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Esto aquí no puede pasar

En este fragmento de su libro ‘El fin del armario’, de próxima publicación en España (ed. Anaconda), el autor analiza la llegada al poder de la extrema derecha en Brasil y advierte que la amenaza fue subestimada

Bruno Bimbi 9/11/2019

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“Como nací en 1939 y mi consciencia se formó durante la Segunda Guerra Mundial, sabía que el orden establecido puede desvanecerse de la noche a la mañana. Los cambios pueden ser rápidos como el rayo. No se podía confiar en la frase: «Esto aquí no puede pasar». En determinadas circunstancias, puede pasar cualquier cosa en cualquier lugar”, dice Margaret Atwood en su introducción a la más reciente edición de El cuento de la criada.

Luego de haber vivido diez años en Río de Janeiro, la expresión “presidente Bolsonaro” todavía me resulta tan ridícula –y a la vez tan terrorífica– que no puedo creer que sea verdad. En la anterior elección presidencial, cuando Dilma Rousseff fue reelecta para un segundo mandato que el golpe parlamentario de 2016 no le dejó terminar, el peso de Bolsonaro en la política brasileña era mucho menor al que tiene hoy Vox en España. Y nadie –ni a la derecha, ni a la izquierda, ni la prensa– lo tomaba en serio.

Dice Atwood que la historia de la criada Offred no es una predicción, porque hay demasiadas variables y posibilidades imprevisibles como para predecir el futuro, pero tal vez pueda servir como antipredicción: si el futuro que cuenta puede describirse de manera detallada, como lo hace Offred en su testimonio, tal vez nunca llegue a ocurrir. Lo mismo creo en relación con Brasil: las lecciones están ahí, hace falta verlas. Precisamos frenar un movimiento circular, una tragedia histórica que se repite, adaptada a otros tiempos – pero no es inevitable. Nunca lo es. 

Escribo este texto ahora que ya tengo mi tarjeta de identidad de extranjero, meses después de haber llegado a Barcelona escapando de Gilead, esa tierra enloquecida que, como en la distopía imaginada por Atwood en 1985, ocupa el lugar donde antes había un país normal que, pocos años atrás, era también un país más feliz y en vías de tornarse más próspero. Un país que fue mi segundo hogar durante una década y al que aún considero mi segunda patria, que, parafraseando a Fernando Pessoa, ya son dos lenguas. Desde que llegué aquí, muchos me preguntan qué le pasó a Brasil, cómo se explica. ¿Cómo ha ocurrido semejante tragedia en un país que, hace una década, parecía un modelo, cuando Lula le ganaba la guerra al hambre, reducía la desigualdad y conquistaba el respeto del mundo? ¿Cómo fue posible que esta gente tan bizarra ganara las elecciones? 

La prisión política de Lula –¡que por fin está libre!–, la forma en que los abusos de la Lava Jato destruyeron el sistema político, un confuso atentado que transformó a Bolsonaro en víctima, muchos errores de la izquierda, una inmensa red de fake news, el papel lamentable de la mayoría de los medios de comunicación, una crisis económica y muchos otros factores colaboraron con la llegada de la extrema derecha al poder en Brasil. En mi libro El fin del armario, de próxima publicación en España (ed. Anaconda), hablo de cada uno de ellos, porque las tácticas del fascismo se repiten, como un remake de aquella película que vimos hace mucho y hemos olvidado, y creo que es importante que el resto del mundo tome nota de lo que pasó, ya que se nos olvidaron las lecciones que Europa ya nos había dado en épocas más oscuras. Como decía el escritor israelí Amos Oz, ¿quién hubiese dicho que, después del siglo XX, pudiera venir el siglo XXI?

Pero quiero concentrarme aquí en un elemento que, como ustedes verán, adquiere urgencia de este lado del océano. El primer triunfo de Jair Bolsonaro fue que lo subestimaran –los medios de comunicación, sus adversarios, sus aliados, la gente en general–, y ninguna subestimación fue más suicida que la de la derecha tradicional y los supuestos “liberales” que solo creen en la libertad de los mercados. Los acuerdos explícitos e implícitos que hicieron con los otrora marginales fascistas brasileños, sentándolos a su mesa y sirviéndoles la cena, acabaron muy mal para todos. Creyeron que, luego de usarlos para sembrar odio y echar a la izquierda del poder en 2016, podrían controlarlos, o descartarlos, enviándolos de vuelta a las sombras. 

Pero, una vez que el monstruo emergió de la laguna, ya no hubo vuelta atrás. Y se los comió a ellos primero que a nadie, para ocupar su espacio. El equivalente brasileño del Partido Popular sacó en las presidenciales de 2018 el 4,7% de los votos. El Partido de los Trabajadores, con Lula preso, sufrió una dura derrota, pero se mantuvo en pie, con el 29% para Fernando Haddad en la primera ronda y el 44,8% en el balotaje. En cambio, ninguna de las siglas tradicionales de derecha o centroderecha llegó al 5% para presidente y el partido de Bolsonaro, formado por improvisados, dementes y fanáticos, obtuvo la segunda mayor bancada del Congreso, a pocos escaños del PT.

La subestimación de la que se benefició Bolsonaro no fue apenas la que se refiere a su propio potencial, comprensible a la vista de sus limitaciones cognoscitivas y verbales. Fue fundamental, también, la manera en que el establishment político y económico y los grandes medios de comunicación toleraron o hicieron la vista gorda frente a las fake news y el discurso de odio, que llegó a niveles inéditos, sin advertir el peligro. Como decíamos antes, eso fue así, en gran medida, porque “primero vinieron por los homosexuales” y quien no era homosexual no se preocupó. Pocos lo enfrentaron, pocos denunciaron sus mentiras, pocos advirtieron las consecuencias que tanto odio podría traer.

Lo que ayer parecía secundario, un problema apenas para los maricones, hoy es una jauría rabiosa que puede morder a cualquiera. Las campañas difamatorias oficiales, como las que en el pasado atacaban a la población LGBT –y a un diputado gay que, para Bolsonaro y sus aliados, personificaba el objeto de su odio y, por eso, tuvo que irse del país cuando el capitán llegó al poder–, son ahora usadas contra políticos de derecha e izquierda, activistas sociales y de derechos humanos, periodistas, artistas, científicos y cualquiera que, por algún motivo, sea visto por el presidente y sus hijos como enemigo. 

Se ha vuelto habitual en el país que, cuando alguien es señalado con el dedo por la familia presidencial, comience a ser difamado con las mentiras más absurdas –que a veces se transforman en investigaciones policiales o judiciales sin fundamento– y reciba amenazas de muerte, que han llevado a muchos al exilio.

Durante la campaña, con pocas excepciones, los grandes medios trataron de presentar a Bolsonaro y Haddad como dos extremos, una equivalencia falsa que ocultaba la naturalización del único verdadero extremismo. Además de ser un intelectual, profesor universitario, exalcalde de San Pablo y exministro de Educación con buenas gestiones, Haddad es un político comprometido con los valores democráticos. Era absurdo ponerlo al mismo nivel de un fascista que construyó una carrera basada en el discurso de odio y que siempre reivindicó a dictaduras y golpes de Estado. Trataron, sin embargo, de equipararlos, como si fuesen dos alternativas autoritarias similares, una de izquierda y la otra de derecha, a pesar de que el PT gobernó Brasil casi 14 años y no hubo, en ese período, ningún desvío autoritario. Ahora, esos mismos medios de comunicación y sus periodistas son insultados por el presidente y sufren amenazas y difamaciones. Pero a algunos no termina de caerles la ficha.

Una parte del poder político y económico decidió que había que sacar del poder a la izquierda como fuese –vale decir, una izquierda moderada, socialdemócrata, que en el segundo gobierno de Dilma aplicó inclusive recetas neoliberales– y, para eso, destruyeron el sistema político, hicieron un golpe, encarcelaron injustamente a Lula y, cuando entendieron que se les había ido todo de las manos y las únicas alternativas serían formar un frente democrático en torno a Fernando Haddad en el balotaje o facilitarle la victoria al candidato fascista, eligieron esto último. 

Los resultados de toda esta locura, que casi nadie vio venir ni supo evitar, están a la vista. Los daños que este gobierno de psicópatas, fascistas, milicianos y lunáticos está provocando al sistema democrático y al tejido social de Brasil demorarán décadas para ser reparados. Que al menos la experiencia sirva, como el testimonio de Offred, para que, la próxima vez, sea donde sea, reaccionemos a tiempo, antes de convertirnos en Gilead.

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Bruno Bimbi (@bbimbi) es periodista, narrador y doctor en Estudios del Lenguaje (PUC-Rio). Vivió durante diez años en Brasil, donde fue corresponsal para la televisión argentina. Ha escrito los libros Matrimonio igualitario y El fin del armario.

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Bruno Bimbi

Periodista, narrador y doctor en Estudios del Lenguaje (PUC-Rio). Vivió durante diez años en Brasil, donde fue corresponsal para la televisión argentina. Ha escrito los libros ‘Matrimonio igualitario’ y ‘El fin del armario’.

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