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Testigo de cargo (VIII)

Una maleta de 50 kilos

En mayo de 1992 Pilar Mazaira mató a Pablo Rodríguez, un niño de 12 años, hijo de su socia y vecina. Nunca llegó a confesar los motivos del crimen

Xosé Manuel Pereiro A Coruña , 2/10/2019

<p>Pilar Mazaira ante el juez.</p>

Pilar Mazaira ante el juez.

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“A mí lo que más me impresionó fue, cuando hicieron la reconstrucción judicial del asesinato, fue ver a doscientas personas concentradas en la calle, increpando a la autora, llamándola ‘asesina’ y tirándole papeles. Todavía lo recuerdo, porque yo siempre creí que en todo crimen hay dos víctimas, una es la que muere, pero la otra es quien mata”. Aquella escena impresionó a Manuel Guisande (Santiago de Compostela, 1958), entonces redactor de La Voz de Galicia y al resto de los periodistas que estábamos presentes ante el número 21 de la calle Hospital. Era mayo de 1992, y el sensacionalismo ya había conquistado mucha cuota en la televisión y no solo en la televisión, pero la escena de una turba con ansias de linchamiento (aunque fuese tirando papeles) era una novedad, al menos en A Coruña. Bien es cierto que en aquel crimen se concitaban todos los elementos para exacerbar las pasiones vecinales. La víctima de aquel caso era un niño de 12 años, Pablo Rodríguez Pérez, y la otra parte del binomio criminal, la autora, Pilar Mazaira Álvarez de 52, era socia, amiga y vecina de su madre.

Pilar Mazaira, natural de Toreno (León), hacía meses que había vuelto a residir a su lugar de origen, con su marido, pero aquellos días los había ido a pasar a A Coruña. Vivía en el quinto, un piso por debajo de Purificación Pérez, madre divorciada de tres hijos, de los que Pablo era el menor. Las dos eran propietarias de un gimnasio femenino. El mediodía del 19 de mayo, martes, Pilar se encontró –o esperó, según la acusación fiscal, a la que no deberíamos perder de vista– con el niño, que volvía del colegio de los Salesianos, a unos cien metros de su casa, en donde cursaba 7º de EGB. La mujer lo invitó a subir a su casa, o le dijo que le ayudara con las bolsas de la compra. “Estuvimos charlando unos minutos, y después le dije que estaba muy guapo, y le puse unas medias al cuello, como para hacerle una corbata. Después todo empezó a darme vueltas, me caí al suelo, y cuando recobré el sentido, Pablo estaba muerto”, confesó tanto a la policía como posteriormente en el juzgado.

La homicida confesa no estuvo en libertad más de 24 horas, pero las usó para intentar ocultar el crimen y su participación. Con más esfuerzo que resultado y siguiendo al pie de la letra todos los tópicos cinematográficos. Metió el cuerpo inerte del niño en unas bolsas de la basura –se conjeturó que en ese momento todavía estaba vivo y que murió posteriormente por asfixia–, atado con unas cuerdas de nilón, y después introdujo todo en una bolsa de viaje muy grande que había comprado días antes, dijo, para llevar ropa a Toreno. Sobre las tres de la tarde llamó un taxi, cargó la bolsa con la ayuda del conductor y se hizo conducir a las proximidades de la estación municipal de autobuses, en donde tomó otro taxi para ir a la cercana estación de tren. Allí, pasadas las tres y media, introdujo la bolsa en una taquilla de la consigna, ayudada de nuevo por un empleado de la estación, que después recordaría haberle sugerido repartir el bulto en dos paquetes. En apenas media hora, había llamado la atención de tres testigos.

Un cuarto de hora después, disimulando la voz e impostando acento francés, telefoneó a la madre (al domicilio, no había móviles) para, en nombre de una organización internacional, comunicarle que habían secuestrado a su hijo y a dos niños más. Una hora y pico más tarde volvió a llamar a la aterrada madre, pidiendo un rescate de 30 millones de pesetas (unos 180.000 euros), en billetes usados de 2.000, 5.000 y 10.000 pesetas, además de exigir que no llamase a la policía. Lo clásico. Pese a sus nervios y al acento francés de la secuestradora, Purificación reconoció la voz de su socia. Mientras, Pilar, que había vuelto a casa, atravesó de nuevo media ciudad para acercarse a la zona de las estaciones y comprar en El Corte Inglés una maleta. “La más grande que tengan”, le pidió al dependiente. “Señora, aquí cabe un muerto”, le contestó el vendedor cuando ella cuestionó la capacidad de la valija. Con la maleta, fue hasta la consigna de la estación de tren y metió en ella la bolsa. De allí a la central de Seur, en donde, recuperando otra vez el acento francés y haciéndose llamar Jacqueline Jarraz, facturó la maleta a Madrid, “a recoger en destino”. La empleada de la mensajería recordaría perfectamente que la báscula arrojó un peso de 50 kilos.

Aquella noche, Pilar Mazaira fue a dormir a casa de una amiga. Al día siguiente, miércoles 20, fue detenida. La policía recuperó la maleta en las dependencias de SEUR en Madrid, y descubrió el cadáver de Pablo, envuelto en plásticos y atado. Con él tenía los libros de 7º de EGB, una moneda de 500 pesetas y la obligada flauta para las clases de música. En la autopsia se descubrió que había recibido dos o tres golpes en la cabeza y, según incluyó después en su relato el ministerio fiscal, tenía una dilatación anal. Tanto en la declaración ante la policía como posteriormente ante el juez, Mazaira confesó haber matado al niño, pero no las razones. Por un compañero del colegio de Pablo se supo que la víspera de los hechos, le había rogado reiteradamente que bajase a su piso para darle un anillo. Como bajó con su amigo, Pilar le dijo que se había confundido y le dio un chorizo. Al tiempo que se disparaban las conjeturas, publicadas o no, sobre el móvil –y prevalecían ampliamente las de índole sexual– crecían también las sospechas sobre el estado mental de la infanticida. El viernes, cuando era conducida a la cárcel de A Coruña, al bajar del furgón, Pilar Mazaira pidió a gritos a los periodistas presentes una rueda de prensa “para aclarar los hechos”. Al menos uno, Manuel Guisande, le hizo caso.

“Me presenté en la cárcel al día siguiente diciendo que era familiar suyo, y me pasaron al locutorio. Ella me preguntó quién era, y yo al principio le dije que un vecino, hasta que al poco le reconocí que era un periodista de La Voz de Galicia y que quería conocer su versión de los hechos. Lo primero que me dijo fue. ‘Se han dicho muchas cosas que no son ciertas. Te voy a contar lo que ocurrió, pero escríbelo tal como te lo digo porque los periodistas habéis destrozado a una familia’”. Allí, a través del cristal irrompible, Pilar Mazaira repitió, con algo más de color, la versión de los hechos que se había filtrado a los medios: “Le dije a Pablito que estaba muy guapo, le puse una media para hacerle una corbata y entonces la luz del sol se reflejó en sus gafas y noté algo en mi cabeza, como una espiral que daba vueltas… eso ya me ha ocurrido otras veces y cuando me pasa tengo que sujetarme a algo para no perder el equilibrio y caer al suelo. Ese día perdí el control y me agarré a las medias para no caer al suelo. De verdad, yo no quería hacerle daño, ni mucho menos matarlo”. Según escribió en su momento y ahora recuerda Guisande, “vio que el niño, aunque inconsciente, aún respiraba. Lo movió, y entonces se desmayó. Cuando volvió en sí, comprobó que estaba muerto. ‘Me asusté y no sabía qué hacer; mi única obsesión era que su madre no sufriera. Empecé a sudar y a sudar, sin saber muy bien lo que iba a hacer. Creo que grité y llamé a los vecinos’”.

Como en las películas en las que sin duda se inspiró Pilar Mazaira para su delirante montaje, un funcionario de prisiones les avisó que el tiempo se acababa: “Me desmintió el móvil que le atribuían los rumores: ‘Soy cristiana y católica, el día antes [cuando mató a Pablo] fui a misa. No soy capaz de hacerle eso a un niño; si hubiera querido mantener relaciones sexuales habría buscado un hombre’. También negó que hubiese golpeado al niño y atribuía los hematomas a los esfuerzos para meterlo en la consigna. Dijo que había comprado una maleta grande para que Pablo estuviese cómodo. Era todo muy descarnado. Y me quedé de piedra cuando al final me dijo: ‘¡menuda exclusiva sacarás mañana!’”. Al redactor de La Voz lo acusaron de haberse prevalido de que su padre era juez de vigilancia penitenciaria para conseguir el acceso a la presa. Así que cuando, a petición de su defensa, la ingresaron en el sanatorio psiquiátrico de Conxo, en Santiago, allí se presentó de nuevo.

“Alegué que era un primo, y no me pusieron problemas, pero el portero me dijo que la psiquiatra que la llevaba quería hablar conmigo. Mientras esperábamos, el hombre me consolaba, ‘estas cosas pasan en cualquier familia, no es culpa de usted…’. La psiquiatra me preguntó cómo era ella en familia: ‘la verdad, solo coincido con ella en bodas, cumpleaños…’, me escurrí. Llamó por teléfono y se quedó como volada: ‘Oiga, dice que no tiene ningún pariente’. Solo se me ocurrió decir: ‘¿Tan mal está que no me reconoce?’. Cuando apareció, con un enfermero, estaba completamente sedada, y lo único que le pregunté era si se acordaba de lo que había hecho. ‘Nunca lo olvidaré’, me respondió”.

El juicio se celebró en octubre de 1993 en la Audiencia coruñesa. De su interrogatorio no se le pudo sacar más de lo que le había sacado Guisande en su entrevista de 10 minutos en el locutorio de la cárcel. Pero no se ahorraron los detalles escabrosos. “Estaban empeñados, algunos medios y el fiscal, en sostener que Pilar había intentado abusar sexualmente del niño”, recuerda la defensora, Mari Luz Canal “la abogada más odiada de España aquellos días”, se define la letrada. “La periodista esa rubia que ahora se dedica a la ficción histórica… Nieves Herrero, me llamó 40 veces, sin que le cogiera nunca, y me llegó a mandar un guión de televisión…”.

El Ministerio público lo ejercía el recién nombrado fiscal jefe del Tribunal Superior de Galicia, Ramón García-Malvar Mariño, un personaje peculiar, que escogía para sí los casos con morbo o implicaciones políticas. Cuando la acusación particular llevó como testigo al responsable de una agencia de contactos sexuales para que testificase que la acusada hacía uso de sus servicios, García-Malvar solicitó una investigación por prostitución. Canal recuerda que, en el informe fiscal, contra todos los dictámenes forenses, se afirmaba incluso que se había utilizado la flauta para abusar del niño. La abogada señala que “estaba claro que Pilar Mazaira tenía neurosis de conversión y que sufría espasmos. Una vez me cogió el cordón de las gafas, me lo cruzó en el cuello y me dijo: ‘¿me tienes miedo?’ En realidad, era inimputable, pero yo no quise solicitarlo, solo la eximente incompleta, porque la habrían encerrado para toda la vida en un psiquiátrico”.

Pilar Mazaira fue condenada a 20 años de prisión y a indemnizar con 25 millones de pesetas al padre, madre y hermanos de su víctima. Gracias a la reforma penal de 1995, quedó libre después de cumplir seis años. Más o menos por esas fechas salieron a subasta en la Audiencia de A Coruña las propiedades de Mazaira, entre ellas el quinto del número 21 de la calle Hospital. Lo compró el hermano mayor de Pablo Rodríguez “para que mi madre no se encuentre en el portal con nadie que no quiera ver”.

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Autor >

Xosé Manuel Pereiro

Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias

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