Las trampas de Olga Tokarczuk
Apuntes sobre ‘Los errantes’ (Anagrama), la nueva novela de la reciente premio Nobel polaca que se publica en español
Gonzalo Torné 15/11/2019
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¿Otra escritora errante? ¿Otra escritora errante? Los errantes es un libro trampa: Tokarczuk juega a frustrar las expectativas que ella misma ha sugerido al lector. Y digo “juega” donde, si atendemos al peculiar tono de Tokarczuk, lo apropiado sería escribir “vacila”. La novela arranca con un pasaje en primera persona donde la autora se presenta como una viajera consumada, de aquí se desprenden una serie de prosas entre culturalistas y costumbristas sobre vivir sin raíces, en tránsito. Textos que en conjunto podrían calificarse, me temo, de “prosas poéticas”, aunque de un lirismo más contenido, sin las comprometedoras efusiones a las que suele entregarse el género. El lector se pone tenso: “Todo bien, pero, ¿de verdad? Otro caminante, otro expatriado voluntario, otro paseante por las ruinas de la historia y la colección de estatuas prestigiosas de la cultura centroeuropea? ¿Otro flâneur?”. Tokarczuk y Handke, dos el mismo año, menudo humor se gasta la Academia Sueca.
Distribución de los pesos narrativos. Lo peor de las buenas ideas literarias es que enseguida aprendemos a copiarlas y se gastan. La buena noticia es que pasado un tiempo (el del hastío y la digestión pesada de sus epígonos) los mejores logros siguen ahí. Que Borges haya resistido a los borgeanos es el indicio más sólido de la existencia de una justicia literaria. Hace diez años todavía nos parecía sofisticado estructurar un libro en una serie de piezas narrativas cortas, vagamente relacionadas por el tema o los personajes, provocando así una indeliberación parecida a las imágenes anfibológicas de Salvador Dalí (Gala desnuda mirando el mar que a 18 metros parece el presidente Lincoln): a según qué distancia nos colocásemos se nos persuadía de que estábamos leyendo un libro de cuentos, y a según qué distancia parecía más atinado resignificar el material en el esquema más amplio que nos procura una novela. A estas alturas la exposición del “truco” ya no justifica un libro, lo hemos visto demasiadas veces. Tokarczuk ensaya en Los errantes una nueva distribución de los pesos narrativos. La extensión de los breves apuntes iniciales (cada uno con su título) van de las pocas líneas a la página y media, la sorpresa es que cada cierto tiempo, cuando el cerebro ya se ha acostumbrado a este tempo, irrumpen amplios pasajes narrativos, enfocados en un personaje concreto y que llegan a alcanzar las cuarenta páginas. Con una letra generosa las peripecias de Kunicki o los viajes del doctor Blau podrían publicarse como nouvelle. Tokarczuk se ha preocupado mucho de diferenciar esta docena de relatos largos (por su estilo, tono y extensión) del resto, y al mismo tiempo parece interesada en disimularlos (no hay marcas especiales, ni siquiera en el índice, si no avanzamos páginas nos los encontramos por sorpresa). Los errantes podría considerarse una colección de nouvelles donde se intercalan piezas breves, de pelaje muy variado: observaciones, detalles de viaje, prosas poéticas, apuntes maliciosos. Pero dejemos la taxonomía a los interesados en las clasificaciones, lo importante aquí es el ritmo insólito de lectura que nos impone Tokarczuk, demostrando hasta qué punto ese ritmo depende de las expectativas (aquí subvertidas) que nos hacemos sobre la extensión de cada una de sus partes. La estructura de Los errantes recuerda a una serie de largos huesos unidos por cordones de tejido conjuntivo.
Viajes por el interior del cuerpo. Tokarczuk enseguida desaparece como narradora-personaje. Está fuera de las nouvelles y cuando la volvemos a encontrar en las piezas breves parpadea como una inteligencia burlona. Desmintamos las primeras impresiones: Los errantes no es un libro de prosas poéticas, no va de desplazados líricos ni su protagonista es otro flâneur. Las nouvelles presentan algunos rasgos comunes: ofrecen secciones de vida que se describen al detalle, atienden a una peripecia, y sus efectos emocionales (angustia, ternura, desesperación, complicidad...) derivan de la reticencia al subrayado sentimental. Pero lo que amalgama la novela no es que ofrezca variantes distintas de la vida errante (los personajes se pierden, se escapan, no se encuentran y viajan, de acuerdo, pero, ¿cuántas narraciones pueden privarse del movimiento?), sino la peculiar disposición del plano simbólico, que va revelándose despacio. El primer indicio es el interés de Tokarczuk por la teratología, los órganos embalsamados y las autopsias. Aunque esta peculiar inclinación del gusto enrarece enseguida la atmósfera, tardamos un poco más en comprender la trampa hacia la que nos empuja Tokarczuk entre cómicas observaciones macabras: las deformidades son una llamativa puerta de entrada hacia una serie de detalladas descripciones (entre lo anatómico-forense y la excelencia metafórica) de los órganos humanos y sus funciones, de los tendones, los nervios y los diferentes tejidos conjuntivos. Tokarczuk dedica decenas de páginas (espaciadas, no sufran) a trazar cartografías del interior de estos organismos donde palpita nuestra conciencia como una especie de fiebre consentida. Lo que se prometía como un catálogo de errancias sobre la superficie del mundo se amplía a una serie de viajes por el reverso de la piel.
Moverse o dejarse clasificar. Convencido ya el lector de que Los errantes establece dos tipos de viaje en paralelo (por la superficie del mundo y por el interior del cuerpo), Tokarczuk le tiende su última trampa al cruzar por sorpresa ambos planos: de este contraste se desprenden las reverberaciones políticas del libro. Comparado con el juego de expectativas, imaginación y recuerdos (toda la tontería de los vivos) con los que Tokarczuk envuelve sus apuntes sobre hoteles, carreteras y avistamientos de ballenas... las cartografías del cuerpo se nos revelan como taxonomías aplicadas sobre una materia inerte, que ya no puede dar sorpresas, muerta. Se viaja porque se está vivo y se clasifica lo que está agotado. De manera que los errantes, las personas que se mueven, están ofreciendo una resistencia a la clasificación, tratan de no dejarse retener, subsumir y agotar por un trabajo fijo, una sexualidad pautada, los hábitos de convivencia preexistentes, la lealtad a sus Estados o los delirios de su nacionalismo más cercano. La conclusión es evidente, pero no hay manera de condensarla en una frase sin abaratarla. La magnífica escena final (la marea de sangre de un ictus que devora, sección a sección, un cerebro vivo: la materia común destruyendo una conciencia irrepetible) constata el rigor constructivo de Los errantes y asocia a Tokarczuk con una familia admirable de escritores: los que entre las digresiones, los amagos, las bromas y las trampas no dejan de progresar hacia su objetivo. Los lectores podemos “perdernos” con cierta frecuencia, pero Tokarczuk siempre sabe dónde estamos.
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Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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