'Mi' criminal de guerra
Empatía por el diablo
La escritora Jessica Stern pasó de publicar un libro exitoso sobre el terrorismo islámico a cuestionar el genocidio de los bosnios musulmanes y quedarse prendada de Radovan Karadžić, responsable de la masacre de miles de personas
Rafia Zakaria (The Baffler) 26/05/2020
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“Me convierto en un auténtico soldado cuando estoy bajo una amenaza real. Si el avión se está estrellando, querrás que yo esté al mando”, escribió Jessica Stern, la magistral decodificadora de las mentes terroristas, en su memoria de 2010. El libro, que presentaba el declarativo título de Negación: Memorias del terror [Denial: A Memoir of Terror], se publicó siete años después del volumen que la permitió ganarse un lugar privilegiado entre el plantel de expertos en terrorismo: Terror en nombre de Dios: Por qué matan los militantes religiosos [Terror in the Name of God: Why Religious Militants Kill]. Stern se granjeó el respeto generalizado, seguido de numerosos elogios, tras los atentados del 9/11, cuando la fiebre por explicar el misterio de los militantes estaba en pleno auge. Ese libro, como muchos otros del mismo género, relacionaba someramente el terrorismo religioso (léase islamismo) con algo específico e inherente a la ideología, en lugar de relacionarlo con una avaricia ordinaria por el poder. El éxito del libro le produjo generosos réditos: dio clases en Harvard y con el tiempo terminó obteniendo una cátedra en la facultad Frederick S. Pardee de Estudios Globales de la Universidad de Boston. Stern, que aparecía con regularidad en programas de radio y televisión, había conseguido crear una marca personal, como Jessica Chastain en La noche más oscura, con la que podía salvar a Estados Unidos porque había descifrado a los terroristas.
El espectáculo de mujer que susurra a los terroristas funcionó a las mil maravillas durante más de una década. Eran los años del terrorismo islámico, una época muy eficaz a la hora de justificarlo todo: dos guerras y el asesinato de cientos de miles de iraquíes y afganos, en nombre de acabar con el terrorismo. Sus memorias profundizaban en las razones que le habían llevado a estudiar a los terroristas, y vinculaban la fascinación que sentía por ellos con los abusos y agresiones sexuales que había sufrido durante su infancia. Era esa habilidad para reconocer en los terroristas que estudiaba a las personas que habían abusado de ella lo que hizo que fuera tan hábil a la hora de poder entenderlos de verdad, según decía ella misma. En 2015 Stern publicó otro libro, ISIS: El estado del terror [ISIS: The State of Terror], escrito junto con J.M. Berger, que demostraba que la decodificación de terroristas seguía siendo una empresa lucrativa.
Más recientemente, la “derrota” de ISIS y la aparición de un terrorismo nacional de supremacistas blancos rebajaron el perfil de la camarilla de expertos en terrorismo islámico, Stern incluida. Algunos sucesos personales, como nos cuenta en su último libro Mi criminal de guerra: Encuentros en persona con un arquitecto del genocidio [My War Criminal: Personal Encounters with an Architect of Genocide], también contribuyeron a ese proceso. El nacimiento de su hijo provocó que su vieja afición por salir a la búsqueda de terroristas fuera insostenible. (“Me prometí no volver nunca más a correr ese tipo de riesgos”). La solución que adoptó Stern fue cambiar a los terroristas por criminales de guerra ya capturados y condenados. “Algunos años atrás decidí que la mejor forma de hacer uso de esta habilidad era concentrarme en los terroristas presos”, escribe, puesto que sería “más seguro que entrevistar a terroristas sobre el terreno” y, al mismo tiempo, no tendría que dejar “mi trabajo de toda la vida”.
A los pocos minutos de que comience su primera cita en una sala de la cárcel de La Haya, Stern ya se ha quedado prendada
El criminal de guerra que eligió Stern fue Radovan Karadžić, la persona responsable de diseñar la masacre de miles de hombres y niños musulmanes en Srebrenica en julio de 1995. Como demostrar las motivaciones de “su” criminal de guerra (el pronombre posesivo le sobrevino naturalmente durante las conversaciones “intensas y excepcionalmente prolongadas” que mantuvo con Karadžić) es una tarea lógicamente menos cargada de acción que la caza de terroristas musulmanes, Stern añade su propia teatralidad. Karadžić, el hombre que se presenta a las entrevistas con una “camisa marrón con la que podría haber dormido perfectamente y un raído jersey de viejo”, y que sostiene una caja de fruta llena de golosinas, se vuelve alto y amable, con unos “rasgos sorprendentes”, y una figura que “se eleva por encima de su entorno”. Exuda un poder que atrae a Stern, aunque tampoco tiene que esforzarse mucho; a los pocos minutos de que comience su primera cita en una sala de la cárcel de La Haya, Stern ya se ha quedado prendada. Tal y como lo describe ella: “Esa fue la primera vez que conecté. Y duró una larga temporada”. En encuentros posteriores tienen lugar unas sesiones de curación de energía que rebosan una marcada tensión erótica: “Bajo su atenta mirada, experimenté una regresión. Hacía lo que me decía, como una niña obediente o una estudiante modelo”, narra Stern. Aunque esto no es motivo para preocuparse, ya que todo forma parte de la táctica de Stern, que conlleva “imbuirse de la subjetividad del terrorista”, porque eso es lo que le permite “llegar a entender por completo lo que piensa”.
No obstante, más allá de la vergonzante extrañeza que produce, esas confesiones dan ligeras pistas de que Mi criminal de guerra no es una recopilación de la historia de Karadžić, ni de sus motivaciones, sino de una seducción, una en la que un asesino venido a menos consigue cautivar a una académica, y hacerla ingresar en el ámbito de la duda y la absolución. De hecho, con el tiempo, Stern comienza a repetir como un loro algunas alarmantes negaciones del genocidio por el que se condenó a su criminal de guerra.
En la página 41 ya plantea lo que suena demasiado como un argumento que tiene en cuenta a “ambas partes” para justificar un genocidio que claramente fue diseñado por una sola. Uno de los caminos hacia el odio que ella racionaliza “se produce cuando un grupo étnico dominante teme perder su estatus y sus privilegios. Tal y como los serbobosnios temieron perder su estatus como grupo demográfico dominante”. Sean cuales sean los trucos mentales que Stern pueda estar utilizando, esa conclusión es “equívoca”, según explica el académico Edina Bećirević de la Universidad de Sarajevo, que la propia Stern cita en su libro.
La peor parte viene cuando Stern alega que los propios bosnios musulmanes fueron los responsables de al menos algunas de las matanzas
Lo mismo sucede con su alcance. Cuando trata el asedio de Sarajevo, Stern recurre a unas expresiones que describen la ciudad como un “icono contemporáneo de atrocidades”, que atrae a unos periodistas que más tarde presentan la impotencia de la población como un relato binario del bien contra el mal. La verdad no es lo que les motiva, sino un espíritu emprendedor y arribista que busca el sensacionalismo. Cuando menciona las 14.000 muertes de Sarajevo, no puede evitar añadir que en el lugar del genocidio habitaban “emprendedores morales” que habían acudido a la ciudad en tropel durante las atrocidades. Es la mercantilización de la violencia en ese momento, y no la verdad del genocidio, lo que le aporta la fama a Sarajevo.
La peor parte viene cuando Stern alega que los propios bosnios musulmanes fueron los responsables de al menos algunas de las matanzas, que supuestamente perpetraron para “convencer a la comunidad internacional de que apoyara una intervención militar”. Según dice: “Hubo una serie de casos en los que los investigadores concluyeron que los bosnios musulmanes habían lanzado ataques para que pareciera que habían sido los serbios”. Hace falta rastrear minuciosamente las referencias del libro para descubrir que la investigación del académico que ella cita es la de Bećirević, el cual ha escrito una denuncia categórica del libro de Stern y del uso que hace de sus investigaciones en el mismo.
A pesar de ser una superviviente de abusos sexuales, Stern demuestra no sentir mucha empatía por aquellos que han sufrido otro tipo de traumas en Sarajevo
Negar el genocidio está de moda hoy en día. Peter Handke, un declarado negacionista de la masacre de los bosnios musulmanes, recibió el año pasado el Premio Nobel de Literatura; al final resultó que dos miembros del Comité Noruego del Nobel se habían visto influenciados por ciertas teorías de la conspiración que afirmaban que se habían exagerado los crímenes serbios. Lo que se puede deducir después de leer el relato de Stern es un reflejo de lo autoindulgentes que pueden llegar a ser los académicos de élite solo para desarrollar su marca y la de sus investigaciones. Stern retuerce el efecto del trauma para convertirlo en una especie de método de investigación, y todos aquellos que han participado en el libro, desde la casa editorial hasta el editor, parecen haber estado de acuerdo. El resultado es terrible. Siendo indulgente, el libro de Stern es el ejemplo de un antiguo académico especializado en terrorismo que no sabe qué hacer en esta época de posterrorismo, y que es capaz de utilizar el acceso que ha tenido a un criminal de guerra en cautividad para escribir un libro cuya conclusión última es poner en duda unos hechos demostrados.
Es una perniciosa mezcla: un relato histórico adulterado por los instintos subjetivos que Stern desarrolló en respuesta a un trauma infantil. A pesar de ser ella misma una superviviente de abusos sexuales, Stern demuestra no sentir mucha empatía por aquellos que han sufrido otro tipo de traumas en Sarajevo. Su adoración la reserva en cambio para el arquitecto de esos traumas. Si en su anterior libro el islam constituía el fundamento para producir terroristas, ahora, en su último libro, los musulmanes son en cierto modo cómplices de su propio genocidio.
El interludio chapucero e indulgente de Stern para tratar los crímenes de guerra habla muy poco del sufrimiento o del mal. Al comienzo de uno de los primeros capítulos, llega casi a compararse con Hannah Arendt, que también escribió un libro sobre un criminal de guerra: Eichmann en Jerusalén. La comparación es algo grandilocuente, pero típica de Stern. En su magistral estudio, Arendt aborda la banalidad del mal; pero en la poco convincente obra de Stern, la banalidad pertenece al esfuerzo de una académica en el final de su carrera, cuya trascendencia en declive enturbia e induce al error, que además vende su propia confusión moral como si fuera una complejidad psicológica.
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Traducción: Álvaro San José.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.
Rafia Zakaria es la autora de La mujer de arriba: una historia íntima de Pakistán [The Upstairs Wife: An Intimate History of Pakistan. Beacon, 2015] y Velo (Veil. Bloomsbury, 2017). Es columnista de Dawn en Pakistán y escribe con asiduidad para Guardian, Boston Review, The New Republic y The New York Times Book Review.
“Me convierto en un auténtico soldado cuando estoy bajo una amenaza real. Si el avión se está estrellando, querrás que yo esté al mando”, escribió Jessica Stern, la magistral decodificadora de las mentes terroristas, en su memoria de 2010. El libro, que presentaba el declarativo título de Negación: Memorias...
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