Tribunal Supremo: perfiles y frentes
Breves semblanzas de los seis magistrados y la magistrada que dictarán la sentencia del procés
Francisco Arroyo 24/06/2019
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“Inciertas son sus leyes / inciertas su medida y su balanza”. Los versos de Fray Luis de León, en su combate contra el mundo, permiten entender la faena que los magistrados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo tienen por delante, tras haber dejado visto para sentencia el juicio por rebelión y otros delitos contra líderes políticos y sociales del independentismo catalán. Los hechos, como es sabido, concluyeron en la proclamación –solemne y fugaz entonces, simbólica y fugaz ahora– de la república catalana en octubre de 2017. En función del fallo, sean los que sean los argumentos que de buena fe empleen los magistrados, ellos serán condenados por una u otra parte de la opinión pública y no se escatimarán las metáforas ofensivas, ni las insinuaciones, ni los dicterios. Es la servidumbre del juez y de la administración de justicia, un servicio público que nunca encabezará las encuestas de satisfacción de los ciudadanos por un rasgo singular: la justicia es dirimente, es decir, decide y pone fin a un conflicto. Y nunca lo hace a gusto de todas las partes.
Se ha insistido en que el proceso penal no es el cauce adecuado para solventar el conflicto político catalán. Desde luego. Es evidente que la sentencia no pondrá fin a la acerba controversia que enfrenta –en este momento, pues mayorías y minorías son variables– a la mitad de los catalanes con la otra mitad, y a esta última con la mayoría de los españoles: si Cataluña debe ser un estado independiente de España; tampoco la sentencia tendrá parte en si tal cuestión la debe decidir Cataluña por sí sola (una quimera, a la vista del desarrollo del brexit, pues el futuro no se termina con la soberanía en estos tiempos de dependencia cada vez mayor de los estados) o no. Desde el punto de vista jurídico ambas respuestas están en la Constitución y en la Constitución se hallan también los procedimientos para modificarla. El conflicto sometido a examen del Tribunal Supremo es muy otro, aunque los hechos enjuiciados sean la plasmación del plan urdido por los líderes de esa mitad de catalanes que propugnan la independencia. Consiste, como en cualquier juicio penal, en determinar si las conductas de los acusados pueden calificarse como delictivas, si encajan en los tipos previstos en el Código Penal.
No cabe descartar que la sentencia tenga efecto sobre el conflicto político. Pero no sabemos cuál. Hay quienes sostienen que una condena con penas severas agudizará la tensión (algunos de los acusados han sido votados reciente y reiteradamente) y hay quienes opinan que una absolución o una condena laxa constituirá un estímulo para que la historia se repita. Ambas tesis son razonables y, como toda profecía cuando se enuncia, falibles. Pero ninguna de esas hipótesis debe pesar, en puridad, sobre los magistrados: una sentencia penal no debe fundamentarse en argumentos consecuenciales, en el qué puede pasar si decidimos de esta forma, sino en el examen de lo sucedido, conforme a las pruebas practicadas en el juicio, y en el encaje de los hechos probados en los tipos delictivos. La única cuestión de futuro será, en su caso, la pena que el Tribunal acuerde imponer a los culpables.
Las premisas de esta labor son principios básicos de la justicia penal y reglas materiales y procesales más concretas. Todas estas premisas, sin embargo, pertenecen a un mismo mundo: el del deber ser, el de la ley, el del mármol pulido en el que se pueden grabar las letras que componen nuestros más altos valores. En los hombres estos valores tan altos resultan inciertos y menos fiables. Flaubert en su Diccionario de Lugares Comunes, el que cierra Bouvard y Pécuchet, dio una definición irónica y certera del Derecho: no se sabe lo qué es. A una conclusión parecida respecto a la Justicia llegó Hans Kelsen en el espléndido opúsculo que dedicó a esta cuestión en sus últimos años de vida Qué es la Justicia. Pero hacemos como que no, todos tenemos claro qué es la Justicia y qué es el Derecho, sobre todo para invocarlos cuando nos viene bien. Y hay personas, muchas, muy dignas y muy bien pagadas, que vivimos de ello, del Derecho y de la Justicia. Los más destacados de entre los operadores jurídicos, los jueces. Pese a sus togas, sus estrados y sus puñetas, pese a su solemnidad, pese a su poder, pese a su influencia, desengáñense, son como usted y como yo, humanos, seres de víscera, no de piedra. El cerebro, esa melaza gris llena de circunvoluciones y sangre, es un material mucho menos propicio que el mármol para darle claridad a la justicia. Es lo que, de momento, tenemos.
Son siete los magistrados que sentenciarán esta causa. Cinco pertenecen a la carrera judicial y otros dos fueron fiscales antes que jueces; todos ellos han desarrollado sus ya largas carreras profesionales en juzgados y tribunales, unos más cerca de los justiciables, otros más metidos en papeles. El primer sesgo es común a todos ellos. En efecto, el delito de rebelión, el más grave de la acusación, tiene como bien protegido la Constitución, el orden constitucional. En toda resolución dictada por un Juez se incluye una fórmula que recuerda que la autoridad del Juez le ha sido conferida por la Constitución. Un juez tiene con la Constitución trato diario y cabe suponer que el vínculo que le une a ella es más estrecho que el que tienen un fontanero, una novelista, un futbolista o una insigne arquitecta. Por raro que nos parezca, las instituciones también suscitan emociones en nuestro fuero interno (así se presenta muchas veces el problema catalán, como una cuestión de “sentimiento” hacia esa abstracción de fulgor inasible que llamamos “nación”). Hay un sesgo de proximidad que hace a un juez profesional más sensible a la violencia contra la Constitución que a alguien que no lo sea. Tan es así, que la división ordinaria de los magistrados, el hierro conservador y el yerro progresista, ha pasado casi desapercibida en este proceso.
Como el Tribunal decidió, con buen criterio, dar la máxima transparencia al juicio, quienes se hayan acercado a la retransmisión, habrán podido observar a los magistrados, ver sus caras y ademanes. Elucubremos sobre la personalidad de cada magistrado del tribunal a la vista de sus gestos. Al tiempo, y por capricho, daremos unas pocas pinceladas sobre sus trayectorias, así como sobre cuatro de las resoluciones que han firmado en el Alto Tribunal, todas ellas relacionadas con la libertad de expresión.
El plano frontal de los miembros del Tribunal recordaba a La Última Cena de Leonardo, con el presidente Marchena en el centro y tres magistrados a cada lado, uno por cada pareja de apóstoles. No nos engañemos por el símil pictórico: el Marchena pantocrátor que hemos contemplado durante la vista, el que ha ejercido el control gubernativo con eficacia y éxito de público, en la deliberación y fallo tan solo será el magistrado ponente. Manuel Marchena ha mostrado durante las sesiones una equidistancia oportuna, la que debe mostrar un juez ante las partes mientras se sustancia el proceso, no en la sentencia. Las ásperas ironías que se gastó con la filósofa Garcés y con la abogada del Estado Seoane en días de mal sueño, así como su insistencia en que no le hicieran perder el tiempo lo revelaron como un tipo sanguíneo en el trato. El conocimiento de la norma procesal y la fundamentación de sus decisiones, como un señor prudente al resolver. Marchena nació en Las Palmas de Gran Canaria en 1959, pertenece a la carrera fiscal y lleva en el Tribunal Supremo doce años. De Marchena he leído una sentencia. A su pluma se debe la que condenó a César Strawberry, quien había sido absuelto por la Audiencia Nacional de enaltecimiento del terrorismo por cinco tuits. Pese a que la Audiencia había declarado como no acreditado, en los hechos probados, que Strawberry buscase, con sus mensajes, defender los postulados de una organización terrorista, ni tampoco despreciar o humillar a sus víctimas, el Tribunal Supremo dijo que no quería saber nada de intenciones y que las palabras de Strawberry no eran otra cosa que su significado hiriente. Descartó la relevancia de la dimensión perlocucionaria del acto de comunicación en el que consiste la acción típica: las palabras son lo que son, escríbalas César Strawberry en un tuit, dígalas un terrorista en el banquillo o susúrrelas una monja de clausura en un ataque de pánico. El Marchena literal tiene peligro.
Los miembros del Tribunal estaban sentados en función de su antigüedad, los más veteranos más cerca del Presidente. En el extremo derecho del estrado se sentó uno de los recientes (llegó en 2014 al Supremo), Andrés Palomo, un personaje propio de Italo Calvino: por el plano general de la mesa presidencial preferido por el realizador se convirtió, ya en el magistrado flotante (aparecía y desaparecía según se inclinara hacia su compañero Varela), ya en el magistrado demediado: de Palomo hemos visto una mitad de magistrado que toma notas con fruición. Cuando se dejaba ver, lucía gafas de montura viejuna y un bigote corto y poblado, como de Agustín González, que le daban aire de actor de reparto –hubiera hecho magnífica pareja con Vicente Aleixandre. Nació en Salamanca y entró con 27 años en la carrera judicial. Pasó por Almendralejo, Mérida, Salamanca y Segovia, en cuya Audiencia Provincial estuvo dieciséis años, los últimos como presidente. No parece, por sus destinos, un aventurero. En su haber se cuenta la ponencia la sentencia 52/2018 que sienta una doctrina bien diferente respecto a tuits con alusiones al atentado de Carrero Blanco a la escrita por Marchena. En la sentencia de Palomo el Tribunal considera preciso “un ánimo tendencial de incitación a la violencia” para llenar el tipo de enaltecimiento, en doctrina más concorde con la que ha sentado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la libertad de expresión. Por esas casualidades de la vida de las que el procés es catalizador, Andrés Palomo debe escuchar ahora a Francesc Homs como abogado de Josep Rull, cuando tres años atrás le interrogó como investigado por el delito de desobediencia por el que fue finalmente condenado. Palomo fue el instructor de la causa contra Francesc Homs, con motivo de la consulta catalana de noviembre de 2014.
El siguiente por la derecha es Luciano Varela, gallego de Pontevedra, el magistrado de más edad, 72 años, a quien llegó la edad de jubilación forzosa en plenas sesiones y cuyo último trabajo como magistrado será este. Se le puede reconocer por dos rasgos: su cabeza hundida en el escaño y su ceño fruncido. Varela deja la toga cabreado, vaya usted a saber por qué. Con su semblante severo ha prestado atención a los declarantes más no parece que ninguno haya podido fijar su mirada en él, quién se atreve con la mirada de la Medusa. En uno de los pocos momentos de flaqueza de Marchena, aquel sumamente ridículo, en el que el propio presidente comenzó a repetir las preguntas que formulaba el abogado Ortega Smith porque el testigo convocado, Antonio Baños, por “dignidad democrática”, no quería responder directamente al letrado de Vox (aunque no tenía inconveniente en responder a esas mismas preguntas si eran repetidas por Marchena) Luciano Varela puso pies en pared. Tras un notorio aspaviento, se dirigió a Marchena con brazo tronante y el dedo índice extendido, como diciendo: “este tipo al calabozo”. A Baños le cayó una multa de 2.500 euros. Varela siempre ha tenido clara su autoridad. Me contaron que en uno de sus primeros destinos, un Juzgado de Instrucción de Lena ordenó, en efecto, el ingreso en el calabozo de un testigo, paisano astur y respondón, al que había convocado para declarar a las ocho y media de la mañana. Ha tenido también fama de juez muy trabajador. Fue uno de los fundadores de Jueces para la Democracia y firme defensor del uso de la lengua gallega en la Administración de Justicia: muchas de las sentencias que dictó en la Audiencia Provincial de Pontevedra fueron escritas en gallego. Dos de sus cuatros hijos son jueces.
Entre Varela y Marchena se sentó el magistrado con más antigüedad en el Tribunal Supremo, Andrés Martínez Arrieta, el magistrado de las dos mil sentencias. Si uno consulta en un buscador de jurisprudencia resoluciones del Tribunal Supremo, salen más de dos mil firmadas por este hombre. Martínez Arrieta está en el Tribunal Supremo desde el milenio pasado. Llegó en 1998 con 43 años cumplidos: eso solo puede significar una cosa, que Martínez Arrieta ha sido un juez muy brillante. Porque de pastueño tiene poco. Con treinta años, desde un juzgado de instrucción de Madrid tuvo que enfrentarse a la mafia policial que torturó e hizo desaparecer el cadáver de un delincuente común y colaborador de la policía, El Nani. Imagínenlo: la viuda de El Nani, también delincuente común ella, denuncia la desaparición de su marido tras una detención de la que no había constancia, acusando a altos cargos policiales de haberse desembarazado de su marido recién salido de prisión. Martínez Arrieta instruyó aquella causa, con un celo ejemplar y concluyó que Corella había muerto en comisaría, tras su detención ilegal. El caso acabó en 1990 con una sentencia del Tribunal Supremo que confirmó la condena a 29 años de prisión al comisario Javier Fernández Álvarez y a los inspectores Victoriano Gutiérrez Lobo y Francisco Aguilar González. Durante las sesiones del juicio del procés, el rostro de Andrés Martínez Arrieta ha sido inescrutable, sin que asomara atisbo de emoción alguno. Una frontalidad a la Constantino, que hace imposible un indicio, siquiera, de lo que esté pensando.
Pasamos al lado izquierdo de Marchena y encontramos a Juan Ramón Berdugo Gómez de la Torre, nacido en Valladolid; es el segundo magistrado más antiguo en el Alto Tribunal, en el que sirve desde hace quince años. El magistrado Berdugo tiene cabeza patricia y las puñetas más elegantes del elenco pero, francamente, parece sufrir hartazgo de jurisdicción –los jueces también están expuestos al tedium vitae– pues no es infrecuente verle con la palma de la mano de izquierda sobre la frente, en un gesto sutil, “Dios mío, dame más paciencia”. Y la paciencia se la da, porque sus ademanes sobrios, contenidos y discretos enmascaran con dignidad el cansancio vital. Le dicen conservador, pues pertenece a la Asociación Profesional de la Magistratura. Acaso por eso firmó, ya en 2007, la sentencia que confirmó la exoneración de los miembros del grupo de rock radical vasco, Soziedad Alkoholika, del delito de enaltecimiento del terrorismo por su canción “Explota zerdo”. Pasó por Salamanca y Córdoba antes de alcanzar el Supremo. Su hermano es Ignacio Berdugo, catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Salamanca, de la que también fue rector.
La sonrisa del juicio pertenece al magistrado Antonio del Moral. A la izquierda de Berdugo, del Moral ha sido pasto de memes por su gesto afable. En una cara marcada por las cejas densas, grandes, bien formadas y negras, la sonrisa del magistrado contrasta y dulcifica, lo que no ha sido entendido entre las filas de los acusados, para los que el gesto sonriente resultaba frívolo e inoportuno. Se agradece el toque de indulgencia. Responde a la timidez de origen, del que instintivamente piensa que no debe redoblar la incomodidad de quien tiene delante con un rostro huraño, así le pidan veinticinco años de cárcel. Del Moral ingresó en la carrera fiscal en 1983 y llegó al Tribunal Supremo. Accedió a la condición de magistrado por el quinto turno en 2012. Ha sido profesor en la Universidad Complutense y en el Instituto de Empresa y en la batalla por la libertad de expresión sus sentencias son juiciosas y sensatas y siguen la senda marcada por los tribunales guardianes de las libertades fundamentales, Constitucional y Europeo de Derechos Humanos. Una de sus resoluciones confirmó el rechazo de la querella planteada por Grifols en razón de supuestas calumnias. El Economista había publicado, bajo el titular “Grifols “compra” a 5.339 médicos en USA para promocionar sus productos”, información sobres obsequios a médicos americanos hecho por la empresa catalana, por importe de 1,15 millones de euros. Grifols consideró calumniosa la información aunque si uno hacía cuentas, el precio individual de cada médico ascendía a menos de doscientos euros. Su querella fue sobreseída y el Tribunal Supremo confirmó la decisión en sentencia puesta por Antonio del Moral, en la que se puede leer que el lenguaje es “algo más que palabras”.
La magistrada Ana Ferrer es la séptima. Fue la primera mujer que llegó a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y la condición de pionera siempre es un incentivo. El plano general también ha sido inmisericorde con ella. Cuando era incluida, asomaba a la pantalla una mujer seria, atenta con expresión perspicaz. Tiene galones en el control de legalidad del poder político: Ana Ferrer se enfrentó a la instrucción de un caso de corrupción difícil, en su época de magistrada-juez, el caso Roldán, dirigido contra el director general de la Guardia Civil por sobornos y malversación de fondos reservados del Ministerio del Interior. El caso concluyó con una condena de 31 años, pena agravada por el Tribunal Supremo al resolver el recurso de casación. El Supremo dijo de Roldán: “desarrolló una incesante actividad delictiva amparado en su cargo público con la finalidad de enriquecerse ilícitamente”. Vean los partidarios de la actividad a dónde conduce tanto hacer. Ana Ferrer sirvió después en la Audiencia Provincial de Madrid, de la que llegó a ser presidente, hasta el año 2014 en el que, con Andrés Palomo, accedió al Tribunal Supremo. El hecho de ser la primera mujer concitó la atención de la prensa y en El Mundo publicaron una entrevista. Le preguntaban si había algún resquicio que permitiese la autodeterminación de Cataluña. Contestó que ninguno y añadió: “La Constitución se puede modificar, pero nadie está por encima de la ley. Y los jueces tenemos que hacer cumplir la ley.”
Estas son las personas que habrán de dictar sentencia. Les deseo serenidad en el juicio y acierto en la argumentación. Y, desde luego, suerte.
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Francisco Arroyo es abogado y socio de Santiago Mediano Abogados.
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Francisco Arroyo
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