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Las enfermedades visibles

Qué gran paso sería implicarnos en la responsabilidad de la salud mental y social, individual y colectiva, desde nuestras conductas habituales hacia los otros. Reconocer el peso de la subtrama en el argumento

Leonor Sánchez Martín 20/06/2021

<p>Escena de The Night of.</p>

Escena de The Night of.

HBO

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Contiene spoilers.

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Suelo llegar tarde a muchas cosas: libros, músicas, vivencias. Si lo confieso aquí, es porque tanto a la serie como a los libros a los que voy a hacer referencia en este texto he llegado tarde. Del resto mejor ni hablo. Aunque esta incapacidad mía para la actualidad rima bien con el lema de CTXT.

Empezaré por el detonante de la reflexión. Por lo que he leído aquí y allá, no soy la única que fue casi incapaz de concentrarse para leer durante el confinamiento. Abocada, pues, a mi romance con el sofá y la tele, he visto tantas series que me cuesta recordar títulos y tramas. Sin embargo, algunas me han dejado un poso extraño, a ver si me sale definirlo: una especie de intensidad densa en mi cabeza, una emoción sin masticar que se ha quedado en algún buche neuronal para que la digiera poco a poco. Supongo que si esto sucede, es porque atacan temas que debería hacerme mirar. Y allá voy: a escribir sobre ello, a ver si así los revelo y reivindico de paso esa otra historia de la humanidad, ficción o no, de la que apenas nos damos cuenta, pero que da soporte a todo lo visible: la subtrama. 

La serie en cuestión es The Night of (Steven Zaillian, HBO), que es de 2016, pero que yo vi en 2020, al principio de la cuarentena, cuando los aplausos eran de noche y aún manteníamos el alma en el vilo del invierno y de la inverosímil amenaza de estar en una pandemia. The Night of es un híbrido de serie policiaca, de abogados, drama carcelario y otras hierbas. Además de la lógica curiosidad por el argumento –saber qué pasó la famosa noche a la que hace referencia el título, quién mató a Andrea; o mejor dicho, saber si condenarán a Naz, el protagonista, por un crimen que, por obra y gracia de un buen manejo de la focalización, los espectadores sabemos que no cometió aunque él mismo lo dude–, lo que me impactó de verdad, el motivo de estas líneas, fue el personaje de John Stone, el abogado representado por un excelente John Turturro. Argumento versus subtrama.

John Stone es un abogado que sobrevive dejándose caer por las comisarías de Nueva York, de madrugada, para ofrecer sus servicios a seres trasnochados e indefensos, cazados en sus actividades marginales. Todo el mundo lo conoce, y lo trata con afecto y distante compasión. Todo el mundo conoce sus pies y le pregunta por ellos. Stone padece un grave eczema que le obliga a llevar los pies al aire siempre. Su sueño: poder ponerse unos zapatos. Los picores le martirizan, y para aliviarse se rasca con un grimoso palito de madera en cualquier punto y momento –el metro, la sala de espera del juzgado–, ante la mirada horrorizada de la gente, cuya reacción suele ser alejarse de él todo lo que puede. 

Stone lucha con mil remedios contra lo que cree el origen de su enfermedad, en vano. Al final no queda más reducto que el lazareto. Lo toleran, no sin asco, los pobres

Stone es activo y sabe buscarse la vida. Es un abogado eficaz. Hay varias escenas dedicadas a que no nos quepa la menor duda: llega a las mismas conclusiones que sus compañeros sanos y morigerados, se les adelanta en la investigación; es práctico y conoce bien el género humano y el funcionamiento de la justicia. Solo necesita una oportunidad para demostrarlo. Sin embargo, todos dudan de su capacidad. ¿Podrás hacerlo?, ¿no será demasiado para ti?, le pregunta su exmujer, con la que tiene buena relación, cuando consigue hacerse con el caso de asesinato que motiva la serie. Otras personas le preguntan lo mismo; una pregunta retórica que supone la afirmación de su desconfianza. Algunos se burlan de él con crueldad, incluso en su presencia: para menospreciarlo como abogado humillan a la persona. Y todo por su aspecto.

Pero nosotros, los espectadores, sabemos que no tienen razón. Sabemos que es bueno, que sabe lo que hace. Desde el sofá, a una aséptica distancia de la piel de Stone, de su desaliñada apariencia, no comprendemos que lo rechacen por algo así, que no vean su pavorosa humanidad, la bondad que lo diferencia de los otros, su solvencia profesional. Y su resistencia, la necesaria fortaleza que debe tener para soportar la marginación, la soledad, y seguir adelante exhibiendo una alegría residual que una vez pudo ser entusiasmo. Nosotros sabemos lo que vale. Y él, me gusta suponer, en el fondo también. 

No nos cuentan cuándo, ni por qué, empezó su enfermedad. Una enfermedad que espanta a los demás, les hace sentir asco y miedo. Por más que él se empeñe en tranquilizarlos y repita cien veces que no es contagioso. A su piel descamada hay que sumarle el descuido de su indumentaria, que presupone una suciedad que no es cierta. Quizá la enfermedad eclosionó con su separación, cuando su mujer se marchó del piso amplio y digno por el que lo vemos deambular, y se llevó a su hijo, al que adora, y que, en plena adolescencia, ahora lo rechaza también. No sabemos cómo era antes, cuándo empezó a caer. Quizá el silencio de los guionistas sobre esto, como el agujero del donut, no sea sino un subrayado, en realidad. Una ausencia que estructura todo el resto, el punto de fuga que dirige la reflexión al tema central. 

 

Luego, como en tantas de esas enfermedades visibles, caería en la pescadilla que se muerde la cola, el clásico bucle fatal para el amor propio: el aspecto es tan malo que arreglarse no lo mejora; y no arreglarse hace que sea aún peor, lo que produce todavía menos ganas de esforzarse… y así sucesivamente. Stone lucha con mil remedios contra lo que cree el origen de su enfermedad, en vano. Al final no queda más reducto que el lazareto. Lo toleran, no sin asco, los pobres, los que viven en los márgenes, gente cuya piel no es blanca, ni inmaculada. Borrachos, drogadictos, prostitutas, chaperos. Casi todos de minorías étnicas, muchos de ellos afroamericanos. Gente del lumpen y obreros honrados, pero pobres. Todos leprosos, por usar las palabras de Stone. 

Poco a poco intuimos que su enfermedad no es el eczema, que este es solo el síntoma del verdadero mal. Síntoma, herramienta y protección. Nuestra sospecha se hace certeza cuando, después de los mil tratamientos que ensaya, uno de ellos (el brebaje imbebible que le receta un chino bastante sospechoso) hace efecto. La piel mejora hasta el punto de que cumple su sueño: se compra unos zapatos que luce orgulloso ante su hijo y en el juzgado. Él no parece darse cuenta de que la mejoría coincide con la adopción del gato de la víctima, el único ser vivo que no le huye, al contrario: se tumba a sus pies y se restriega contra ellos sin temor a contagiarse. El único ser vivo que recibe con alegría el saludo “¡Ya estoy en casa!”. Tampoco parece achacar su mejoría a que la inexperta abogada hindú, cuya jefa arrebata el caso a Stone, le contrata de nuevo para que la ayude, y que gracias a su esfuerzo todo se les está poniendo de cara. Afecto, valoración, inclusión en un grupo, buenos resultados… y un brebaje imbebible. 

Las enfermedades visibles, como cualquier otra enfermedad, suelen mostrar más de un síntoma. En Stone se manifiesta también como alergia al gato. “¿Quién quiere a un gato feo?”, pregunta el abogado. Ni siquiera su hijo adolescente, que lo rechaza cuando se lo ofrece. El único ser que le demuestra afecto, y le tiene alergia: ya es mala suerte. La piel se llena de aún más ronchas, los bronquios reaccionan y aparece el asma. El gato es proyección y es indicio. No es un gato feo. Es él mismo y es todos sus temores. Con guantes de goma y mascarilla, el valiente Stone trata de nadar y guardar la ropa, de protegerse de su alergia: una protección que se antoja precaria frente a las heridas consustanciales al verbo amar.

La piel se forma en el embrión humano al mismo tiempo y a partir de las mismas células (ectodermo) que el sistema nervioso. Esto, según dicen, relaciona las afecciones cutáneas con factores como el estrés, la ansiedad, etcétera. Es decir, eczema, psoriasis y otros males de la piel podrían ser el síntoma visible de afecciones psicológicas relacionadas con las emociones y el pensamiento, funciones superiores del sistema nervioso central. Funciones difíciles de cuantificar, pero que no son explicaciones mágicas, como parece pensar Sergio del Molino, en su libro La piel (Alfaguara, 2020), al que habría llegado a tiempo si lo hubiera leído cuando vi la serie, y no hace unos días. En La piel cuenta su experiencia, y la de diversos personajes que padecieron psoriasis, como él: Stalin, Updike, Nabokov… Se refiere como monstruos a estos pacientes; monstruos buenos en algunos casos, como el de John Stone, que encaja con una regla que Del Molino describe: si en una ficción aparece un personaje con pinta de monstruo, su carácter será bondadoso. 

La piel, como The Night of, es un híbrido, un texto entre el ensayo, la autoficción y el libro de aforismos, que me ha obligado también a hacerme muchas preguntas. Comparte otra subtrama con la serie: el racismo. Y también hay en él un agujero de donut, aunque no tengo claro si es punto de fuga o punto ciego. Puede que sea por mi gusto por la psico-ciencia ficción, pero sufrir una enfermedad autoinmune –la psoriasis lo es– me parece una metáfora que no llamaría tanto la atención ni vestida de lagarterana; algo que nos arroja al corazón de la subtrama. Y me extraña mucho que Del Molino no estudie esta posibilidad, aunque sea con guantes y mascarilla. Me extraña sin crueldad, desde otro pabellón del mismo lazareto, como paciente de otra de esas enfermedades visibles, crónicas, multifactoriales –con afección autoinmune, la tiroiditis de Hashimoto, incluida– y que suma a sus diversos efectos perniciosos el rechazo social: la obesidad. Y para cerrar el círculo, como John Stone, con alergia a los gatos. Perdónenme el impudor de la confesión. He pillado la idea de comprarme unos guantes de goma, pues de mascarillas andamos todos servidos. Y si caigo en la tentación de la autocompasión, pienso en Kate Winslet: a ella encima la acusan de gorda sin serlo.

(Aquí me permito una breve digresión para llevarme un poco la contraria y hacer mención a una serie de actualidad, Mare of Easttown, gracias a la cual, y a la falsa enfermedad visible de la extraordinaria Winslet, algunas voces mainstream de diferentes medios han dado visibilidad a la subtrama por encima del argumento: se han dado cuenta de que resolver el crimen no es lo más importante de la narración. Lo que me hace concebir alguna ingenua esperanza con respecto al advenimiento de la era de Acuario, el despertar de la conciencia y todo eso).

Así pues, habría otro factor común a estos males que queda fuera del control y de la voluntad del paciente: la necesidad de sentirnos aceptados por los demás, de formar parte de algo más grande junto a nuestros pares, del reconocimiento y la aceptación por parte de estos. Entonces la humanidad básica en nuestro trato con los demás podría ser un vector de promoción de la salud tan necesario como una vacuna, como el metotrexato, como la ciclosporina, el Eutirox, la dieta y el ejercicio. Puede que muchos de estos males, enfermedades o no, visibles o invisibles, no terminen de curarse sin esto, por más guantes de goma o brebajes imbebibles, o fármacos de vademécum que se tomen.

Durante la pandemia se concibió la esperanza de que, cuando saliéramos, seríamos mejores personas. Por fin, como digo, la era de Acuario. En efecto, parece que la reivindicación de la necesidad de abrazar la diversidad se ha intensificado, el tiempo dirá si solo por demagogia. Espero que me perdonen la ingenua boutade de sugerir que es posible que aún se intensificará más si la humanidad, la práctica del respeto y la tolerancia, se promoviera como un factor de salud. Esa salud que ha pasado, merced a la covid-19, a ser lo que más valoramos, junto a ir de cañas. 

De esto quería hablar, supongo: de que debajo de un relato obvio, suele haber invisibles líneas maestras que nos unen más que nos separan. De que formamos parte de un mismo tejido, que nuestras acciones repercuten en los otros. No soy del todo pesimista: a fin de cuentas la mayoría hemos entendido la necesidad de vacunarnos, pese al miedo a Bill Gates y al 5G, por responsabilidad social. Permítanme que sueñe con unos zapatos: qué gran paso sería implicarnos en la responsabilidad de la salud mental y social, individual y colectiva, desde nuestras conductas habituales hacia los otros. Reconocer el peso de la subtrama en el argumento. Claro que eso implicaría mirarse en el espejo, bucear en nuestros miedos, en por qué sentimos rechazo ante lo diferente, en qué beneficio íntimo obtenemos con el desprecio al otro, tan al alcance de cualquiera, por ejemplo, con esas palabras dañinas y anónimas en una red social. 

No quisiera despedirme sin hacer mención a otro personaje de ficción, que apostaría –más allá de por lo obvio del nombre– ha servido de inspiración a los creadores de John Stone: William Stoner, el protagonista de una novela (Stoner, de John Williams, 1965) a la que también llegué tarde y que también me obligó a hacerme muchas preguntas sobre el papel de cada uno en la vida y cómo posicionarse frente a las agresiones de los demás, que no incluiré aquí para no abusar de su paciencia.

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Referencias:

The night of  (Steven Zaillian, HBO, 2016)

La piel (Sergio del Molino, Alfaguara, 2020)

Mare of Easttown (Brad Ingelsby, HBO, 2021)

Stoner (John Williams, 1965); traducción de Antonio Diéz (Baile del sol, 2015).

Contiene spoilers.

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Suelo llegar tarde a muchas cosas: libros, músicas, vivencias. Si lo confieso aquí, es porque tanto a la serie como a los libros a los que voy a hacer referencia en este texto he llegado tarde. Del resto mejor ni hablo. Aunque esta incapacidad mía para la...

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Leonor Sánchez Martín

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