La batalla (artística) de Chile
Del neoliberalismo a la neoliberización
Juan José Santos Mateo 13/11/2019
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Que el Sistema de Transporte Público mayor sea un atributo positivo de la ciudad de Santiago, valorado, equitativo y preferido por las personas, reconocido como referente nacional e internacional, contando para ello con una institucionalidad adecuada y una organización formal, robusta y responsable del proceso de mejora continua del Sistema.
Los deseos del poder y la realidad cotidiana son dos trenes que colisionan en un país del cono sur. Podríamos sustituir “Sistema de Transporte Público” por “Gobierno de Chile” en el anhelante texto promocional del metro y bus de la ciudad. Al menos, eso es lo que han hecho millones de personas en el país, que iniciaron sus protestas a raíz de la subida de la tarifa del suburbano. La acusación se ha elevado desde los sótanos hasta alcanzar no sólo a los mandatarios y a la élite empresarial, sino a la misma lógica del capitalismo, el consumismo, la destrucción de la ecología, el colonialismo o el patriarcado. Los medios españoles no parecen muy interesados, o al menos les parece más interesante no soliviantar a sus intereses publicitarios: las multinacionales que se anuncian en sus páginas y en sus televisiones y que tienen una o varias patitas en el Estado sudamericano.
Los ciudadanos chilenos son clientes; números. En azul, una extrema minoría que vive más cerca del cielo azul despejado que se refleja en sus azules ojos. La denominada “Cota 1.000”, los privilegiados que residen en los barrios de mayor altitud, y que, generalmente, tienen rasgos y apellidos europeos. En rojo, una mayoría extremada, que sobrevive, mal vive, o muere sumergido en números rojos, bronceados del rojo que emana los bellos atardeceres teñidos en rojo por la contaminación industrial. Y esos son los colores de la bandera.
Los ciudadanos chilenos son tarjetas. Y eso me lo enseñaron artistas que conocí mientras viví en Chile. Cuando Gabriel Holzapfel me mostró su trabajo Breve historia reciente de Chile según Tomás Villavicencio, la exposición de la ingente cantidad de tarjetas comerciales que encontró en una cartera perdida de un tal Tomás Villavicencio, me estaba indicando que la absurda cantidad del “dinero de plástico” de ese tal Tomás Villavicencio ejemplificada toda una historia reciente. Y cuando vi en el 2013 la obra Abarrotados de Isabel Santibáñez, un conjunto de tarjetas Bip!, el medio de pago de la locomoción pública, aplastados por una prensa de banco, entendí que ese artilugio de compresión, metáfora del gobierno de Chile no iba a dejar nunca de estrujar al usuario del metro. Pero las tarjetas explotaron en octubre de este año.
El artista Nicolás Rupcich ha ido aportando videos que reflexionan sobre lo acontecido de manera regular, como éste, en el que contrapone la imagen que el país quiere vender con la imagen de un país vendido. Y también ha creado un trabajo que merece la pena visionar, ya que explica lo que está ocurriendo en el país de forma ejemplar. El 6 de octubre se declara una subida de treinta céntimos de peso del precio del metro de Chile. Al igual que ocurriera en la Batalla de Santiago de 1957 –cuando el decreto por parte del presidente Carlos Ibáñez del Campo de una subida de la tarifa del transporte público generó una irrefrenable escalada de protestas callejeras–, el aumento anunciado por Piñera provocó manifestaciones que no han parado de crecer, ayudadas por la declaración del estado de emergencia, la acción de los militares en las calles o inexplicables afirmaciones del propio presidente, como en la que afirmó que el país estaba “en guerra”. El presidente no tuvo otra elección más que cancelar la subida en la tarifa del metro, pero era tarde. Las protestas ya no se centraban en los 30 céntimos de peso. Sino en los 30 años.
Tuvo que ser en el “oasis de América Latina”, en la “copia feliz del Edén”, desde donde surgiera algo tan triste e inimitable como la fusión de la privatización extrema y el autoritarismo estatal: tras el golpe de Estado del 73, Augusto Pinochet asfixió al país con la mano dura –la derecha– de la opresión, y abrió la otra mano a la liberación económica, asesorado por Milton Friedman. El país se convirtió en el primer laboratorio del neoliberalismo del mundo, cuyos experimentos únicamente podrían tener éxito bajo una dictadura, amparados por una constitución creada ad hoc. En 1990 hay una transición pactada a la democracia, pero en dicha constitución no transita ni una coma. Tampoco en el modelo económico, cuyo neoliberalismo ajusta la antigua esclavización a los tiempos actuales, conformado un país de dos países, o una de las naciones más desiguales del mundo (al nivel de Zimbabue).
La ciudadanía se ha cansado de cansarse y se ha echado a la calle, convocando la mayor manifestación popular de la historia del país. El lugar menos favorable para iniciar un cambio de modelo parte sin embargo con la mayor ventaja: la población está movilizada, motivada y organizada. Yo sigo aprendiendo de ellos, y por deformación profesional, de sus artistas, que incluso en estos momentos críticos, continúa protestando a través de su arma: la creatividad.
A fuego lento
Una tetera en ebullición. Es la perfecta alegoría utilizada por el artista Nicolás Grum para llamar a la resistencia. Y lo hace desde Europa, ya que su trabajo ha sido generado en una residencia en Belgrado: “Vivir desde la distancia lo que sucede en Chile es la situación más disociada que me ha tocado vivir, se siente una impotencia enorme. Hice estos vídeos como una forma de colaborar, de manifestar ciertas ideas que me parecían importante reafirmar y que por nada del mundo quisiera se olviden o difuminen. Aún hoy en Chile hay personas que comparan las muertes de manifestantes con una farmacia en llamas, y eso no puede ser.” Las palabras y el video de Grum evidencian que este estallido social viene de lejos, aunque pueda ser simbolizado con un utensilio de cocina. Como una tetera. O una cacerola.
Los cacerolazos, protestas en las que el grito y la consigna es sustituido por el ruido provocado por el golpe de cucharas contra ollas, aunque tengan su origen en Francia, se popularizaron en Chile. Algunas de esas cacerolas “protestantes”, en este caso las usadas durante las manifestaciones estudiantiles del 2011, fueron materia prima para los artistas Paula Urizar y Cristian Inostroza. No imprimieron ninguna huella más en las cacerolas que recolectaron. Simplemente, las colocaron sobre peanas junto con audios del sonido de los golpes: “Podemos reconocer en estos objetos su devenir en el tiempo; primero sirvieron en una cocina para preparar alimento, luego fueron sacadas a la calle como instrumentos de ruido en una concentración de protesta, esculpidas por golpes de cucharas, varillas o piedras, para luego transformarse en vestigios históricos de un acontecimiento político”. El ruido de aquellas cacerolas está en sintonía con las que hoy se escuchan en las calles. Quizás, en el futuro, sean mostradas al público como testigos del cambio.
La refundación de chile
Tanto Pedro Lemebel como el dúo que formó con Francisco Casas, las Yeguas del Apocalipsis, son invocados por muchos manifestantes. Aunque Lemebel y el colectivo ya no existan, sus acciones y performances han quedado en el imaginario, como “La refundación de Chile” (1988), en la que las Yeguas montaban desnudos a caballo en una referencia a la estatua ecuestre del fundador de Santiago de Chile, Pedro de Valdivia. Seguramente han inspirado a la Yeguada Latinoamericana, grupo de performance dirigido por la artista Cheril Linett, e integrado por mujeres y disidencias sexuales. La Yeguada ha organizado diversas performances durante las protestas actuales, mostrando, a su manera, su indignación ante la represión ejercida por los carabineros, que ya cuentan con varias denuncias por acoso y tortura sexual. En la acción “Estado de rebeldía” las performers muestran su culo, al que se adhiere una cola, en medio del caos de la manifestación: “Ya que son nuestros cuerpos los que están reprimiendo, esclavizando, controlando e intentando disciplinar y subordinar, través de la fuerza y las armas de guerra que portan agentes del estado, golpeándonos, disparándonos, abusando y violando sexualmente, torturando y arrebatándonos al arrebatar vidas”, justifica Linett.
El arte señala a la autoridad de carne y hueso y al poder de piedra. Son cientos las estatuas que en todas las ciudades de Chile están siendo vandalizadas de un modo u otro. En Concepción, por ejemplo, se ha modificado el orden establecido en una estatua de Pedro de Valdivia, y su busto, cercenado, le ha sido entregado a Lautaro. ACA, gremio de trabajadores de la visualidad, son más amables: han optado por cubrir las estatuas que representan a personajes nada amables con la historia del país: “Esta acción de vendaje parte de la pregunta por cómo ser parte del torrente energético que recorre la ciudad, cuando tantas cosas ocurren al mismo tiempo y en distintos lugares. ¿Qué lugar tiene en este contexto la acción artística? ¿Puede manejarse solo desde la creación de nuevas imágenes? ¿O quizá es momento de velar lo que siempre está a la vista, para señalar más enfáticamente su presencia? Cubrir con tela blanca es también un modo de borrar, de erosionar, aunque sea por un momento a la historia de los vencedores, y de paso, dejar ese lugar como vacante a más intervenciones e interpretaciones”.
Esa táctica, la de proponer un espacio en blanco a rellenar por el otro, fue patentada por el colectivo C.A.D.A en su acción “No +”, iniciada en 1983. Desde entonces, pancartas y pintadas con el “No +” al que se le añaden palabras como “represión”, “tortura” o “desigualdad” han aparecido y reaparecido constantemente en las calles de Chile. Como también lo han hecho poemas de uno de los integrantes de aquel colectivo. Raúl Zurita. Uno de sus versos, “Que sus rostros cubran el horizonte”, ha sido rescatado por el estudio de diseño audiovisual Delight Lab. Durante varios días ha proyectado frases sobre la fachada de un edificio del centro de la capital, como la citada de Zurita, acompañada de rostros de algunos de los fallecidos durante las manifestaciones. Menos poesía y más literalidad es la propuesta del colectivo artístico Sagrada Mercancía, que ha optado por suspender sus actividades como espacio expositivo y convertirse en refugio para manifestantes y centro de asistencia médica.
“Entendimos que era prioritario abrir el espacio para la protección de los cuerpos y no cerrarlo para la protección de las obras de arte ni de la propiedad privada”, afirma el colectivo, que ha abierto además una petición de crowdfunding para adquirir insumos médicos – en farmacias o distribuidores independientes– de primera necesidad. Y añaden: “El arte en estos momentos debe ser una herramienta de ayuda organizativa social para mantener la actividad revolucionaria.” Desde luego que no todos los artistas son fieles a esa idea.
La profesión artística sufre y ha sufrido, como una más, la desigualdad económica y social, y muchos creadores han interiorizado el credo neoliberal en su proceder en el sistema. A pesar de ello la mayoría se está solidarizando con lo que está sucediendo. Gabriel Holzapfel, el primer artista que he citado, cita a su vez a otro: desplegó la bandera de Chile diseñada por el poeta y artista Martin Gubbins en 2016, y que se ha viralizado ahora. Una obra que creó guiado por motivos personales, y que siempre usó, según sus palabras, “para hablar de luto y tristeza”. Holzapfel la ha convertido en una bandera real, que ondea por un luto nacional. A veces las obras de arte escapan a sus propios creadores. A veces las obras de arte escapan de la obediencia. Este artículo pretende unir algunas de ellas. Porque las obras de arte no están en guerra. Están unidas.
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Juan José Santos Mateo
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