Nuevo paradigma de recepción de las canciones
Sobre la última obra de Pablo Messiez y las sinfonías postmodernas
Carlos García de la Vega 19/09/2019
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Las canciones y las músicas de danzas populares son los dos géneros que han acompañado desde tiempos inmemoriales al ser humano en su actividad cotidiana. Suponían una capa más del entramado emocional de cada persona, alcanzando unos niveles de cercanía inusitados para otras artes. Quizá antiguamente las canciones llegaran a un lugar más íntimo por su propia naturaleza, puesto que además de escucharlas las personas estaban en disposición permanente de cantarlas, de tararearlas, de fundirse con ellas de una manera completamente orgánica, desde la garganta y el oído interno. Las danzas siempre estuvieron regladas y carecían de espontaneidad hasta hace relativamente poco.
Con el paso de los siglos, la música de consumo popular, aunque ahora denominada culta, se fue haciendo, a partir de la forma sonata y la consiguiente aparición de la sinfonía, de las grandes composiciones litúrgicas, de los oratorios y de la ópera, cada vez más extensa, inabarcable y de alguna manera inaprensible para la medida humana. Sin embargo, los compositores de todos los tiempos han hecho contrafacta –cambios de texto– sobre melodías preexistentes de canciones, y los sistemas de cita de melodías populares cada vez se fueron sofisticando más y más. La inspiración que ofrecían las formas de expresión musical más pequeñas e íntimas era inagotable. Dentro de estas músicas de gran formato, determinadas formas de arias, arietas, y en algunas ocasiones números concretos de ballets, fueron adquiriendo vida propia fuera del teatro, y convirtiéndose en fenómenos populares y en parte del repertorio habitual de los cafés-cantante del siglo XIX en forma de canciones.
Paralelamente durante ese siglo, el lied alemán, con sus variantes en todas las lenguas de Europa, suponía la fusión definitiva, no ya entre texto y música, sino entre poesía y melodía. Esta forma de canción ofreció la forma más elevada de este género, y que hoy consideramos académico o “clásico”. Pero en realidad, y a pesar de la grandeza de los compositores que lo cultivaron en esa época, no dejó de ser un divertimento doméstico en las cortes, las grandes casas de la aristocracia y los más modestos hogares de la burguesía.
Con la aparición del teatro de variedades, a finales del XIX, la canción surge como la conocemos hoy en día, y empieza a tener relevancia independiente dejando de estar supeditada a obras mayores. Con la aparición del jazz y sus standards, el rhythm & blues, y sobre todo con toda la mitología autoral-patriarcal asociada al rock, las canciones terminan por gozar de entidad autónoma y conclusiva en sí misma. Las canciones aparentemente irrelevantes se convierten con el pop en himnos de masas. Solo se superaba en tamaño el concepto canción con el de álbum, que servía tanto de envoltorio como para otorgar unidad temática y/o estética a un conjunto de canciones. Desde ese momento, la insólita vida propia de las canciones fue trufando nuestra vida de una manera distinta que hasta entonces.
El pasado 4 de septiembre se estrenaba en el Teatro Pavón de Madrid una obra de teatro escrita y dirigida por Pablo Messiez titulada ‘Las Canciones’. He leído en muchos comentarios de espectadores en las redes sociales que lo que Messiez reivindica es la “simple” escucha de canciones en el teatro. Sentarse en un patio de butacas principalmente para escuchar. Como si volviésemos al tiempo en el que en los teatros se ofrecían regularmente conciertos. Como si fuese una novedad dramática.
cada canción es una vasija y que a lo largo de la vida la podemos rellenar de las más diferentes emociones
En mi opinión, lo que Pablo Messiez ha querido convertir en objeto dramático no es tanto la escucha neutra, sino el hecho fisiológico, casi mágico, que la escucha de las canciones nos provoca, y que tiene consecuencias en el cuerpo. De ahí se deriva su poder sanador y catártico. El hecho increíble, pero constatable día a día, de que una canción nos puede cambiar el humor, sacar una sonrisa, hacer llorar o acompañarnos en nuestra miseria. No se trata de escuchar unas canciones determinadas en el teatro. De hecho, el blog del Pavón ha hecho pública la lista de las canciones que se han descartado en el proceso de ensayos. Seguramente Messiez se ha dejado por el camino un buen puñado de canciones que le gusten tanto o más que las que están en el espectáculo final. Pero es que da igual, es que el concepto de esta obra de teatro es infinito, porque con otros actores, con otras canciones, la obra sería distinta pero esencialmente la misma: un canto a la vida a través de la recepción de las canciones.
Porque lo que vemos en el escenario es cómo el sonido, la mezcla de música y texto, la prosodia concreta de una versión hace que nuestro cuerpo y nuestra mente vibren de una manera distinta. Las violas de amor tienen catorce cuerdas. Sólo siete de ellas se frotan con el arco para emitir sonidos, las otras siete vibran por simpatía. Amplifican y dan profundidad al sonido original. Messiez provoca que una peripecia dramática de siete personajes basados en Chejov sean las cuerdas simpáticas de las cuerdas principales, que son las canciones. Asistir a ello es un triple espectáculo: el de las canciones, el de los personajes y el del público, directamente interpelado desde el escenario.
A pesar de la intensidad casi canónica, de que todos los actores y directores que hacen Chéjov se tomen tan en serio a sí mismos, con esa ansia de eternidad y relevancia, Pablo Messiez asume el universo del dramaturgo ruso con sencillez y sentido del humor autoparódico: reduce las tramas a brochazos casi mitológicos de nuestro tiempo, a situaciones y personajes de alguna manera arquetípicos, en el que todos podemos vernos reflejados. Sin afectación.
Lo que antes eran sinfonías de como mucho una hora, ahora son las sesiones de DJ que por lo general duran dos horas
Y es que salí del teatro a dándome cuenta de algo que ya sabía, pero que no había puesto en palabras: cada canción es una vasija y que a lo largo de la vida la podemos rellenar de las más diferentes emociones, y que nunca, nunca, damos por acabada esta tarea, porque siempre están dispuestas a albergar una nueva sensación, un nuevo recuerdo. Porque lo importante de ‘Las canciones’, al margen de la experiencia vivida en el teatro, es ser plenamente consciente de todas las canciones que forman parte de nuestra biografía, de nuestra trayectoria emocional, y lo que a cada uno de nosotros nos provocan. Volver a casa y tomarse el tiempo de recordar qué canciones nos han acompañado, y darse cuenta de cómo, siempre, en cada etapa, hay nuevas canciones que también se vuelven imprescindibles. Con el paso del tiempo a veces nos olvidamos de ellas, las dejamos en el cuarto de atrás. Hasta que un día reaparecen, hasta que algo o alguien te las recuerdan, y entonces la vasija vuelve a estar abierta para rellenarse de nuevos significados y, sobre todo, para evocar los antiguos. Y es más allá de su valor artístico y de su autoría, las canciones se han convertido en la unidad de medida emocional de la música de nuestro tiempo.
De los setenta del siglo XX a nuestra parte, sin embargo, el fenómeno de la cultura de club, el house y techno y todas sus ramificaciones, y la consagración de la figura del DJ como prescriptor musical han devuelto a la contemporaneidad los formatos musicales latifundistas. Lo que antes eran sinfonías de como mucho una hora, ahora son las sesiones de DJ que por lo general duran dos horas, y que en los grandes clubes suelen programarse de cuatro horas en adelante para que, desde los platos, estos sean capaces de construir un estado de ánimo que no deje a medias al público. La gran diferencia es que el receptor de estas nuevas sinfonías no utiliza solo su sistema auditivo. La recepción de esta música sintética se realiza a través del cuerpo, de todo el cuerpo. Y uno puede salir y entrar de su escucha en cualquier momento, porque si algo son las nuevas sinfonías son paradigmas de la postmodernidad. Es música, pero se baila. Es música, pero no está preconcebida, ni resuelve una sola vez su propuesta estética, ni tiene una sola atribución autoral. Una sesión de electrónica memorable está hecha como una buena improvisación: de una línea de bajo, de una secuencia determinada de acordes, se van construyendo sobre la marcha algo de entidad superior, se va rellenando de música. Un DJ, a partir de un plan seguramente solo imaginado, de una selección de ritmos y de estados de ánimo a conseguir, va construyendo una atmósfera, y sobre todo va respondiendo a la energía de la multitud. A pesar de la deshumanización de unos ritmos sintéticos, que para los más conservadores estoy seguro de que son insufribles, el DJ se encarga de ir resolviendo en pequeñas dosis su propuesta estética. El receptor puede salir de la pista a pedir algo de beber, a fumar o descansar de bailar. Cuando vuelve a la pista de baile va a ser capaz de reengancharse a la sinfonía, porque no se trata de música excluyente ni litúrgica, sino de música que tiene la capacidad permanente de incluir. Precisamente con su estética maquinal, a través de sus repetitivas bases rítmicas, lo que se está pretendiendo es que cualquiera pueda abandonarse a una pulsión que le haga olvidarse, incluso, del latido de su propio corazón. Alienarse para aliviarse.
En este sentido, una de las armas más poderosas que tienen los DJs para exacerbar a la multitud de la pista de baile son las canciones. En tanto que unidades musicales emocionales, su tarea consiste en diseccionarlas en monemas musicales, y tanto la intro, el estribillo, ciertas partes instrumentales, alguna estrofa con mucha relevancia semántica, se seleccionan e incrustan cuidadosamente en el discurso rítmico del sintetizador para, de esta manera, resignificarse. En mitad de una sesión de techno o de house una canción puede aparecer de manera fragmentaria y reconstruida dramatúrgicamente para conseguir, mediante su fusión con la parte rítmica, un clímax auto concluyente que potencie todavía más el significado de la misma. De alguna manera, el DJ construye progresivamente un estado de ánimo para liberar en el momento preciso la parte más reconocible de cada canción escogida. Como si fuese una inyección de adrenalina en el torrente sanguíneo aplicada justo a tiempo. En muchas ocasiones las canciones son patrimonio compartido, en otras, el cuerpo-que-baila las descubre en la pista de baile, en un entorno es propicio para empezar a considerarlas ya memorables en su biografía. Como cuando se cantaba, el receptor se relaciona íntimamente con ellas, pero bailándolas. El paradigma ha cambiado.
Estoy acostumbrado a asistir muy a menudo a auditorios y teatros. Las audiencias son macilentas, envaradas y encorsetadas, más muertas que vivas, más preocupadas por estar en un silencio afectado que por disfrutar. No puedo dejar de celebrar que algo que pase en un escenario, sea lo que sea, como pasa en ‘Las canciones’, haga a la platea revivir, gozar, expresarse más allá del aplauso de compromiso. Eso, precisamente, es devolverle al teatro, como espacio, su verdadera esencia, y Messiez lo consigue. Como lo consigue el buen DJ con multitudes anónimas en las pistas de baile. No es casual que los teatros históricamente celebrasen habitualmente bailes públicos. Porque las canciones ya no solo se reciben por los oídos. También se reciben con el cuerpo, como hacen estos personajes de Messiez.
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Carlos García de la Vega
Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.
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