Capitalismo de fusión
La ¿imparable? oligopolización de la economía
Los efectos de este proceso, cada vez más acusado, generan perjuicios directos para los consumidores o clientes, y relevantes efectos negativos en el conjunto de la economía y en muchas otras vertientes de la sociedad
José Ángel Moreno Izquierdo (Economistas sin Fronteras) 23/11/2020
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Los recientes movimientos de concentración bancaria, como la adquisición de Bankia por Caixabank y la fusión de BBVA y Sabadell han vuelto a poner de actualidad en nuestro país un fenómeno permanente en todas las latitudes: la creciente conformación de grandes oligopolios en prácticamente todos los sectores de la economía. Es decir, empresas muy grandes que concentran en conjunto una cuota de mercado claramente dominante en su sector correspondiente. Empresas, además, que colaboran frecuentemente entre sí –a través de acuerdos explícitos o tácitos– para imponer precios y consensuar otras condiciones de mercado, para establecer barreras de entrada lo más elevadas posible y para garantizar beneficios superiores a los posibles en condiciones más competitivas. Todo ello acaba provocando un deterioro de la calidad general de la competencia, como muchos de los análisis sobre la reciente fusión bancaria se han apresurado a poner de relieve.
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La evidencia empírica –tanto del crecimiento del grado de concentración como de los efectos que produce– es incuestionable: los márgenes de beneficio en las grandes empresas –un indicador fiel del grado de concentración y de poder mercado– vienen aumentando tendencialmente a lo largo de las últimas décadas. Es la razón primordial que está en la base de muchas fusiones.
Se trata, en este sentido, de un fenómeno que entraña –o cuando menos, pretende– la generación de beneficios extraordinarios: rentas, en el lenguaje económico. La evidencia también lo avala: los mayores rendimientos coinciden en las firmas con mayor poder de mercado. El último libro de Stiglitz –Capitalismo progresista– lo explica con claridad meridiana, en base a una nutrida serie de trabajos empíricos. Beneficios extraordinarios que, si se mantienen en el tiempo, son reflejo indudable de una capacidad de extracción de riqueza que no deriva del simple funcionamiento del mercado; es decir, que es fruto de posiciones de poder que posibilitan mecanismos de explotación a terceros –clientes, otras empresas del sector, suministradores...–.
Efectos económicos y sociales negativos
Es algo que está en la base de las múltiples disfunciones que el crecimiento de la oligopolización de la economía suele comportar: no sólo perjuicios directos para los consumidores o clientes, sino también relevantes efectos negativos adicionales en el conjunto de la economía (y en muchas otras vertientes de la sociedad).
Ante todo –como también han destacado muchas primeras impresiones de la fusión bancaria mencionada– pérdidas de empleo. Al tiempo, los mayores beneficios conseguidos vía poder de mercado desincentivan la inversión y la innovación, debilitando así la eficiencia, la productividad y el potencial de crecimiento económico y su calidad. Sobre todo ello gira el último número de la publicación trimestral de Economistas sin Fronteras, Dossieres EsF, de cuyo contenido se pueden destacar los siguientes aspectos.
Un fenómeno que entraña –o cuando menos, pretende– la generación de beneficios extraordinarios: rentas, en el lenguaje económico
Una cuestión central –destaca el artículo de Antón Costas– es la incidencia de los oligopolios en el aumento de la desigualdad que vienen experimentando la mayoría de las economías nacionales a lo largo de las últimas décadas, a través de la presión a la baja que aquellos son capaces de ejercer sobre el nivel salarial. Una capacidad que deriva de su poder en el mercado laboral, que posibilita a estas empresas establecer salarios menores de los que se formarían en mercados más competitivos. También en este ámbito la evidencia empírica que vincula la concentración empresarial creciente y los beneficios extraordinarios con la caída de los salarios –explica el profesor Costas– es cada vez más concluyente: mayoritariamente, los oligopolios con mayores beneficios son los que han experimentado menores crecimientos salariales.
Es una presión sobre los salarios que estas empresas imponen inicialmente en sus propias plantillas, pero que –por su propio peso económico– acaba trasladándose a todo su sector y al conjunto de la economía nacional, provocando un permanente efecto depresivo en la demanda agregada global, afectando negativamente de forma adicional en el ritmo de crecimiento. Algo a lo que se suman –recuerda Carlos Cruzado– los efectos negativos sobre ese potencial que añade la erosión de ingresos públicos –y, en consecuencia, de margen de maniobra de la política económica– producida por la terrible elusión fiscal que despliegan por diferentes vías las grandes empresas.
La concentración en el sector financiero
Estamos, por tanto, ante un problema de múltiples aristas –y desde luego, no sólo económicas–. Un problema que afecta de forma especialmente intensa a sectores nucleares en el funcionamiento de la economía. Uno de ellos, sin duda, es el financiero, quizás todavía no tan concentrado como otros –en parte porque partía de una situación de mucha mayor dispersión y porque las legislaciones nacionales siguen ejerciendo sobre él un control muy reacio a la concentración transnacional–. No obstante, el crecimiento del grado de concentración en él está siendo particularmente intenso. Según afirma Juan Torres –en un artículo escrito con anterioridad al anuncio de la fusión CaixaBank-Bankia y que adquiere con ella particular actualidad–, se ha producido “con más fuerza y con efectos aún más negativos para la eficiencia de los mercados y para el bienestar social”. Es una concentración que se viene produciendo a lo largo de las últimas décadas –y aceleradamente desde la crisis 2008– y que está teniendo una repercusión general cada vez mayor al producirse en el contexto de la paralelamente creciente financiarización de la economía (es decir, de la creciente influencia del sector en el conjunto de la economía).
Mayoritariamente, los oligopolios con mayores beneficios son los que han experimentado menores crecimientos salariales
Como se está viendo con motivo de la fusión bancaria actual, se trata de un proceso que muchos académicos, profesionales y expertos consideran inevitable y deseable, porque sería supuestamente la vía inapelable para aumentar las economías de escala y la eficiencia y para reducir los riesgos de las entidades y del conjunto del sector. Un mito que –como desvela el artículo del profesor Torres con profusión de datos– no resiste el análisis objetivo de la realidad. La concentración financiera no es un producto necesario de la lógica económica, sino de la persecución del beneficio y de la capacidad de condicionamiento sobre el resto de la economía de las entidades dominantes, y se ha visto facilitada por una legislación mayoritariamente muy favorecedora, alineada con la ideología desreguladora imperante. Y no está conduciendo a mejoras de eficiencia unilaterales, sino que comporta también considerables efectos negativos. Por una parte, el aumento de dimensión de las entidades entorpece la superación de sus problemas cuando surgen y provoca una mayor capacidad para trasladarlos al conjunto de la economía. Por otra, como los datos atestiguan, conduce, en general, al crecimiento del endeudamiento de empresas y hogares, al empeoramiento de las condiciones de acceso al crédito de las pequeñas empresas y de las personas desfavorecidas e incluso a dificultar la accesibilidad bancaria de éstas. Al tiempo que, finalmente, tampoco conduce al incremento general de la eficiencia del sector. El coste de la intermediación financiera –recuerda Torres– no es en la actualidad menor en términos reales en las economías avanzadas que lo era a finales del siglo XIX.
Oligopolios y monopolios digitales
No son menores –aunque sí muy diferentes– los problemas que plantea la concentración empresarial en el sector que capitanea el dinamismo actual de la economía y el cambio hacia un nuevo modelo productivo –y probablemente, de sociedad–: el sector de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Un sector en el que, como explica Ignacio Muro, coinciden dos características poderosamente diferenciales con el resto de sectores y que rompen con la lógica de la microeconomía convencional: la existencia de costes marginales decrecientes –lo que implica la ausencia de límites económicos al aumento de la escala productiva– y de utilidades marginales crecientes –porque el valor del uso social de muchos de sus productos aumenta con el número de usuarios, incrementando la utilidad individual de los productos/servicios más utilizados–. Características que hacen rentable un aumento continuo del volumen de producción y que incentivan un aumento también continuo de la demanda, fomentando un crecimiento particularmente intenso de la concentración empresarial, hasta el punto de inducir a la consolidación de gigantescos oligopolios globales en períodos de tiempo extraordinariamente breves. Una tendencia que se ve reforzada por la potencia financiera de las mayores empresas, capaces de establecer crecientemente nuevas y drásticas barreras de entrada a través de adquisiciones de todas aquellas empresas/tecnologías incipientes que puedan afectar a su actividad y suponer una competencia futura.
Pero más allá de ese nuevo impulso de la concentración empresarial, estamos, considera Muro, asistiendo a la consolidación de un nuevo modelo de acumulación, de una nueva variante del capitalismo, en el que las nuevas tecnologías están imponiendo nuevas también formas de depreciación y precarización del trabajo, en el marco de una crisis radical de la relación salarial y del trabajo asalariado tradicional, a través de la expansión de formas de trabajo falsamente autónomo que no hacen sino reflejar “nuevas formas de dependencia humana”.
Poder corporativo global
Lo que recuerda que el desmedido y creciente poder oligopólico no sólo afecta a la economía, sino que incide decisivamente también en el poder político (sobre sus vinculaciones con él en el caso español no debe dejar de verse el artículo de Rubén Juste) y en prácticamente todas las dimensiones de la vida. No debe extrañar, por eso, que esa incidencia multifacética se vea afectada sensiblemente por la crisis global producida por la covid-19, que puede comportar considerables efectos en su inmensa capacidad de condicionamiento general. Ya es posible atisbar, de hecho, señala Gonzalo Fernández, las respuestas que están apuntando los más potentes con vistas a fortalecer su hegemonía a través del control de la transición a un nuevo modelo productivo. Una transición seguramente liderada por las grandes empresas tecnológicas y en la que desempeñarán un papel también protagónico las finanzas, el capitalismo verde y el complejo industrial-militar: el núcleo central del nuevo poder corporativo global, “empeñado en imponer la mercantilización y corporativización definitiva de la vida como respuesta a la crisis actual”. Un proceso, además, enmarcado en límites de los recursos naturales y problemas ambientales cada día más acusados, en el que se agudizarán las tensiones distributivas y que muy probablemente será inevitablemente doloroso y conflictivo, tanto a nivel nacional como internacional. Y que probablemente exigirá del nuevo poder corporativo avances decididos en su ascendiente –en su captura– de los Estados, que en la nueva normalidad post-coronavirus previsiblemente asumirán un papel estratégico más activo en el insoslayable replanteamiento económico; pero un papel, también, crecientemente subordinado a la supremacía corporativa. En definitiva, podríamos estar así ante un panorama nada halagüeño, por mucho que se pudieran superar los efectos más dramáticos de la crisis actual: “un capitalismo ultra-centralizado, convulso y en conflicto permanente, que nos conduce a marchas aceleradas a un callejón sin salida”.
Recordando soluciones
En definitiva, un panorama frente al que parece urgente buscar alternativas. Muchas se vienen planteando ya por el pensamiento económico heterodoxo desde largo tiempo atrás. Algunas de las principales se recuerdan también en la publicación citada de Economistas sin Fronteras:
– Impulso público de mayores niveles de competencia en los mercados.
– Mayor rigor impositivo y regulatorio sobre las grandes empresas, que para ser adecuadamente efectivo debería estar coordinado a nivel transnacional.
– Control particularmente severo –y con mayor presencia pública– de los sectores financiero, energético y tecnológico, por su capacidad de condicionar comportamientos en el conjunto de la economía y su papel crucial en la reorientación hacia un modelo productivo más equilibrado, equitativo y sostenible.
– Potenciación del poder negociador de los trabajadores –y, por tanto, fortalecimiento de los sindicatos–, para mitigar las presiones a la baja de los salarios de los mercados oligopolísticos
– Reformas legales de los sistemas de gobierno corporativo para garantizar una participación significativa en los órganos de gobierno de los trabajadores –y de otros partícipes básicos en la actividad empresarial–, lo que, como pone de relieve el artículo final de José Miguel Rodríguez, abriría el camino a una progresiva democratización de la empresa que puede suponer una de las vías más eficaces para mitigar el cortoplacismo, las malas prácticas y las externalidades negativas de las grandes empresas, y el poder desequilibrado en ellas de los mayores accionistas.
Aspectos todos que sólo pueden ser factibles en el marco de una revitalización de la democracia y de la capacidad de movilización de los sectores mayoritarios de la población, de forma que se posibilite la consolidación de poderes públicos capaces de impulsar el avance hacia esos objetivos. Nada nuevo, por otra parte: el freno del poder de los grandes oligopolios es una cuestión eminentemente política.
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Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del/la autor/a y esta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.
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