Hobbes, en una carta al conde de Newcastle, atribuye estas deficiencias a «la naturaleza y las cualidades intrínsecas del agente», no a las condiciones del ambiente político del mismo.24
Y ese es el propósito del esfuerzo de Hobbes: separar el estatus de nuestra libertad personal del estado de los asuntos públicos. La libertad depende de la presencia del gobierno, pero no de la forma que asuma ese gobierno; que vivamos bajo un rey, una república o una democracia no cambia la cantidad o calidad de la libertad que disfrutamos. La separación entre libertad personal y política tenía el efecto dramático de hacer que la libertad pareciera al mismo tiempo menos y más presente bajo un rey de lo que los antagonistas republicanos y monárquicos de Hobbes habían previsto.
Por un lado, Hobbes insiste en que no hay forma de ser libre y súbdito a la vez. La sumisión al gobierno entraña una pérdida absoluta de libertad: cada vez que me veo constreñido por la ley, no soy libre de moverme. Hobbes reivindica que cuando los republicanos argumentan que los ciudadanos son libres porque hacen las leyes, confunden la soberanía con la libertad: lo que tiene el ciudadano es poder político, no libertad. Se siente igual de obligado (quizá más obligado, sugeriría más tarde Rousseau) a someterse a la ley, y por tanto igual de no-libre a como estaría en una monarquía. Y cuando los que apoyan la monarquía constitucional defienden que los súbditos del rey son libres porque la ley limita los poderes del rey, Hobbes dice que se confunden.
Por otro lado, Hobbes piensa que si la libertad es un movimiento sin obstáculos, parece razonable que seamos mucho más libres bajo un monarca, incluso bajo un monarca absoluto, de lo que un monárquico o un republicano cree o estaría dispuesto a admitir.25 Ante todo porque, incluso cuando actuamos por miedo, actuamos libremente. «El miedo y la libertad son consistentes», dice Hobbes, porque el miedo expresa nuestras inclinaciones negativas; estas inclinaciones pueden ser negativas, pero eso no niega el hecho de que son nuestras inclinaciones. Así que, mientras no se nos impida poderlas seguir, somos libres. Incluso cuando nos sentimos aterrados por los castigos del rey, somos libres: «Todas las acciones que hacen los hombres en las comunidades por temor de la ley son acciones que quienes las hacen tienen libertad de omitir».26
Lo que es más importante: si la ley no dice nada, si no ordena ni prohíbe, somos libres. Solo hay que contemplar todas las «formas en que un hombre puede moverse», dice Hobbes en De Cive, para ver todas las formas en que puede ser libre en una monarquía.
Estas libertades, explica Hobbes en Leviatán, incluyen «la libertad de comprar y vender, y de hacer contratos unos con otros; de escoger su propia morada, su propia dieta, su propio oficio, e instruir a sus hijos como a ellos les parezca adecuado; y todo lo demás».27 Sea cual sea el grado de libertad de movimiento que el soberano pueda garantizar, la capacidad de seguir nuestros asuntos sin el obstáculo de otros hombres es libre. La sumisión a este poder, en otras palabras, aumenta nuestra libertad. Cuanto más absoluta sea nuestra sumisión, más poderosos y libres seremos. La subyugación es emancipación.
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1 Noel Malcolm, Aspects of Hobbes (NuevaYork: Oxford University Press,2002), 15–16; Richard Tuck, Hobbes (Nueva York: Oxford University Press, 1989), 24; Quentin Skinner, Visions of Politics, vol. 3, Hobbes and Civil Sciences (Nueva York: Cambridge University Press, 2002), 8–9; A. P. Martinich, Hobbes (Nueva York: Cambridge University Press, 1999), 161–162.
2 Skinner, Visions, 16.
3 Malcolm, Aspects of Hobbes, 20–21;Skinner,Visions,22–23; Martinich, Hobbes, 209-210.
4 T. S. Eliot, «John Bramhall», in Selected Essays 1917–1932 (Nueva York: Harcourt, Brace, 1932), 302.
5 Perry Anderson, «The Intransigent Right», en Spectrum: From Right to Left in the World of Ideas (Nueva York: Verso, 2005), 3–28.
6 Michael Oakeshott, «On Being Conservative», en Rationalism in Politics and Other Essays (Indianápolis: Liberty Press, 1991), 435. Ver también las útiles observaciones de Paul Franco en su prólogo a Michael Oakeshott, Hobbes on Civil Association (Indianápolis: Liberty Fund, 2000), v–vii; Paul Franco, Michael Oakeshott: An Introduction (New Haven, Conn.: Yale University Press, 2004), 10, 103, 106.
7 Friedrich A. Hayek, The Constitution of Liberty (Chicago: University of Chicago Press, 1960), 56; Carl Schmitt, The Leviathan in the State Theory of Thomas Hobbes: Meaning and Failure of a Political Symbol (Chicago: University of Chicago Press, 2008), 42, 68–69; Leo Strauss, Natural Right and History (Chicago: University of Chicago Press, 1953), 165–202; Leo Strauss, «Comments on Carl Schmitt’s Der Begri des Politischen», en Carl Schmitt, The Concept of the Political (New Brunswick, N.J.: Rutgers University Press, 1967), 89.
8 Hayek, Constitution of Liberty, 397–411.
9 Hobbes, Behemoth, ed. Ferdinand Tönnies (Chicago: University of Chicago Press, 1990), 204.
10 Benjamin Constant, The Liberty of the Ancients Compared with That of the Moderns, en Political Writings, ed. Biancamaria Fontana (Nueva York: Cambridge University Press, 1988), 307–328; Karl Marx, The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte, en The Marx-Engels Reader, ed. Robert C. Tucker (Nueva York: Norton, 1978), 595. Hay traducciones al castellano.
11 Hobbes, Behemoth, 28.
12 Quentin Skinner, Hobbes and Republican Liberty (Nueva York: Cambridge University Press, 2008).
13 Skinner, Hobbes, xiv.
14 David Wootton, Divine Rightand Democracy (Nueva York: Penguin, 1986), 28.
15 Ibid., 25–26.
16 Skinner, Hobbes, 57.
17 Ibid., 27.
18 Hobbes, Leviathan, ved. Richard Tuck (Nueva York: Cambridge, 1996),149.Hay traducción al castellano: Leviatán (Madrid: Alianza, 2018).
19 Skinner, Hobbes, x–xi, 25–33, 68–72.
20 Ibid., xi, 215.
21 Ibid., 211–212.
22 Hobbes, Leviathan, 44.
23 Ibid., 145–146.
24 Citado en Skinner, Hobbes, 130.
25 Ibid., 116–123, 157, 162, 173.
26 Ibid., 116–123, 157, 162, 173.
27 Hobbes, De Cive, en Man and Citizen, ed. Bernard Gert (Indianápolis: Hackett, 1991), 216; Hobbes, Leviathan, 148.
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