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En otros artículos hemos sostenido que la emergencia de la modernidad poética se vio materializada en tres transformaciones ocurridas en la segunda parte del siglo XIX, y que estas eclosionan en las vanguardias del XX: la de la noción de belleza y la consiguiente revaloración de materiales antes excluidos; la del estatus del personaje poético y el lector; y la del verso, que se convierte solo en un fragmento con la acentuación tónica de la lengua. Visto con más detenimiento, a esas condiciones es indispensable agregar la disipación del yo poético y su sustitución por la fuerza dominante del lenguaje.
El protagonista de esta cuarta revolución fue Stéphane Mallarmé (1842-1898), que inició su vida literaria influido por Baudelaire y la revolución que éste inició con Las flores del mal y El spleen de París. La época es convulsa; se están viviendo transformaciones como nunca antes. Por primera vez en la historia literaria, piensa Mallarmé, la poesía vive en un estado de “alta” y “la más nueva” libertad. Ha advenido el verso libre. Él mismo escribe el primer poema sin puntuación. Se convence de que los instrumentos y el sentido de la música se pueden aplicar también a la lengua y de que las condiciones están dadas para la aparición de una poesía antes desconocida, que será la más alta expresión del arte poético: la poesía pura, la obra pura, nociones hoy algo banalizadas pero que en la formulación de Mallarmé no han dejado de fascinar al mundo de la cultura. Et per causa.
Mallarmé considera separadamente las cosas y las palabras. Más allá del caos de lo empírico o aparente, la realidad se compone de moldes y formas perfectas: o sea pureza, nada, silencio. Misterio. “Toda realidad se disuelve”. Las palabras se encuentran en un “doble estado”: “brut ou immédiat”, por una parte; y “essentiel”, por otra. Con las primeras los escritos contemporáneos –menos la literatura– hacen “un reportaje universal”; sirven para “narrar, enseñar, incluso describir” la realidad aparente: lo que a cualquier persona bastaría para intercambiar el pensamiento humano. Las segundas, las esenciales, son las propias del decir poético: guardan su capacidad originaria de aprehender lo esencial de la realidad, su ‘virtualidad’, su ‘idea’: la realidad en su pureza; pura. En eso consiste la belleza y su valor moral. La realidad esencial no puede ser “narrada, enseñada o descrita” ni depositada en la mano “como una moneda”. De allí que Mallarmé descarte que la función de la poesía sea comunicar: siendo la realidad impura por naturaleza, una supuesta comunicación solo puede ser una adulteración, una falacia, una manera de “alimentar el parloteo”. Porque la verdad o virtualidad de la realidad no es comunicable. La poesía atiende a la realidad en su pureza, que ella percibe señaladamente y expone mediante las palabras esenciales o puras, las únicas que descartan las impurezas de la realidad, palabras que el poeta debe encontrar, crear o inventar; hallarlas o purificarlas, sin que ello signifique evitar la figura, natural o humana. Según la evocación platónica mallarmeana, el poema sería, pues, la realidad en su versión ideal, y está llamado a “dotar de autenticidad nuestro estar, y constituye la única tarea espiritual”. Esa poética de la incomunicabilidad, la abstracción, la presencia y la ausencia de lo real no ha dejado de fecundar las artes, la poesía y la plástica, la danza, el teatro, el cine.
Mallarmé descarta que la función de la poesía sea comunicar: siendo la realidad impura por naturaleza, una supuesta comunicación solo puede ser una adulteración
Para Mallarmé el “único deber” del poeta y “el juego literario por excelencia” es “la explicación órfica de la tierra”, como confiesa a su amigo Paul Verlaine en una carta de 16 de noviembre de 1885. El atributo ‘órfico’ es una alusión al canto, a la pureza y la purificación. En esa carta, Mallarmé afirma que el mundo, esa tierra de la que el poeta debe dar una explicación, está constituido como un libro, existe solo para ser escrito como un libro: “en el fondo no hay más que un libro”. Escribir ese libro es lo que intenta todo poeta, lo sepa o no. Lo que él hace con su “paciencia de alquimista” no es otra cosa que alimentar el horno en que se forja ese libro, El Libro o, como también lo llama, la Gran Obra. Pese a las mayúsculas, no se trata de un solo volumen; cada libro y cada poema es una parte o página o al menos un vocablo del gran enigma universal que El Libro, la poesía, terminará por describir. Mallarmé concibió la esperanza de alcanzarlo, en veinte años; en cinco libros. No hay más que desarrollar estas premisas para concluir que la reunión de todas las partes del Libro –es decir, las obras poéticas escritas en la historia humana en las que la realidad haya sido aprehendida en su forma ideal– conformaría el mundo, verbalmente asido en sus términos esenciales, en su pureza. El Libro, la Gran Obra sería el triunfo de la poesía, la victoria del género humano en la tierra.
La meditación sobre la realidad, el lenguaje y la poesía condujeron a Mallarmé a una conclusión revolucionaria, una de las que más repercusiones ha tenido en la cultura artística occidental. En el artículo “Crise de Vers” escribió que “la obra pura implica la desaparición elocutoria del poeta, que cede la iniciativa a las palabras”. Hay que entender que Mallarmé ha llegado a concebir el poema como una especie de aguaje en que reinan las palabras, en que no hay cabida para el poeta ni para ningún referente, siempre miméticos: por la naturaleza fáctica del autor, por la inherente presencia en él de lo inmediato, por ser él mismo encarnación de lo contingente, lo accidental, lo impuro, su presencia contaminaría la lengua, arruinaría la pureza buscada. El poeta desaparece y deja en su lugar las palabras, que no son las palabras de un individuo sino una confluencia indeterminada e indeterminable de fuerzas múltiples y que, si son puras, despojadas de facticidad, conservan su poder, se diseminan, se encienden unas a otras “en reflejos recíprocos”; se condensan en los pliegues del poema. Por su propio impulso, las palabras reemplazarán “el aliento personal de la antigua inspiración lírica de autor”.
Las implicaciones sobre el sentido, el significado y la significación son enormes y fueron desarrolladas por Mallarmé en muchos lugares, en artículos, poemas, conferencias y cartas, de manera escueta, concisa y precisa y a menudo difícil de seguir. Desaparecido el poeta o el yo poético, lo que el autor o el poema quiera decir importa poco, o ya no importa. El lenguaje no “quiere decir”: dice. Y lo que dice es un misterio, dad
a su complejidad, su multiplicidad y mutiplación, sus posibilidades de combinación y alternación, sus implicaciones visuales. La palabra dice con todas sus irradiaciones y en todas las direcciones; no solo con sus significados sino también con sus significantes, su sonido, su morfología, su sintaxis, su ordenamiento y disposición. Las palabras se alumbran unas a otras. De toda esa gran afluencia cabe esperar más, mayor riqueza de sentidos, que de la mera conciencia o subjetividad individual. Lo que dice el poema no es el producto de un autor sino maneras de ser y estar de una lengua. En un poema, hasta la página que da soporte a las palabras puede conformar una unidad de sentido. Finalmente, el sentido es indecidible y alterno, admite alternativas: la fuerza de la marea produce un desbordamiento, la diseminación, como el título del libro de Derrida, gran lector de Mallarmé.
La meditación sobre la realidad, el lenguaje y la poesía condujeron a Mallarmé a una conclusión revolucionaria: el poeta desaparece y deja en su lugar las palabras
Roland Barthes sostuvo en un artículo de 1968, titulado “La mort de l’auteur”, que Mallarmé fue el primer poeta en ver en su mayor amplitud la necesidad de sustituir con el lenguaje a aquel que hasta entonces estaba considerado como su propietario, es decir, el autor. Barthes, como Foucault, estaba interesado en un combate cuya meta es el derrocamiento de las figuras del poder burgués, con el que se asocia al autor, para llevar al lector al lugar protagónico. Cierto, Mallarmé es un lector gozoso y reclama a la poesía que “no prive al lector del delicioso placer de creer que está creando”, pero su reflexión sobre el estado de las palabras y la función de la poesía en la aprehensión de la realidad pura como un don, que no es otra cosa que el mundo para la vida de los seres humanos en la tierra, pone de manifiesto el lugar fundamental que él atribuye al poeta. El poeta o autor no puede dejar en manos del lenguaje “brut ou immédiat” o del mero versificador la escritura de la Obra, la liberación del lenguaje de las impurezas que tienden a aniquilarlo.
En su empeño por alcanzar la meta del Libro, Mallarmé ideó una poética del espacio y el movimiento de los signos en los que dio gran importancia a la disposición gráfica, a los blancos y al silencio, e ideó tal cantidad de innovaciones formales que él solo aportó, exceptuando el verso libre, toda la metralla de que se valieron las vanguardias, de la falta de puntuación a la aniquilación de la estrofa, la interposición de blancos e intervalos y la ruptura del verso lineal, que al fin se convierte en “subdivisiones prismáticas de la Idea”. Una vez concebido y fundado el poema como espacio inexpugnable (el espacio literario, lo llamaría Blanchot), dada la soberanía que le otorgaba su contenido de realidad pura, Mallarmé procedió a revolucionarlo íntegramente. Autodefinido como “un sintaxista”, desplegó un esfuerzo sintáctico y rítmico que acabó con la convención del sintagma lineal y horizontal, apelando a la verticalidad y la oblicuidad, en una ocupación del espacio que solo se explica por la ambición de producir poemas que sean en sí mismos realidad pura, que se puedan reconocer como hojas del Libro, partes del mundo.
Mallarmé ideó una poética del espacio y el movimiento de los signos en los que dio gran importancia a la disposición gráfica, a los blancos y al silencio
Hacia 1879 Mallarmé ya había madurado del todo su revolucionario programa poético, pero aún le tomó nueve años llegar al punto extremo de su aventura, a su realización mayor y al simultáneo reconocimiento de la imposibilidad de alcanzar su meta. En 1897, un año antes de su muerte, publicó Un coup de dés jamais n'abolira le hasard. El fascinante entramado epistemológico y estético ideado por Mallarmé para la apropiación de la realidad pura a través de las palabras puras del poema, tenía como piedra angular la desaparición del azar que reina en el mundo material y cuya fuerza amenazaría con derrumbarlo todo. La escritura poética debía ser toda precisión para que el azar quedara desterrado. Pero he aquí que en el último escrito de su vida Mallarmé reconoce que Un coup de dés, ‘un golpe de dados’, jamás abolirá el azar: un golpe de dados, es decir, el vértigo de un pensamiento esencial (“Toute pensée émet un coup de dés”), la escritura poética, no puede vencer el azar. Según el proyecto digital “Mallarmé Hipertexto”, coordinado por la Universidad de Victoria, de Canadá, de Un golpe de dados admite 241 diferentes lecturas.
El año 2004, el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona organizó una macroexposición titulada “Arte y utopía. La acción restringida”, dedicada enteramente a analizar el efecto de Mallarmé en el arte moderno, hasta el año 1960. Se exhibieron novecientas obras y documentos en que la huella de Mallarmé estaba presente: cine, fotografía, teatro, danza y música. Manet, Braque, Satie, Debussy, Ravel, John Cage, Flaherty, Eisenstein, Vigo, Buster Keaton, Meyerhold, Artaud, Godard, Man Ray... Ahí es nada. La exposición pasó después al Museo de Nantes, con el título “L'Action restreinte, l'art moderne selon Mallarmé”. En la música contemporánea, ahí está la obra entera de Pierre Boulez, sobre todo el Pli selon pli: cinco grandes ‘improvisaciones’ sobre Mallarmé. En literatura, entre las influencias reconocidas por la crítica se cuentan la que Mallarmé ejerció sobre Yeats, Eliot, Joyce, Ungaretti, Mario Luzi, René Char, Lezama Lima y el neobarroco, et caetera. En filosofía, psicoanálisis, lingüística y teoría literaria, Sartre, Blanchot, Barthes, Richard, Lacan, Derridá, Alain Badieu, Jacques Rancière y Julia Kristeva, casi todos han convertido a Mallarmé no solo en precursor del estructuralismo y la deconstrucción sino en el poeta-filósofo, el poeta-de-los-filósofos, el poeta filosófico, el pensador por excelencia.
La clase media jactanciosa censura(rá) quizá a Mallarmé por ‘elistista’, pero Sartre lo vio como el primer poeta completamente laico y un filósofo de hoy como Jacques Rancière ha escrito que Mallarmé es el primer poeta de la democracia.
En otros artículos hemos sostenido que la emergencia de la modernidad poética se vio materializada en tres transformaciones ocurridas en la segunda parte del siglo XIX, y que estas eclosionan en las vanguardias del XX: la de
Autor >
Mario Campaña
Nacido en Guayaquil (Ecuador) en 1959. Es poeta y ensayista. Colaborador en revistas y suplementos literarios de Ecuador, Venezuela, México, Argentina, Estados Unidos, Francia y España, dirige la revista de cultura latinoamericana Guaraguao, pero reside en Barcelona desde 1992.
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