POSTALES DE PANDEMIA
Deshacerse en silencio
Cuatro microrrelatos sobre la soledad y el dolor durante la pandemia de covid-19
Manuel Gare 26/02/2021

En memoria de Maria.
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Aparece cada día como un relámpago. Lanza la mascarilla a la papelera, se desviste y se mete en la ducha. Apenas tiene tiempo de llorar ahí debajo, mientras el agua ardiendo le recorre el cuerpo. Según el día, habrá visto morir a una, dos, tres, cuatro personas. A veces lo descubre cuando ya ha pasado. Otras veces, se le escapan de entre los brazos.
Cierra el grifo, suspira y se envuelve en la toalla. Mientras se seca el cuerpo, observa el reflejo de su cara en el espejo. Apenas se reconoce en ella: ha perdido su identidad, su forma. Los pómulos demacrados, los labios agrietados, la mirada perdida. Un amalgama de rostros y muerte ocupa ahora su lugar.
Para cuando sale del baño, apenas queda rastro del disfraz . Sonríe al vacío y el vacío le sonríe de vuelta. ¿Cómo ha ido? “Bueno, bien”. Cena compulsivamente, bebe más de la cuenta, se distrae mirando la televisión. Mañana será otro día.
***
Nunca llegué a llenar una de las tarjetas de puntos de Maria. Cuando no se me olvidaba cogerla, la acababa perdiendo. Típico de mí. A la última, que me propuse completar y aún conservo en la cartera, le faltan tres sellos para el plato gratis.
Viva Maria pasó una década en Granada sirviendo la mejor comida italiana con la que uno pudiera soñar a más de mil kilómetros de Italia. Sus deliciosas lasagnas y pastas, su adictiva focaccia, sus increíbles tartas. Durante años, Viva Maria copó los primeros puestos de los mejores bares de la ciudad en Tripadvisor y otros sin ningún tipo de mercadotecnia. Su secreto estaba, en fin, en la nonna Maria.
Anciana e imparable, siguió al frente de su negocio hasta el final. Con el inicio de 2021, Maria se fue en silencio. Echó el telón y un día aparecieron los carteles. Ahora, cuando paso por la calle San Jerónimo, me recorre esa sensación de orfandad que a uno le queda cuando pierde algo de repente.
***
“¿Estás bien?”, le pregunta.
Está tirada en la cama, mirando al techo. Lleva varias horas así. No recuerda bien por qué está ahí; apenas le quedan fuerzas para levantarse.
“No, creo que no”, responde.
Preguntarse cuándo empezó no sirve de nada. Sabe que estos últimos meses le han pasado factura: la falta de planes, de estímulos, el miedo, la preocupación constante. Pero sabe, también, que su estado viene de más atrás. Pasaron varias cosas: lo del trabajo, lo de la beca, lo de aquel chico, lo de su padre. Con cada herida, se decía a sí misma y a los demás que no era para tanto, como si a fuerza de repetirlo pudiera convertirlo en algo real y tangible. De forma casi automática, colocaba la correspondiente tirita en una herida, a todas luces, más grande que un parche que enseguida se teñía de rojo. ¿Acaso podía ahora, sin más, seguir la hilera de sangre hasta el principio?
Se acerca y, recostándose a su lado, la abraza.
“Gracias”.
Un rayo de sol se cuela a través de la ventana, iluminando levemente la habitación de alquiler.
“Estarás bien”, le dice ella.
***
Querido Héctor:
Sé que decir en voz alta que esto es una especie de milagro, que esto es lo más parecido que veremos nunca al influjo de dios en nuestras vidas, es una frivolidad. ¿Pero quién dice que dios es indulgente? ¿No es esto, acaso, el tipo de sacrificio y castigo del que la iglesia lleva siglos hablando?
Si salgo indemne de esta, y tú bien sabes que no me lo han puesto fácil, he decidido que abrazaré ese resquicio de divinidad. Dejaré de correr tanto, de seguir el ritmo alocado que nos marca el mundo. Respiraré más veces al día, miraré menos el móvil, dejaré de preocuparme por las nimiedades.
Tanto si se trata de dios, de la naturaleza o de esa teoría de la simulación, el mensaje es el mismo: basta. Basta de vivir así. Sé que no es fácil; no es fácil parar. Pararse. Pensar por ti mismo. Pensar en ti mismo. En qué quieres hacer; en cómo te quieres sentir. Puede que ese sea el milagro.
Nos vemos pronto, cuídate mucho.
Aparece cada día como un relámpago. Lanza la mascarilla a la papelera, se desviste y se mete en la ducha. Apenas tiene tiempo de llorar ahí debajo, mientras el agua ardiendo le recorre el cuerpo. Según el día, habrá visto morir a una, dos, tres, cuatro personas. A veces lo descubre cuando ya ha pasado. Otras...
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Manuel Gare
Escribano veinteañero.
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