Parte IV: Lo latino
4. ¿Y si vemos San Francisco morir desde la 306?
Mientras muere esta ciudad y aparece una nueva permanecerán los hijos anónimos de épocas anteriores, los que definen y radiografían a la ciudad con sus vidas
Fernando Mahía San Francisco , 29/05/2020
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Es 18 de marzo, tercera jornada de shelter in place en San Francisco, una especie de confinamiento sin tantas restricciones. Atardecía y la ventana de la 306 estaba abierta. Paul Glodich, pese a todo, se había apartado ya de ella para seguir con su muy estricta rutina interior. Ya se sabe: el yoga, las lecturas, los programas de la televisión francesa y demás. En la calle, desierta, algunos de los residentes del hotel seguían jugando al fútbol. La bola solo se paraba muy de vez en cuando, cuando pasaba un peatón, algún coche.
Entretanto, en la acera de enfrente, Tiliana Mader observaba con curiosidad cómo unos obreros tapiaban la entrada al bar de la esquina de Post con Taylor. El Owl Tree –pub de cervezas a ocho dólares y cócteles a muchos más– se sumaba así a la lista de establecimientos de San Francisco que, durante esa jornada y las anteriores, habían bloqueado sus puertas de entrada, escaparates y ventanales con tablones de madera. Una medida de prevención, se suponía, frente a lo que pudiese pasar en las semanas de confinamiento que quedaban por delante. La escena, que se repetía por toda la ciudad, sumaba un grado más de distopía a la ciudad.
Según las recomendaciones que el ayuntamiento había publicado ya la semana anterior al 18 de marzo, Tiliana también debería estar confinada en casa. Los mayores de 65 años eran considerados grupo de riesgo y ella, por mucho que no quiera desvelar su edad –“preguntarle eso a una señorita como yo es de mala educación”, suele reprochar–, debe andar ya por los 75. Pero cosas de la San Francisco de 2020, Tiliana llevaba un año sin tener una casa de la que no salir. Desde hace meses, su hogar es un hostel de la esquina de Post con Taylor, donde comparte habitación con otras nueve personas.
“¡Bah!”, exclamaba cuando se le cuestionó acerca de si no prefería quedarse bajo techo, acompañando la onomatopeya con un gesto como de que le importaba bien poco. También, con los tosidos de un catarro crónico. Qué más daba encerrarse en la habitación, pensaría, si sus otros siete, ocho o nueve compañeros iban a salir a la calle igualmente.
Así pues, aquella tarde se escapó del hostel como cualquier otra. Y mientras los dos obreros colocaban el tablón en la puerta del Owl Tree, la mirada agnóstica de Tiliana los seguía de cerca. Parecía cuestionarse si realmente todo aquello era necesario. Y entre unos interrogantes que llevaban mucho más tiempo en su cabeza, quizás se preguntaba qué demonios hacía allí. No en aquella esquina en aquel preciso momento, saltándose el shelter in place, sino en una ciudad que ya llevaba tiempo expulsándola.
Las aventuras de Tiliana
De físico menudo y pequeño, la cantidad de historias y anécdotas que alberga la cabeza de Tiliana es directamente proporcional al volumen de su cuerpo. Y en su rostro, arrugado por los años que han pasado entre tantas vueltas, se ven, como cantaba Héctor Lavoe, los fracasos de la vida.
Tili, como la conocen ahora sus jóvenes compañeros de habitación en el hostel de Post con Taylor, nació ya entre hechos rocambolescos. Según su relato, fue la única hija de un franco-argelino escondido en una casa de la Baviera alemana durante la Segunda Guerra Mundial. Éste desapareció y, a los años, su madre acabaría internada en un convento. Por ello, a las personas que desde aquel entonces Tiliana denomina familia son sus padres y hermana adoptiva.
Con los años, igual que Paul Glodich vivió los años de la contracultura en Estados Unidos, Tiliana fue protagonista de una experiencia paralela en Europa. Recorrió arriba y abajo el Viejo Continente, se escapó varias veces a Berlín antes de ser mayor de edad y vivió en Francia la década de los 60 y los 70. Exprimida ya esa época, se marcharía a Latinoamérica. Llegó primero a México DF para trabajar durante años para una compañía alemana, donde aprendió el español mexicano que todavía habla hoy en día de forma casi perfecta. Luego, otra vez, se echó a la carretera y vivió las más diversas aventuras en Colombia, Perú, Bolivia y Ecuador.
Si quisiese, sus historias de dicha época darían para días y días de confinamiento. Pero, sin duda, lo más importante de este proceso vital fue el hecho de convertir Latinoamérica en lo más parecido a una identidad dentro de su personalidad apátrida. De ser algo, la historia de Tiliana la ha convertido en una latina de apellido alemán y nombre poco común.
Fue en los años 90, finalmente, cuando su relato vital se cruzó con el de San Francisco. En principio, llegaba de visita a una ciudad donde florecía la industria tecnológica. La idea era no quedarse mucho tiempo y aquí sigue, 30 años después. Y sin embargo, en cierta manera, logró no dejar del todo Latinoamérica. Se instaló, claro, en La Misión.
La visita a la Misión
Unas semanas antes de que llegase la alerta contra el coronavirus, Tiliana se fue a dar un paseo por su pasado, uno no muy lejano. Dejó el Tenderloin, el hostel y las calles de distopía donde ahora le toca vivir para volver a patear por el barrio de la Misión, el distrito más latino de San Francisco, donde pasó gran parte de sus últimas tres décadas hasta 2019. Por allí, con sus gafas de sol y pañoleta en la cabeza al estilo de la Susan Sarandon de Thelma y Louise, fue encontrándose con lo que uno no puede evitar al caminar atrás en el tiempo: viejos conocidos, cosas que han cambiado, algunas que se han ido y muchas otras que vienen a sustituirlas.
Hizo una parada, primero de todo, en el estanco de la 18th para hacerse con su sempiterno paquete amarillo de cigarrillos American Spirit, esos que le provocan su catarro crónico y que salen dos dólares más baratos aquí que en el Tenderloin. “¡Cuánto tiempo!”, se sorprendió el dependiente, con el que se quedó a charlar los minutos que le permitió la ajetreada cola. Entró después a la panadería La Mejor, que cuenta que realmente es la mejor, donde también departió un rato con la dueña del establecimiento; anciana, veterana del barrio y latina, casi igual que Tiliana. Y antes de llegar a su vieja calle, quiso parar a comprarle un mango a Judelia, preocupándose por el puestecito de frutas y el objetivo de ésta de comprarse una casa en su tierra, allá en Guerrero, en México. Y el sueño de la casa, eso sí que no había cambiado, que seguía igual de lejos que siempre.
Así, por una mañana, Tiliana se fue a vivir su antigua rutina. Y lo que no apareció a su vista por haberse desvanecido en la rueda del cambio urbano, asomó en los recuerdos que fue verbalizando de la Misión, el barrio donde se asentó lo más variopinto de la bohemia latina y revolucionaria. Evocó Tili a los viejos muralistas de la 24th. También los cuadros de Anthony Holdsworth, su amigo y pintor, al que sigue siendo posible encontrarse sentado retratando una esquina cualquiera de estas calles. Las fiestas y actos en El Tecolote, el periódico en español de la comunidad latina de SF. Los músicos que tocan cada día en el Revolución Café, así como su puntual romance con uno de ellos hace años. Las comidas de la Torta Gorda. Un matrimonio de un año que no funcionó. Vecinos y amigos que ya no están. Anécdotas.
Entre tanto recuerdo y reencuentro, Tiliana cruzaba las calles con cuidado, moviendo rápido su diminuto cuerpo, con pánico a que se repitiese un atropello que la dejó maltrecha meses atrás. Los años, que además de despedidas, ya se sabe, acumulan miedos.
Y en esas, casi que sin darse cuenta, llegó el destino final del paseo: el cruce de la 24th con South Van Ness, la esquina donde tuvo su apartamento durante años. Allí, como en shock, se quedó observando de arriba a abajo los árboles que la aderezan. “Pero qué grandes están”, dijo para sí, más como quien ve a sus hijos tras una guerra de décadas que como alguien que se mudó de barrio un año atrás.
Porque, aunque la reacción pueda resultar exagerada –Tiliana tuvo que dejar su casa hacía menos de un año, antes del verano de 2019–, bien es cierto que el tiempo de la separación no debe pasar igual cuando ésta es forzada. Y a ella, así como a los miles de latinos que han tenido que dejar la Misión en los últimos años, se puede decir que los han exiliado a la fuerza. En este caso, debido a la llegada de un ejército invasor, el del nuevo Gold Rush que ha tomado San Francisco: ese que ha cambiado pepitas de oro por gigantes del IT, start-ups, rondas de financiación y salidas a bolsa.
El éxodo
Unos metros más allá de los árboles y parada frente a un solar derruido en la 24th, a Tiliana le llegó un segundo golpe de nostalgia, esta vez en forma de ausencia. Dentro del solar, entre ruinas de lo que había sido una casa, una grúa removía los escombros. Para ella, debió ser como encontrarse al enterrador tapando la tumba de un amigo. “Qué pena, ese edificio era precioso y lo acaban de tirar”, comentó. A cien metros de allí, el edificio que albergaba su apartamento y del que fue expulsada en 2019, explicaba, será uno de los próximos en caer.
Estos y otros edificios de la Misión, de estilo victoriano y poblados en su mayoría por familias latinas, han ido siendo desahuciados o derruidos en los últimos tiempos para dejar paso a nuevos inquilinos. Lo latino, que nació y se crió alrededor de la Misión de San Francisco de Asís –fundada por exploradores franciscanos españoles en 1776 y trasladada en 1783 a su actual localización en el barrio de La Misión– se va muriendo. Poco importa que antes de que llegasen los buscadores de oro de 1849, el gobierno de los Estados Unidos o Google, San Francisco ya fuese latino.
Para ocupar su lugar, han llegado a la Misión y a San Francisco jóvenes profesionales de todo el mundo, atraídos por una industria tecnológica que ha protagonizado la gentrificación de la ciudad. Dicho proceso no es más explícito en ningún lado que en este barrio, donde los profesionales con salarios desorbitados han encontrado su zona de alterne, sustituyendo así a la clase obrera, artística y que, en gran parte, hablaba español.
Así, a muchas de las familias exiliadas no les ha quedado más remedio que mudarse a zonas suburbiales de la Bahía, a horas –y dólares– en transporte público de la ciudad de San Francisco, donde muchos mantienen sus trabajos. He ahí la paradójica e implacable historia del cambio urbano de Estados Unidos: después de que hace décadas la clase media-alta y blanca se escapase a los suburbios metropolitanos y los downtowns se convirtiesen en agujeros olvidados, la rueda se ha invertido; los centros de las ciudades son, ahora, lo cool, y esas mismas clases lo reclaman de vuelta.
Para algunos, como en el caso de Tiliana, la otra opción ha sido recurrir a albergues o a hoteles SRO de condiciones paupérrimas. Basta decir, por ejemplo, que Tiliana no es la única anciana de su hostel en Post con Taylor: como ella, otros jubilados residen en habitaciones de diez personas con viajeros o turistas porque no pueden permitirse un apartamento, siquiera una habitación. Para hacerlo, en la Misión o en cualquier lugar de la San Francisco de 2020, uno debe ser joven, rico y con estudios.
O, en su defecto, querer trabajar –y mucho– para los que lo son.
Los cambios
El proceso de gentrificación en la Misión ha dejado a Tiliana en un cruce de caminos. Ya no quiere vivir más tiempo en un hostel y su último recurso para quedarse en la ciudad, intentar que le concedan un piso para ancianos de los que ofrece el ayuntamiento, lleva en espera un año. La enorme demanda, le explican.
Así pues, la mayoría de sus opciones están ya fuera de este país. Ayudada por su vitalidad despampanante, se plantea irse a vivir a Múnich con su hermana adoptiva, cosa que le da cierta pereza; comprar una casa en Sicilia, cosa que le da cierto miedo; o seguir tomando sus clases de árabe y marcharse a un lugar cercano a la Argelia natal de su padre biológico. Sea como sea, su relación con la ciudad ha llegado a un punto de no retorno. Como a tantos otros, la nueva fiebre del oro, la tecnológica, le ha pillado a contrapié.
Quizás, lo único parecido a un consuelo para todos ellos es que esta época de SF ya tiene su fecha de caducidad. La ciudad se ha convertido hasta en demasiado cara para las compañías tecnológicas, demasiado distópica para ser atractiva para turistas o trabajadores extranjeros. Seattle, Portland, Reno, Denver o Austin se están imponiendo como nuevos lugares de moda para el capital salvaje, nuevas ciudades trendy desde donde se puede atraer a lo más florido y joven de la industria a cambio de una falsa sensación de libertad.
Así pues, a Frisco se le acerca un nuevo fallecimiento. Tras ver cómo todo moría y resucitaba tras la Fiebre del Oro, tras el incendio de 1906, tras el sueño de lo hippie, parece que a la San Francisco de la industria tecnológica también le llega su San Martiño.
Fin
Puede ser que el paso de la covid-19 no haga más que acelerar esta nueva transformación. Que el virus que dicen todo lo va a cambiar sea también la gota que colme el vaso en esta ciudad distópica, donde una persona puede estar chutándose heroína en la puerta de un restaurante de lujo; y lo definitorio: donde nadie se alarma ya con ello. O puede ser que no, y que este proceso se alargue durante años.
En todo caso, mientras esta San Francisco fallece y aparece una nueva, en el lado oeste de la Bahía permanecerá lo inmutable. Las colinas, la niebla y la luz que hacen que esta urbe sea fotogénica; romántica aún sin buscarlo por su capacidad de crear una memoria a cada vuelta de esquina. También quedarán esos hijos anónimos de épocas anteriores, los que definen y radiografían a la ciudad con sus vidas.
Algunos de ellos pulularon el 18 de marzo por la esquina de Post con Taylor: Tiliana, pensando cuándo será que deja todo esto mientras veía tapiar las entradas del Owl Tree; Walter, el homeless de Post con Taylor, dedicado a sobrevivir otro año como los últimos 20; la pareja china, que solo necesita cuatro palabras en inglés para hacer su vida en esta loca urbe. Ellos y otros tantos más.
Y arriba, tercera planta, ventana de la izquierda, brazos pálidos y apoyados en su marco de madera desgastado, Paul Glodich, que a todos ellos los ve pasar. Haciendo lo mismo que ha hecho durante tantas tardes que ni él mismo podría contarlas, incluso en esa del 18 de marzo, tercera jornada de shelter in place en San Francisco: viendo la ciudad morir desde su ventana en la 306.
Es 18 de marzo, tercera jornada de shelter in place en San Francisco, una especie de confinamiento sin tantas restricciones. Atardecía y la ventana de la 306 estaba abierta. Paul Glodich, pese a todo, se había apartado ya de ella para seguir con su muy estricta rutina interior. Ya se sabe: el...
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Fernando Mahía
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