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Reseña

El futuro del capitalismo y la utopía que nunca fue

A propósito de ‘The Future of Capitalism’, el último libro del economista Paul Collier

Branko Milanović 28/08/2019

<p>Busto de Adam Smith en el teatro de Kirkaldy, con un grabado de la catedral de Glasgow.</p>

Busto de Adam Smith en el teatro de Kirkaldy, con un grabado de la catedral de Glasgow.

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El último libro de Paul Collier, The Future of Capitalism, no es fácil de reseñar. A pesar de su brevedad (215 páginas) cubre un amplio espectro, desde la interpretación socioeconómica de los últimos 70 años en Occidente a apelaciones a las empresas “éticas”, las familias “éticas” e incluso un mundo “ético”, pasando por una batería de propuestas de reforma para las economías avanzadas.

La afirmación menos caritativa que cabría hacerse sería que, en ocasiones, el libro bordea (y enfatizo el término) el nacionalismo, “la eugenesia social”, los “valores familiares” de los del tipo del movimiento de la Mayoría Moral, y el conservadurismo en el sentido literal del término, ya que presenta un pasado idealizado y exhorta a retornar a él. Sin embargo, también podría afirmarse que el diagnóstico de Collier de los problemas actuales es con frecuencia preciso y expuesto con meridiana claridad, y algunas de sus recomendaciones, convincentes y sofisticadas, aunque de sentido común.

Pragmatismo y Adam Smith

Collier se presenta como un “pragmático” que lucha (1) contra ideólogos: utilitaristas, rawlsianos (que son acusados, un tanto extrañamente, de haber introducido las políticas de identidad) y marxistas, y (2) contra populistas que carecen de ideología pero que juegan con las emociones de la gente. Las primeras tres ideologías se equivocan, de acuerdo con Collier, porque siguen su propio guión, que no es adecuado para los problemas actuales. Los populistas, por otra parte, ni siquiera se preocupan por mejorar las cosas, sólo por gobernar y pasar un buen rato. En consecuencia, únicamente tiene sentido una aproximación pragmática.

la esfera económica de Smith se está extendiendo velozmente y “devorando” las áreas a las que remite el Smith de la ‘Moral de los sentimientos’

El pragmatismo, no obstante, es una ideología como cualquier otra. Es erróneo creer que uno está libre de trampas ideológicas sólo con afirmar que es un “pragmático”. El pragmatismo recoge las ideologías dominantes de ese día y las reordena. Como cualquier otra ideología, proporciona un marco interpretativo. Los pragmáticos son, como dijo Keynes en un contexto similar, “hombres prácticos que se creen libres de cualquier influencia intelectual, [pero] por lo general son esclavos de algún economista difunto [o ideólogo; añado]”.

El segundo pilar del libro de Collier es su interpretación de Adam Smith. La lectura que se presenta ha devenido popular recientemente e intenta “suavizar” las aristas del Adam Smith de La riqueza de las naciones (interés propio, beneficio y poder) con el Smith más agradable de la Teoría moral de los sentimientos. Este es un viejo debate que se remonta casi unos 200 años.

Hay, creo, si no dos Smith, al menos uno para dos tipos diferentes de circunstancias. El Smith de la Teoría de moral de los sentimientos está preocupado con nuestro comportamiento con la familia, amigos y la comunidad, mientras que La riqueza de las naciones se ocupa de nuestra vida económica y comportamiento como “agentes económicos” (detallo esta idea en mi próximo libro, Capitalism, Alone). David Wotton sostiene convincentemente lo mismo en Power, Pleasure and Profit. El propio Collier dice lo mismo hacia el final de su libro (p. 174), pero en sus primeras páginas todavía argumenta que el Adam Smith de la Moral de los sentimientos puede aplicarse asimismo a la economía.

Para un economista, solo importa el Smith de La riqueza de las naciones. Los economistas no afirman (o aseguran no afirmar) tener conocimientos particularmente valiosos sobre cómo se comporta la gente fuera de la esfera económica. Por este motivo, los economistas emplean el modelo de homo economicusde Smith, que persigue solamente un beneficio monetario o, en términos más amplios, su propio provecho. Esto no excluye, por descontado, la cooperación con otros, como Collier y algunos otros escritores parecen creer. Es obvio que muchos de nuestros objetivos monetarios se consiguen mejor a través de la cooperación: me va mejor cooperando con la gente de mi universidad que montando mi propia universidad. Pero haga lo uno o lo otro, persigo mi propio interés egoísta. No hago las cosas por motivos altruistas, como quizá podría hacer en mis interacciones con mi familia o mis amigos.

Es cierto (y lo comento en Capitalism, Alone) que bajo las condiciones de globalización hipercomercializada, la esfera económica de Smith se está extendiendo velozmente y “devorando” las áreas a las que remite el Smith de la Moral de los sentimientos. En otras palabras, la mercantilización “invade” las relaciones familiares y nuestro tiempo de ocio. Collier y yo coincidimos. Pero mientras yo pienso que esta es una característica inherente de la globalización hipercomercializada, Collier cree que las manecillas del reloj pueden retrasarse para retornar a un “mundo ético” que existió en el pasado y, al mismo tiempo, mantener la globalización tal y como es hoy. Esto no es más que una ilusión, lo que me conduce a la nostalgia de Collier.

La utopía que nunca fue

Desde el punto de vista de Collier, la socialdemocracia que trajo la época dorada de 1945-75 lo hizo por motivos éticos. En varios lugares, repite esta asombrosa afirmación: “[Roosevelt] fue elegido porque la gente reconoció que el New Dealera ético” (p. 47). El origen de la socialdemocracia descansa en un (bonito) movimiento cooperativo, argumenta, aunque, en realidad, las reformas que siguieron a la primera y segunda guerras mundiales fueron el resultado de una lucha, a menudo violenta, de un centenar de años, librada por los partidos socialdemócratas para mejorar las condiciones de los trabajadores. La socialdemocracia no surgió porque unos líderes éticos decidiesen de repente hacer “más bonito” el capitalismo. Fue porque dos guerras mundiales, la revolución bolchevique, el crecimiento de los partidos socialdemócratas y comunistas, y sus vínculos con sindicatos fuertes, provocó un cambio en el curso de la burguesía, bajo la sombra de la amenaza de desórdenes sociales y expropiaciones. El capitalismo no se transformó gracias a la benevolencia de la derecha, sino porque las clases altas, castigadas por su experiencia pasada, decidieron seguir su propio y bien formado interés: ceder algo para poder preservar más. (Para una lectura similar, véase Samuel Moyn, Avner Offer).

Esta diferencia en cómo interpretamos la historia es importante. Cuando la aplicamos a nuestros días, el punto de vista de Collier apela a la aparición de dirigentes éticos. Mi interpretación es que nada cambiará a menos que haya robustas fuerzas sociales que combatan los excesos del sector financiero, la evasión fiscal y la elevada desigualdad. Lo que importa no es la ética o los líderes éticos, sino los intereses de clase y el poder relativo.

En el relato de Collier, los ‘treinta gloriosos’ del siglo XX fueron una Arcadia donde gigantes morales recorrían la Tierra, las grandes empresas se preocupaban por sus familias y las familias eran “plenas” y “éticas”. Esta utopía no existió en verdad nunca, no al menos en el modo en que se describe en el libro. Como muchos otros, he señalado que los años de 1945 a 1975 fueron muy buenos para Occidente, tanto en términos de crecimiento y seguramente en términos de reducción de las desigualdades en riqueza y salarios. Pero no hubo ninguna Arcadia, y en muchos aspectos eran mucho peores que nuestro presente.

La “familia ética” de Collier, en la cual “el marido era la cabeza visible” (p. 103), en la que cada miembro (supuestamente) se preocupaba por los otros, y varias generaciones vivían bajo un mismo techo, era un patriarcado jerárquico que prohibía legalmente la formación de otros tipos de familias.

nada cambiará a menos que haya robustas fuerzas sociales que combatan los excesos del sector financiero, la evasión fiscal y la elevada desigualdad

En Estados Unidos, la época dorada fue también la del mimetismo y el conservadurismo, una extendida discriminación racial y la desigualdad de género. Con frecuencia se olvida que durante esa época dorada Francia estuvo al borde de una guerra civil en dos ocasiones: durante la Guerra de Argelia y en 1968. España, Portugal y Grecia estaban gobernadas por regímenes cuasifascistas. Los años setenta trajeron consigo el terrorismo de la Baader-Meinhof y las Brigadas Rojas. Si aquellos años eran tan buenos y tan “éticos”, ¿por qué se produjo la rebelión universal de 1968, de París a Detroit?

Ese mundo imaginado nunca existió y es muy improbable que volvamos a él. No sólo ya porque nunca existió, sino porque nuestro mundo es completamente diferente. Collier pasa por alto el hecho de que el mundo de su juventud, al cual quiere que regresemos, era un mundo de unas descomunales diferencias de ingresos entre el primer y el tercer mundo. Por ese motivo la clase trabajadora inglesa podía (como él escribe) sentirse muy orgullosa y superior a la gente del resto del mundo. No pueden sentirse tan orgullosos y superiores ahora porque otras naciones que se les acercan. Implícitamente, se afirma que la recuperación del respeto de la clase obrera inglesa exige el retorno a la estratificación mundial de salarios. 

Este libro está construido, pues, sobre arenas movedizas, al basarse en un mundo que no existió y nunca existirá. La próxima década no serán los 1945 que se imagina, no importa cuánto lo pidamos a voz en grito. Pero esto no significa que los análisis de Collier de nuestros problemas y sus recomendaciones sean equivocadas. Muchas de ellas son, en verdad, muy buenas.

Empresas éticas y familias “éticas”

Collier defiende que para ser vistas como éticas y ofrecer a sus plantillas trabajos que merezcan la pena, las empresas deberían incluir a los trabajadores en la gestión diaria, darles mucho más poder en los niveles intermedios e introducir la redistribución de beneficios. Todas estas son recomendaciones valiosas. Como Collier, creo que, además de proporcionar “mejores” trabajos, estas medidas ayudarían a incrementar los beneficios de las empresas. La cuestión, no obstante, es cuántas compañías pueden permitirse actualmente proporcionar estos trabajos que merecen la pena y son (relativamente) estables debido a los veloces cambios impulsados por la globalización. En cualquiera de los casos, la idea es correcta.

Collier defiende que para ser vistas como éticas y ofrecer a sus plantillas trabajos que merezcan la pena, las empresas deberían incluir a los trabajadores en la gestión diaria

Collier pasa a continuación a la que, quizá, sea la recomendación más intrigante del libro, una que va más allá de la habitual: “aumentemos los impuestos e introduzcamos más impuestos progresivos.” El autor observa la enorme brecha entre las ciudades globales prósperas (como Nueva York y Londres) y las zonas de interior a sus espaldas, abandonadas. El éxito de las metrópolis se basa en las economías de escala, la especialización y la complementariedad (el beneficio de la aglomeración). La gente puede especializarse porque la demanda de habilidades especializadas es elevada (los mejores contables especializados en impuestos se encuentran en Nueva York, no en pequeñas ciudades dilapidadas). Las empresas pueden sacar provecho de las economías de escala porque la demanda es elevada, y los trabajadores especializados se benefician de la complementariedad de las habilidades de otros trabajadores con los cuales están en estrecho contacto geográfico e intelectual.

¿Quiénes son, pues, los principales ganadores del éxito de las metrópolis?, se pregunta Collier. La gente que posee suelo y viviendas (a medida que los precios de la vivienda se disparan) y los profesionales altamente cualificados que, incluso después de pagar alquileres más altos, siguen ganando más en estas ciudades globales que en cualquier otro lugar del mundo. La sugerencia de Collier, basada en su trabajo con Tony Venables, es aumentar considerablemente los impuestos sobre estos dos grupos de contribuyentes introduciendo, por ejemplo, impuestos suplementarios que podrían estar basados en su localización geográfica: impuesto a la vivienda e impuesto a las rentas altas que viven en Londres, por ejemplo.

¿Cómo se puede ayudar al resto del país para que se equipare? Utilizando el dinero recolectado en Londres o Nueva York para ofrecer subvenciones a grandes compañías del tipo clúster (como Amazon) si establecen sus negocios en ciudades menos favorecidas como Sheffield o Detroit. Se trata de una idea que puede discutirse, pero la lógica de su argumento es bastante convincente, y el tipo de impuestos sugerido por Collier tiene la ventaja de ir más allá del indiscriminado aumento de impuestos para todos. Estamos hablando aquí de impuestos con objetivos y de subvenciones con objetivos. Ésta es la parte más consistente del libro de Collier.

Soy menos entusiasta en lo que respecta a las sugerencias de Collier sobre la llamada “familia ética”. Aquí se muestra el Collier más conservador, aunque su conservadurismo social esté envuelto en el ropaje de estudios científicos que mostrarían cómo a los niños que viven en familias “plenas” con dos padres heterosexuales les va mejor que a los que viven con un solo padre o madre soltera.

Soy menos entusiasta en lo que respecta a las sugerencias de Collier sobre la llamada “familia ética”. Aquí se muestra el Collier más conservador

Lo que dice Collier implica, prácticamente que las madres deberían aguantar relaciones en las que no hay afecto, o incluso hay maltrato, para que pueda haber un padre y una madre en la familia. Este tipo de familiares, de acuerdo con el autor, debería recibir apoyo, y las guarderías deberían ser gratuitas para todos los niños (algo muy razonable). Collier también describe convincentemente las muchas ventajas que los niños de los ricos tienen, no sólo a través de la herencia, sino del capital intangible de conocimiento y de las conexiones de sus progenitores. Se ha investigado muy poco sobre este tipo de capital social heredado y espero que eso cambie porque su importancia en la vida real no es poca.

Collier exhibe una clara preferencia por la familia “estándar” e incluso por algún tipo de “eugenesia social”, por ejemplo cuando critica una política británica que proporciona vivienda de manera gratuita y, desde 1999, subsidios extraordinarios para las madres solteras, lo que ha animado “a muchas mujeres… a tener niños que no recibirán una buena educación” (p. 160).

El argumento de que los padres deberían sacrificarse (sin importar el coste psicológico) por sus hijos es asimismo peligroso. Nos lleva a la formación de la familia en el siglo XIX, cuando las mujeres vivían a menudo en matrimonios horribles debido a la presión social para que no se considerase que abandonaban o no se preocupaban de sus hijos. Esta no es una solución posible ni deseable hoy. Una familia ética debería considerar por igual los intereses de todos sus miembros, no sacrificar la felicidad de algunos (casi siempre de las madres) al resto.

El mundo ético

Collier tiene sorprendentemente poco que decir sobre el mundo ético. Su mundo ético es un mundo en buena medida cerrado a la nueva inmigración, que Collier rechaza sobre la base de la incompatibilidad cultural entre los migrantes y los nativos, un punto de vista que se remonta a Assar Lindbeck y George Borjas. Resulta interesante que no cite a ninguno de ellos ni tampoco a otros autores (el libro está dirigido a un público amplio, así que las menciones a otros autores son muy raras.)

Es desconcertante que Collier, que ha pasado más de tres décadas trabajando sobre África, no tenga casi nada que decir sobre cómo se ajusta África y la inmigración africana a este “mundo ético”. Para el autor, sólo hay dos maneras de gestionar la inmigración: en la primera, los inmigrantes o refugiados deberían permanecer en países cercanos geográficamente a los suyos: los venezolanos en Colombia, los sirios en el Líbano y Turquía, los afganos en Pakistán, y así sucesivamente. Por qué la carga de la inmigración debería recaer sobre países que con frecuencia son bastante pobres es algo que nunca se explica. Sin duda un mundo ético exigiría mucho más de los ricos.

Su mundo ético es un mundo en buena medida cerrado a la nueva inmigración, que Collier rechaza sobre la base de la incompatibilidad cultural entre los migrantes y los nativos

En segundo lugar, Collier argumenta que Occidente debería ayudar a las buenas empresas a invertir en los países en desarrollo para incrementar los salarios locales y reducir la emigración. Pero no explica cómo se conseguirlo. Se menciona casi de pasada y el autor la despacha en dos frases (en dos partes diferentes del libro). Todo ello contrasta con una explicación detallada, citada más arriba, sobre cómo los gobiernos deberían incentivar y subvencionar a grandes empresas para trasladarse a ciudades menos favorecidas. ¿Podría diseñarse un esquema similar para las inversiones en África? No se dice nada.

Además, ¿dónde quedan los inmigrantes africanos que cruzan actualmente el Mediterráneo? No hay ningún país geográficamente cerca al que puedan ir (desde luego no Libia) ni pueden esperar durante años en Mali a que las empresas occidentales generen trabajo. De nuevo, nada se nos dice sobre esto. Poco sorprendentemente, Collier apoya a Emmanuel Macron –cuya política antiinmigración es bastante obvia– y a los socialdemócratas de Dinamarca, que van camino de crear un tipo de socialdemocracia nacional con la aprobación de nuevas leyes que permiten la inmigración con cuentagotas. Collier parece favorecer la fortaleza Europa, aunque no lo diga explícitamente.

Manteniendo esta postura antiinmigración, Collier defiende que la inmigración no es una parte integral de la globalización. ¿Por qué los bienes, servicios y uno de los factores de la producción (capital) pueden circular libremente mientras otro de los factores de la producción (la fuerza de trabajo) no? Ciertamente, el hecho de que el comercio esté impulsado por las ventajas comparativas y la inmigración por las absolutas (p. 194) no es una razón para oponerse a la inmigración. Uno podría oponerse al movimiento de capital con los mismos argumentos.

En conclusión, creo que Collier acierta con sus recomendaciones sobre la “empresa ética” y la divergencia entre campo y ciudad; sus sugerencias para una “familia ética” son una combinación de opiniones muy perspicaces y agudas y una visión de la familia que en ocasiones procede de una época diferente, y prácticamente nada se dice sobre qué aspecto tendría un “mundo ético”. Esto último es una enorme omisión en la era de la globalización, pero quizá Collier estaba exclusivamente interesado en cómo mejorar los Estados nación.

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Este artículo se publicó en inglés en el blog del autor

Traducción de Ángel Ferrero.

 

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