Ficciones
Literatura y verdad en la época de la posverdad
Una reflexión urgente sobre la verdad y la mentira, en sentido artístico y ético, en las obras de ficción narrativa
Mario Campaña 11/01/2020
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
La verdad y la mentira forman parte del pasado. La verdad como reconstrucción abstracta de un objeto, adecuación de la idea a la materia, fue fulminada por el joven Nietzsche al tratarla como “un ejército en marcha de metáforas”, debido a la naturaleza del lenguaje. Lo que empezó como una revisión filológica hizo que la verdad adquiriera con el tiempo una mala fama irreversible. Con inútil incredulidad vivimos hoy el imperio de la posverdad, un eufemismo para el cálculo y la astucia juntos. Pese a la retracción de la verdad en las teorías del conocimiento, y aunque su concepto no forme parte de la terminología literaria –y hasta haya sido considerado impertinente por teóricos como Todorov y Ducrot–, creo que se puede y se debe reflexionar con urgencia sobre la verdad y la mentira en sentido artístico y ético en las obras de ficción narrativa.
Aristóteles sostuvo en su Poética que la literatura –la poiesis– es el arte de lo posible; no de lo que aconteció sino de lo que pudo o puede acontecer; por eso es más filosófica que la historia. Tal arte debe fundarse en lo verosímil y en lo necesario. Por supuesto que lo verosímil no se refiere a la realidad histórica y material –y por eso ningún lector duda de la existencia de Wonderland ni de Liliput–, sino a la lógica interna de la obra. Los acontecimientos, las acciones, las peripecias deben surgir “de la contextura misma de la trama o argumento”, de manera que estos sean o verosímiles o necesarios. También en los caracteres y la trama es preciso que la obra se ajuste a lo necesario o verosímil, “de manera que resulte o necesario o verosímil que el personaje de tal carácter haga o diga tales o cuales cosas, y el que tras esto venga esto o lo otro”. Asimismo el desenlace debe resultar “de la trama o argumento y no de un artilugio”. El principio es que “ningún acto debe quedar sin explicación racional” y esta racionalidad repito, debemos entenderla no en sentido general ni externo, sino a la de la obra misma y a las leyes que rigen ese su mundo.
Aunque la práctica artística quizá pueda oponerse a esta teoría, demostrando que el recurso ex nihilo ha sido y puede ser válido para alcanzar ciertos objetivos, ni siquiera en ese extremo el entramado previo de la obra y su posible desarrollo pueden ser quebrantados sin que quede afectada su verosimilitud e incluso su veracidad. Digámoslo de una vez: lo verosímil y lo necesario no son otra cosa que la verdad artística, la materia que compone lo verdadero del mundo representado artísticamente: así puede ser deducido de la teoría aristotélica.
lo verosímil y lo necesario no son otra cosa que la verdad artística, la materia que compone lo verdadero del mundo representado artísticamente
En numerosas ocasiones la literatura ha debatido sobre este tema. El primero caso que me viene a la mente es el de Goethe, quien advirtió en el teatro alemán de su época inclinaciones arteras entre los empresarios de cultura e incluyó en Los años de aprendizaje de Wilhelm Meisterel siguiente diálogo, a propósito de una adaptación de Hamlet:
“Serlo. ¿Sigue usted reclamando, tan inexorablemente como siempre, que muera Hamlet al final de la obra?
Wilhem. Pero ¿cómo podría perdonarle la vida, cuando toda la obra lo empuja hacia la muerte?
Serlo. Pero el público quiere que quede vivo.
Wilhem. En otras cosas trataré de complacer al público; pero en ésta, imposible. Quisiéramos que viviese más un buen hombre honrado y útil que muere de un mal crónico. Llora la familia y execra al médico que no puede alargarle la vida. […] Como aquel no puede oponerse a una fatalidad de la naturaleza, tampoco nosotros podemos imponernos a una notoria fatalidad del arte.
Serlo. Pero el que paga tiene derecho a que le den lo que él desea.
Wilhem. Hasta cierto punto; un gran público merece que se le estime y no se le trate como a chicos a quienes se les quieren sacar los cuartos”.
También Baudelaire reflexionó, aunque de modo incidental, sobre la verdad y su falsificación en la obra literaria. El abominaba de Los miserables de Victor Hugo: en Jean Valjean (el delito), el inspector Javert (la justicia) y el obispo Myriel (el bien) solo vio una gran mistificación. El abandono de la riqueza y el poder por parte de Valjean y su entrega a una desdichada vida de convicto perseguido a causa del remordimiento y su buen corazón le parecía una repugnante falsedad; los poderosos, aunque sean canallas, y sea cual sea su pasado, cree Baudelaire, no renuncian a nada y mueren venerados, rodeados de sus familias, amigos y sirvientes.
Y en La antorcha al oído, segundo volumen de sus memorias, Elías Canetti lamenta el fin que Shakespeare eligió para su rey Lear. Creía que después de haber soportado la tragedia de la sucesión, de haber sobrevivido a una sangrienta época de venganzas y ambiciones, Lear debía seguir viviendo, “siempre debía estar vivo”. Lear “merece vivir”, dice Canetti, porque con él “mueren muchos años”.
En los tres casos lo que se pone en discusión es la verdad de las obras, de la literatura, porque, efectivamente, lo que Goethe llama una “notoria fatalidad del arte” no es otra cosa que su verdad. Dejar con vida a Hamlet o a Lear cuando todo lleva a su muerte puede tener una motivación simple, complacer al público, o espuria, ‘sacarle unos cuartos’, o inspirarse en ideales moralmente elevados, como los de Canetti, pero al hacerlo se faltará a la verdad de la obra y con ello a su valor más profundo.
Siendo cualquier desenlace no la simple disipación del nudo dramático sino una cristalización definitiva de las líneas de tensión de una obra, el fin nunca queda al entero arbitrio del autor, pues hay un volumen, un recorrido previo, una sobresignificación, un texto profundo que se ha ido gestando y determinando sutilmente la superficie de los acontecimientos y la trama, la complejidad del tejido que es la obra. Cuando hay verdad, el lector la percibe y disfruta, aunque quizá no lo reconozca de un modo consciente; cuando no la hay, también lo nota: su demon lo alertará con un susurro frío.
Dejar con vida a Hamlet o a Lear cuando todo lleva a su muerte puede tener una motivación simple, complacer al público, o espuria, ‘sacarle unos cuartos’
Si en lo artístico la falta de verdad se convierte en defecto, este adquiere también una dimensión ética: el error, insuficiencia o falsedad puede deberse a impericia o negligencia del artífice, pero también, como hemos dicho antes, a una premeditada maniobra para engañar al lector por razones deleznables. El ‘arte de consumo’ o ‘masivo’ está lleno de ejemplos. Los productores, editores, guionistas de televisión o escritores que dicen ‘complacer al público’ falsificando o adulterando las obras atentan contra la confianza pública y por ello rozan lo delictuoso. Se podría ya tipificar lo que Nietzsche llamó “delito cultural”.
Queda pendiente un asunto esencial: ¿cuál es la relación entre la verdad de la obra y la verdad de la vida y la historia? Esa relación ha sido objeto de demasiados debates como para pretender una respuesta ahora. Sin embargo, es plausible pensar que las verdades de la vida y de la historia puedan llegar a revelar la mentira literaria, incluso cuando hay apariencia de verosimilitud y necesidad: el lector, constituido como subjetividad individual dotado de historicidad, interpreta y comprende según su realidad existencial y las condiciones de su época, y está en condiciones de confirmar la existencia de una verdad o su negación en la obra artística. En el acontecer fenomenológico de su lectura, la verdad se pone a prueba línea a línea, a la luz de la lámpara de un detector de mentiras que todos llevamos con nosotros.
Nadie puede exigirle al artista un compromiso con principios teológicos, como el triunfo del bien, ni con una clase social, ni con el gusto del público y su necesidad de deleites o esperanzas, y ni siquiera con algún ideal elevado como el del joven Canetti, pero el uso público de la palabra le reclama, como a todos, que responda por la verdad de su obra, que garantiza su acierto ético y estético.
Ya está abierto El Taller de CTXT, el local para nuestra comunidad lectora, en el barrio de Chamberí (C/ Juan de Austria, 30). Pásate y disfruta de debates, presentaciones de libros, talleres, agitación y eventos...
Autor >
Mario Campaña
Nacido en Guayaquil (Ecuador) en 1959. Es poeta y ensayista. Colaborador en revistas y suplementos literarios de Ecuador, Venezuela, México, Argentina, Estados Unidos, Francia y España, dirige la revista de cultura latinoamericana Guaraguao, pero reside en Barcelona desde 1992.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí