IMPERIOS COMBATIENTES
Reventando el polvorín ucraniano
La OTAN justifica su vigencia en la necesidad de afrontar problemas por ella creados. Un repaso a una crisis de treinta años
Rafael Poch 2/02/2022
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I) Pueblos hermanos
Se dice que rusos y ucranianos son “pueblos hermanos”, y es verdad. Siglos de vida en común, dos lenguas bien parecidas y una geografía sin obstáculos físicos, de llanuras surcadas por ríos mansos, que complica y difumina todo concepto de frontera. Al mismo tiempo, el parentesco fraternal no es incompatible con fuertes diferencias de carácter. Cuando una abuela dice sobre sus nietos “¡Qué diferentes son, parece mentira que sean hermanos!”, está formulando un tópico familiar de los más recurrentes. Veamos algunas de esas diferencias.
Como tantos otros países, Ucrania contiene una considerable diversidad regional entre el oeste y el este. Simplificando: cuanto más hacia Rusia, más ruso se habla, mayor influencia del cristianismo oriental adscrito al Patriarcado (ortodoxo) de Moscú y menos perceptible se hacen las diferencias fraternales. Cuanto más al oeste, mas fuerte es la identidad nacional ucraniana, el carácter mixto (oriental-occidental) del cristianismo, etc.
A lo largo de su historia, Ucrania vivió varios procesos de integración, bien en la órbita rusa, bien en la polaca. Al colisionar con el poder superior ruso, el nacionalismo burgués ucraniano se vio condenado a colocarse bajo patronazgo extranjero. En el siglo XX, sus efímeros gobiernos se afirmaron bajo la protección militar alemana (el del atamán Skoropadski) o polaca (Petliura). El nacionalismo popular ucraniano fue más antipolaco y antijudío que antirruso. En el plano político fue frecuentemente socialista o social-revolucionario y, al final, en un contexto de grandes convulsiones como las de la guerra civil rusa, tuvo que decantarse entre blancos y rojos en beneficio de los segundos.
El espacio ucraniano ha sido frecuente campo de batalla. En el siglo XVII conoció la revuelta de Bogdan Jmelnitski contra la unión polaco-lituana; en el XVIII, el zar Pedro I se impuso a los suecos en Poltava; y en el siglo XX, fue uno de los principales escenarios bélicos tanto de la guerra civil rusa como de la Segunda Guerra Mundial.
El periodo 1917-1922 abarca en Ucrania un sinfín de conflictos. Parte de los nacionalistas ucranianos lucharon junto con los alemanes y austrohúngaros y otra parte, contra ellos. La población ucraniana prorrusa se dividió en su lucha a favor de una Rusia unida, unos con los rojos y otros con los blancos. Otras fuerzas, como la del ejército campesino de Nestor Majno, con un gran componente social libertario y nacional ucraniano, lucharon tanto contra los rojos como contra los blancos.
Durante la II GM, los invasores alemanes fueron recibidos como libertadores por muchos ucranianos occidentales que habían sufrido la represión estalinista y las hambrunas
Para comprender el actual mapa de Ucrania es ineludible hablar de tres regiones. En primer lugar, Galitzia, zona occidental de claro dominio de la lengua ucraniana, con influencia católica mestiza (greco-católicos o “uniatas”), que en su mayoría nunca formó parte del resto de Ucrania ni estuvo sometida a Rusia hasta Stalin, en los años cuarenta, después de dos siglos de subordinación a regímenes polacos o austro-húngaros opresivos. De Galitzia partió, en el siglo XIX, el más fuerte impulso nacionalista. Ya en la época postsoviética, desde allí se ha irradiado hacia el resto del país la ideología nacionalista más fuerte, con su particular narrativa histórica sobre la URSS: la revolución bolchevique como asunto “ruso” o “judío” (ignorando la larga lista de ucranianos presente en la dirección bolchevique), la mortífera hambruna de los años treinta con varios millones de muertos como “genocidio comunista-ruso contra el pueblo ucraniano” (ignorando que la misma hambruna de esos años devastó igualmente zonas rusas en el Don, Kubán,Volga, etc. y otras repúblicas como Kazajstán), todo ello aspectos de la nueva historia adecuada a la nueva estatalidad adquirida en 1991 que debía enmendar la historia oficial soviética, igualmente repleta de omisiones y manipulaciones.
Desde sus orígenes a principios de siglo XX, las organizaciones armadas del nacionalismo ucraniano en Galitzia (que entonces actuaban contra el dominio polaco) estuvieron financiadas y teledirigidas por el Abwehr, el espionaje alemán. Durante la Segunda Guerra Mundial, los invasores alemanes fueron recibidos como libertadores por muchos ucranianos occidentales que habían sufrido la cruda represión estalinista y las hambrunas. Una vez más, la invasión hitleriana dividió a los ucranianos en dos bandos: el mayoritario, que luchó con el ejército soviético contra el fascismo; y el minoritario de nacionalistas de Ucrania occidental, que fue utilizado por los nazis como fuerza de choque, creó una división SS específica y actuó frecuentemente de una forma aún más cruel que sus amos contra judíos y comunistas en los campos de exterminio, empuñando la bandera de la liberación nacional ucraniana.
Hay que decir que los ucranianos occidentales no fueron los únicos “colaboracionistas”: también los rusos del ejército de Vlasov, tártaros, chechenos, cosacos, etc. tuvieron representantes en el ejército alemán.
A los colaboracionistas de Ucrania occidental –cuya relación con los nazis no fue fluida e incluyó episodios de enfrentamientos armados– se les conoce como “banderovski” por el nombre de su principal líder, Stepan Bandera. Con la victoria soviética y la incorporación definitiva de Galitzia a la URSS en 1945, los “banderovski” mantuvieron una guerrilla muy brava contra el NKVD de Stalin, recibiendo apoyo de la CIA en armas y lanzamiento de paracaidistas. Su cuartel general en Europa estaba en Munich, donde Bandera fue eliminado por un agente de Stalin en 1959…
Esta corriente, con la que en la época de la Perestroika solo se identificaba un sector minoritario del nacionalismo ucraniano, es reconocida hoy por un sector mucho más amplio como símbolo de la liberación nacional o, por lo menos, como inspiradora de su principal ideología y narrativa nacionalista. La revuelta de Maidán del invierno de 2014, y el golpe de Estado prooccidental en que desembocó, instalaron ese nacionalismo exclusivista del oeste de Ucrania en el centro del Estado.
En el sur y el este de Ucrania, la llamada Novorossia, siempre se rechazó con toda claridad cualquier glorificación de los fascistas “banderovski”. Se trata de un arco que va desde Járkov, en el norte, hasta la región de Odesa en el sur-oeste, mayoritariamente ruso parlante y con gran población que se define como “rusa”. Ese arco no formó parte de Ucrania hasta la guerra civil de los años veinte (era la parte más industrial y a los bolcheviques les interesaba tener una base obrera en el gran universo campesino que era Ucrania), conserva una fuerte memoria soviética de la Segunda Guerra Mundial, y, al mismo tiempo, desde la nueva independencia de 1991 tendía hacia una cierta lenta ucrainización, o, por lo menos, a acentuar sus diferencias sutiles y difusas con Rusia. A grandes rasgos, Novorossia (la “Rusia nueva”) fue objeto de la reconquista imperial rusa en los siglos XVII y XVIII.
La caprichosa entrega de Crimea a Ucrania por Jruschov en 1954 tuvo un carácter simbólico. A partir de la disolución de la URSS eso se convirtió en un problema
Mención especial merece la península de Crimea, tierra ancestral rusa, poblada por rusos y ruso parlante en un 80%, por donde llegó el primer cristianismo a la Rus de Kiev (¿el primer Estado ruso fue ucraniano, o es que el primer Estado ucraniano se llamaba Rusia?, he aquí un interesante objeto de disputa entre besugos), reconquistada por Catalina II a los tártaros del janato de Crimea, el último vestigio de la Horda de Oro, heredero del imperio de Chingiz Jan, que para entonces era un satélite del Imperio Otomano. Crimea fue escenario de glorias militares rusas y soviéticas, tanto durante la guerra de Crimea del XIX (todos contra Rusia) como durante la Segunda Guerra Mundial, con heroicas batallas en Sebastopol, Kerch y Odesa. La caprichosa entrega de Crimea a Ucrania por Jruschov en 1954, desgajándola de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia (RSFSR), en una época en la que las diferencias entre repúblicas era completamente irrelevante, tuvo un carácter simbólico. A partir de la disolución de la URSS eso se convirtió en un problema.
Otra diferencia entre rusos y ucranianos tiene que ver con su tradición política, con las formas, símbolos y héroes en los que unos y otros se sienten identificados. Aquí el contraste entre los hermanos es importante. Ucrania fue un país situado geográficamente en el límite y la confluencia de grandes imperios (turcos, polacos, rusos). Su propio nombre, “U-kraine”, significa algo así como “junto al límite”, “en la frontera”, un espacio al que la autoridad imperial de unos y otros, y sus relaciones de servidumbre, apenas llegan o se perciben como algo lejano y difuminado. Esa posición determinó cierta holgura y libertad, un “arréglatelas tú mismo como puedas y sin gobierno” que asociamos al espíritu de frontera del Far West.
Los héroes de esa tradición política son líderes cosacos “libres” que luchan; ahora contra los turcos, ahora contra los polacos o contra los rusos, absorbiendo rasgos de unos y otros (Maidán –plaza– es una palabra turca). Todo eso es muy diferente de la tradición rusa, que es una galería llena de cuadros de grandes zares y caudillos absolutistas tanto más grandes cuanto más Estado e Imperio construyen.
Esa diferencia ha influido en la diferente evolución que ha tenido la formación de los estados postcomunistas pese a su común régimen oligárquico.
Mientras en Rusia, tras una época turbulenta, se recuperó la “vertical de poder”, con su vector tradicional autocrático, con considerable facilidad (eso es lo que representa Putin), en Ucrania, el Estado ha sido mucho más débil. Eso ha hecho que la sociedad haya sido mucho más suelta, incontrolada e independiente hacia el poder que en Rusia, lo que ha tenido ciertas ventajas para la autonomía social, y también serios inconvenientes para estabilizar un gobierno efectivo independiente de intereses externos…
Dicho todo esto, y situados ya un poco ante el mapa, hay que decir que por más que esas semejanzas y diferencias sean importantes para comprender el universo ruso-ucraniano y para entender la diversidad interna de Ucrania, apenas aportan una explicación concreta a lo que tenemos hoy encima de la mesa: una verdadera fractura que explota en una guerra civil. ¿Cómo ha podido pudrirse tanto la situación para que los hermanos se tiroteen y bombardeen?
Para comprender eso no hay más remedio que fijarse en los regímenes políticos –igualmente emparentados– de Rusia y Ucrania.
II) Privatización y regímenes
En los años noventa, Rusia y Ucrania sufrieron el mismo proceso de saqueo de su economía, sus recursos, su patrimonio material nacional, a manos del mismo estrato administrativo-burocrático-oligárquico del antiguo régimen comunistoide, la “Estadocracia” (según el término del profesor Marat Cheskov). Eso que se conoce como “privatización” dio lugar al mismo tipo de sistema de capitalismo oligárquico. La diferencia con Rusia ha sido “el factor Putin”.
Si en Rusia, con el cambio de siglo, acabó emergiendo un poder político que restableció la vertical de poder y sometió a los magnates de la privatización a unas reglas de juego en las que era obligatorio reconocer la primacía del Estado, en Ucrania eso no ocurrió. Después de los años noventa, la política ucraniana continuó siendo la lucha entre, fundamentalmente, dos grupos de magnates. Unos vinculados industrialmente a Rusia, y por tanto que tendían geopolíticamente hacia ella, y otros mucho más en la órbita occidental.
Esos grupos apenas se diferenciaban internamente en su programa socio-económico, maltrataban exactamente igual la aparición de cualquier manifestación social o de izquierda, y mantenían una cruda lucha subterránea por el poder. Ambos grupos se disputaron ese poder y alternaron en él, con incidentes pero sin llegar a un enfrentamiento abierto y militar como el de octubre de 1993 en Moscú.
Después de los noventa, la política ucraniana continuó siendo la lucha entre dos grupos de magnates. Unos vinculados industrialmente a Rusia y otros a la órbita occidental
Cada uno de los dos bandos de este sistema clánico-oligárquico, con fuertes anclajes en la descrita diversidad regional ucraniana, era demasiado débil para imponerse definitivamente a sus adversarios. Esa debilidad hizo que cada uno de ellos aumentara la conexión y dependencia clientelista hacia el elemento geopolítico exterior. Los intereses de los grandes vecinos se mezclaron cada vez más en una amalgama, junto con los intereses económicos, industriales e ideológicos, “orientales” u “occidentales” de cada bando. Sobre esa lógica de poder actuaron tanto subvenciones rusas al suministro de gas, como la compra y financiación de ONG, medios de comunicación e instituciones con los 5.000 millones de dólares reconocidos por Victoria Nuland, vicesecretaria de Estado norteamericana, o por su vector correspondiente alemán, polaco y europeo en general.
Una diferencia fundamental entre esos dos vectores externos es que si Moscú era desde el principio consciente de la diversidad interna de Ucrania y de la imposibilidad de imponer por completo sus intereses allá sin romper el país, en Washington, Bruselas y Berlín se buscaba, cada vez más, una victoria total y definitiva, ignorando los peligros de una fractura.
Ese sentido común acerca de la necesidad de cierto equilibrio interno había regido la política ucraniana de los dos bandos oligárquicos enfrentados desde 1991 hasta 2014. Siempre que uno u otro bando llegaba al poder en Kiev –ambos gobernando sobre el mismo fondo de corrupción y parasitismo (muy superior al de Rusia)– eran conscientes de que el país sería ingobernable y se rompería si se ignoraban por completo los intereses del otro. La propia población, socialmente muy descontenta con el poder tanto en el este como en el oeste del país, dependía de la apertura y el acceso a los grandes vecinos orientales y occidentales. De los 45 millones de ucranianos, unos seis millones respondieron a la pobreza emigrando a trabajar en el extranjero: unos tres millones hacia Rusia (ucranianos de Novorossia) y otros tres hacia Polonia y la Unión Europea, mayormente ucranianos occidentales.
III) La revuelta del Maidán y su secuestro
Merkel se negó rotundamente a admitir a Rusia en las negociación con Ucrania. Eso hizo que la jugada de la adhesión a “Europa” se convirtiera en una bomba desestabilizadora
En este contexto de debilidad del poder ucraniano que acentúa el recurso de los dos grupos oligárquicos enfrentados a padrinazgos geopolíticos exteriores, apareció la provocativa y desestabilizadora oferta de la Unión Europea de un acuerdo de “Asociación oriental” con Ucrania. Hay que decir que, a diferencia de la Unión Aduanera propuesta por Moscú, esa oferta europea se planteó desde el principio como excluyente, no compatible y no negociable con cualquier interés ucraniano vinculado a Rusia. Dada la permeabilidad existente entre los mercados ruso y ucraniano, abrir el segundo a la UE significaba perjudicar directamente la economía rusa. En materia de seguridad, la Unión Europea dejaba claro en aquel tratado que Ucrania debía ponerse en sintonía con “Europa” en su política exterior y de seguridad, fundamentalmente adversa a la de Moscú.
Mientras Moscú y Kiev pedían a la Unión Europea una negociación a tres bandas para solucionar el entuerto, la canciller Merkel se negó rotundamente a admitir a Rusia en cualquier negociación con Ucrania. Eso hizo que la jugada de la adhesión a “Europa” se convirtiera en una bomba desestabilizadora que transformaba equilibrios y diferencias, territoriales y de intereses, hasta ahora gobernables en una verdadera fractura.
Esa circunstancia, unida a las improvisadas contraofertas y fuertes presiones de Moscú, alimentó las más que razonables vacilaciones del presidente Viktor Yanukovich. El ‘no’ de Yanukovich al tratado con la UE hizo estallar el descontento social contra la corrupción, la oligarquía, contra el gobierno inefectivo, opaco y socialmente injusto, aspectos que el polo popular occidentalista ucraniano asocia con el modelo ruso.
El primer Maidán fue un movimiento surgido de un impulso genuinamente popular que expresaba elementales deseos de regeneración democrática, civil y nacional. Pero a diferencia de, digamos, el 15-M, tenía detrás a uno de los dos bandos oligárquicos y a los socios exteriores americanos y europeos (particularmente polacos y alemanes), con apoyo de medios de comunicación locales e internacionales, por lo que desde el principio estaba bien cargado de ambigüedad social y geopolítica.
El gobierno de Yanukovich respondió a ese desafío con gran inseguridad, represión y juego sucio: movilizando bandas de lumpen que apalizaban a activistas, etc., lo que aún indignó más a la gente.
La masacre indiscriminada de manifestantes y policías a cargo de tiradores de precisión el 20 de febrero de 2014 precipitó la caída del gobierno y la huida del presidente
Por sí solo, el sujeto que formaba la infantería de este Maidán (la intelligentsia creativa, los grandes y pequeños hombres de negocios del sector servicios, estudiantes, profesiones liberales y funcionarios apoyados por los clanes oligárquicos “alternativos”) no era capaz de tomar el poder y tumbar al desprestigiado régimen –por otra parte electo y completamente legítimo desde el punto de vista formal. Para derribarlo se necesitaba una fuerza de choque, disciplinada, y dispuesta a jugarse el físico. Una caballería pesada. Esa fuerza fue la extrema derecha armada con la ideología nacionalista de tradición “banderovski”, apoyada por los oligarcas y los padrinos geopolíticos occidentales. Si la trama subterránea de complicidades, financiación, asesoramientos y adiestramiento de servicios secretos occidentales (americanos, polacos y alemanes) apenas ha trascendido, cuarenta políticos occidentales de primera fila, entre ellos primeras figuras de Estados Unidos y los ministros de Exteriores de Alemania, Polonia, países bálticos, etc. pasaron por la plaza de Kiev repartiendo solidaridades y pastelitos. Fue ese segundo Maidán el que ejecutó el cambio de régimen en las jornadas de febrero. En un contexto de batallas campales con incendios y toma de sedes ministeriales, la masacre indiscriminada de manifestantes y policías (en total un centenar, además de más de una decena de policías) a cargo de tiradores de precisión el 20 de febrero de 2014 precipitó la caída del gobierno y la huida del presidente.
El estudio académico más convincente sobre aquella masacre, obra del profesor Ivan Katchanovski, de la School of Political Studies de la Universidad de Ottawa concluyó lo siguiente:
“La evidencia indica que una alianza de elementos de la oposición de Maidán y la extrema derecha estuvo involucrada en el asesinato en masa tanto de los manifestantes como de la policía, mientras que la participación de las unidades especiales de la policía en los asesinatos de algunos de los manifestantes no se puede descartar por completo en base a la evidencia disponible. El nuevo gobierno que llegó al poder, en gran parte como resultado de la masacre, falsificó su investigación, mientras que los medios de comunicación ucranianos contribuyeron a tergiversar la matanza masiva de manifestantes y policías. La evidencia indica que la extrema derecha desempeñó un papel clave en el derrocamiento violento del gobierno en Ucrania”.
A la misma conclusión llega Richard Sakwa, de la Universidad de Kent, autor del mejor libro sobre el Maidán publicado hasta la fecha (Frontline Ukraine).
En febrero de 2014, estuve metido de lleno en la crónica periodística del Maidán en Kiev y escribí lo siguiente:
“Hasta el más iluso activista de cualquier movimiento social europeo comprende ahora el misterio de lo que se está viendo estos días en Kiev: si la causa es ‘justa’, se puede ocupar más de media docena de edificios y sedes ministeriales en el centro de la capital, varias sedes regionales del gobierno, organizar escuadras paramilitares, presentar una fuerte resistencia física ante los antidisturbios, matar agentes y ganarse el aplauso de la Unión Europea. Las batallas campales son aquí ‘valientes y pacíficas manifestaciones”’. Las autoridades, y no los ciudadanos, ‘deben renunciar a la violencia’ y derogar ‘las leyes que limitan las libertades y derechos’ y sus reivindicaciones deben ser escuchadas, Merkel et Bruselas dixit. ¿Comienza una nueva época? ¿Veremos a políticos rusos, bielorrusos y ucranianos llamando a la huelga general en Atenas, coreando el ‘no nos representan’ en la Puerta del Sol o aplaudiendo a quienes lanzan botellas incendiarias a la policía en el Occupy Frankfurt?”.
El cambio de régimen en Kiev precipitó la revuelta del este de Ucrania con padrinazgo ruso. Primero en Crimea y luego en todo el arco de Novorossia
Obviamente, si todo aquello hubiera ocurrido con los vectores y escenarios invertidos –un gobierno favorable a los intereses occidentales, en México o Canadá, con políticos rusos, chinos y venezolanos de primera fila repartiendo pastelitos entre los manifestantes– no se habría celebrado como progreso democrático, sino como escandaloso y sangriento golpe de Estado, terrorismo y demás…
El cambio de régimen en Kiev precipitó la revuelta del este de Ucrania con padrinazgo ruso. Primero en Crimea, donde la declaración de soberanía y el posterior ingreso del territorio en Rusia fue fácil por el amplio apoyo de la población y la presencia de la flota rusa, y luego en todo el arco de Novorossia. Todas esas regiones, temerosas de las primeras disposiciones de un gobierno con participación de “banderovski” en materia de lengua, etc., y ante la evidencia de que sus derechos e intereses iban a ser atropellados, pidieron federalismo en pequeños antimaidanes prorrusos, sin el menor apoyo de oligarcas locales (todos se pasaron a Kiev), que expresaban el mismo genuino descontento social y temor popular que el de Kiev desde un vector identitario y geopolítico distinto. En Odesa, ciudad rusófila y rusoparlante, presencié aquel febrero manifestaciones de decenas de miles de ciudadanos contra el nuevo gobierno de Kiev salido del Maidán y contra el nacionalismo ucraniano antirruso. Aquella protesta se aplastó con otra masacre, la de la Casa de los Sindicatos del 2 de mayo a cargo de la extrema derecha y los hinchas de fútbol venidos de todo el país a poner orden en la ciudad, con el resultado de 46 muertos y 214 heridos, muchos de ellos abrasados en el edificio de cinco plantas incendiado con cócteles molotov ante la pasividad de la policía. En otras regiones rusófilas, el miedo, la debilidad de la protesta o la pasividad de los disconformes con lo que sucedía decidió la situación. No fue así en el este del país, donde se organizó una fuerte resistencia popular armada mezclada con intervención camuflada rusa. La respuesta del nuevo gobierno de Kiev fue el envío del ejército en misión antiterrorista –lo que el presidente Yanukovich no se había atrevido a hacer– y que dio paso a la militarización y al actual escenario de guerra civil con 14.000 muertos y centenares de miles de refugiados y desplazados.
Una vez más: si cambiamos las fichas, toda esta utilización de aviación y artillería contra ciudades habría sido valorado en Occidente como intolerable crimen contra la humanidad, etc., etc.
Dicho esto, se impone la evidencia de que todo lo que hubo y hay de genuinamente popular y liberador, tanto en el primer Maidán de Kiev como en la revuelta de Novorossia, importa muy poco en este conflicto en el que lo determinante es su dimensión geopolítica. Nada se entiende sin poner el zoom de nuestra observación en posición de gran angular.
IV) El Imperio del caos y la “arquitectura de la seguridad europea”
Por primera vez en un cuarto de siglo, una gran potencia regional (Rusia) paró los pies a la superpotencia hegemónica del conglomerado imperial EE.UU.-OTAN-UE
La propaganda occidental achaca el conflicto de Ucrania a la maldad de Putin, al nuevo expansionismo ruso y propone cronologías tan descaradas como la película que comienza con la invasión rusa de Crimea. Vaya por delante que el régimen oligárquico ruso tiene intereses correspondientes (aunque mucho más legítimos, desde el punto de vista de la historia y de la geografía) a los occidentales por: 1) mantener su control y acceso a buena parte de los recursos naturales e industriales de Ucrania, 2) ampliar su influencia geopolítica y 3) por consolidar el régimen autocrático de Putin y la unión autoritaria de burócratas y magnates que lo sustenta, con medidas de tanta carga patriótica como el regreso de Crimea a Rusia. Desde ese punto de vista, tal como decía el profesor Mijaíl Buzgalin, la recuperación de Crimea es tan “progresista” como el intento de los militares de Argentina por hacerse con las Islas Malvinas ante Inglaterra.
Todo esto hay que tenerlo en cuenta –sobre todo a efectos de la imprevisible evolución interna de Rusia en los próximos años– pero es bastante secundario e irrelevante al lado del hecho principal: por primera vez en un cuarto de siglo, una gran potencia regional, como es Rusia ahora, paró los pies a la superpotencia hegemónica del conglomerado imperial Estados Unidos-OTAN-Unión Europea. Es este desafío, que crea un precedente, lo que es visto como intolerable y es contestado con sanciones y escenarios de nueva guerra fría.
La situación lanza señales a la correlación de fuerzas global y a la recomposición de las alianzas del mundo multipolar en formación. El siempre interesante periodista y analista Pepe Escobar se lanza a la piscina y ya anuncia un eje euroasiático Pekín-Moscú-Berlín para dentro de 20 o 30 años. Personalmente soy bastante escéptico, no ya en este tipo de construcciones, sino sobre algo mucho más básico: sobre la mera posibilidad de pronosticar cualquier cosa de esa envergadura a 20 años vista en el actual mundo revuelto. Por eso, antes que perderse en inciertas proyecciones futuras más vale repasar la película que ha conducido hasta el conflicto ucraniano.
Durante la Perestroika, el pacto que Gorbachov acabó ofreciendo a Occidente fue el de cancelar la Guerra Fría a cambio de una arquitectura europea de seguridad integrada. Esa fue la oferta implícita de Moscú a Alemania y así fue entendida y aceptada por todos los actores. A nivel contractual, todo eso quedó reflejado en la Carta de París de la OSCE para una nueva Europa, firmada en el Elíseo en noviembre de 1990, es decir aún en vida de la URSS. Las implicaciones de tal esquema eran enormes. La integración soviética en Europa habría dado lugar a un gran conglomerado político-económico, con un gran mercado, una enorme potencia energética y cierto eje político París-Berlín-Moscú. Por mal que se jugase, aquella partida acababa con la hegemonía de Estados Unidos en Europa, a todas luces innecesaria una vez disuelto el enemigo. Todo esto no funcionó por varias razones.
Sin duda Washington lo percibió enseguida como una amenaza a sus intereses generales y actuó en consecuencia. Gorbachov pecó también de ingenuidad al no amarrar aquellos pactos en acuerdos y contratos sólidos, confiándose en acuerdos entre caballeros. Pero en Moscú sucedieron también cosas que facilitaron mucho que este escenario fracasara.
Durante la Perestroika, el pacto que Gorbachov acabó ofreciendo a Occidente fue el de cancelar la Guerra Fría a cambio de una arquitectura europea de seguridad integrada
En agosto de 1991 se produjo el golpe de Estado de quienes consideraron que se había ido demasiado lejos. El golpe fracasó, porque sus autores no dispararon contra la gente, como luego haría en octubre de 1993 Boris Yeltsin con el aplauso de Occidente, y sobre todo porque la estadocracia ya estaba muy metida en la perspectiva de una entrada en el mercado global con privatización etc. Con todo, el proyecto de Gorbachov para Europa, lo que llamaba la “Casa común europea”, podría haber sobrevivido a aquello. Pero en diciembre, la emancipación y degeneración de la estadocracia rusa liderada por Yeltsin disolvió la URSS. Ya sin Gorbachov siguieron diez años de juerga en la que las energías de los dirigentes de Moscú se centraron en el saqueo del patrimonio nacional (privatización), renunciando a toda política exterior autónoma. Eso hizo que Occidente le perdiera por completo el respeto a Rusia y se convenciera de que podía tratar con ella como con un vasallo. En cualquier caso, Rusia ya no daba miedo: recordemos que era la época en la que 5.000 guerrilleros chechenos batían al ejército ruso en el Cáucaso del Norte.
En ese contexto, las actitudes cambiaron radicalmente. Si Rusia era tan débil podía hacerse con ella cualquier cosa. Zbigniew Brzezinski, un conocido estratega americano –luego asustado por lo que se ha visto en Ucrania y partidario de la “finlandización” de ese país– propuso en aquella época desmembrar Rusia en cuatro o cinco estados, con una república de extremo oriente, otra siberiana, una Rusia europea, una confederación caucásica, etc., etc. Su libro, de 1997, fue muy leído en Moscú.
Esa fiesta se acabó cuando, una vez concluido el asalto al supermercado, en Moscú decidieron poner orden. Putin ha sido eso: el restablecedor de un orden elemental y el hombre que quiere impedir la desmembración de Rusia proyectada por el deep state de Estados Unidos, una convicción profundamente arraigada en la mentalidad de Putin y en los medios de los servicios secretos rusos que tan importante papel juegan en el Kremlin.
En 2001, mientras los americanos se deshacían de algunos de los acuerdos de desarme más importantes de la Guerra Fría (por ejemplo, el acuerdo antimisiles, ABM) y descafeinaban otros, mientras caía Milosevic en una de esas revoluciones de colores; mientras el Washington Post editorializaba anunciando que la siguiente jugada sería en Bielorusia y Ucrania, Putin propuso su colaboración a Bush en el esfuerzo “antiterrorista” posterior al 11-S. Cedió acceso a Afganistán por la puerta trasera de Asia Central exsoviética y cooperó en logística e inteligencia todo lo que pudo. Todo eso no sirvió para nada. En Europa las cosas siguieron igual.
Mientras las bombas calientes de la OTAN caían sobre Yugoslavia, Javier Solana venía a Moscú a mediados de los noventa a convencer a los rusos de que la ampliación hacia el Este del bloque occidental, rompiendo todas las promesas, no tenía nada que ver con seguridad ni confrontación: “Ya no estamos en los pulsos militares de la guerra fría”, decía, “las zonas de influencia son cosa del siglo XIX”. Evidentemente nadie le tomaba en serio. Fue así como, a partir de mediados de los noventa, se decide ampliar la OTAN.
Ya sin Gorbachov siguieron años de juerga en los que Moscú se centró en el saqueo del patrimonio nacional (privatización), renunciando a toda política exterior autónoma
En la primera etapa ingresaron, en 1999, República Checa, Polonia y Hungría. En la segunda (2004), Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumanía, Eslovaquia y Eslovenia. Este proceso se hizo paralelamente a las intervenciones en Yugoslavia (1995 Bosnia, 1999 Kosovo), cuya lectura externa era anular el único espacio no sometido a la nueva disciplina continental tras la Guerra Fría, y entre sucesivas advertencias rusas sobre “líneas rojas” (avances del bloque que serían considerados inadmisibles en Moscú) que fueron ignoradas. En la cumbre de abril de 2008 en Bucarest, la OTAN ya se planteó el ingreso de Ucrania y Georgia, con la oposición de Francia y Alemania, lo que no impidió reflejar la promesa de tal ingreso en el comunicado final de la reunión. En agosto de ese año seguía el ataque de Georgia a Osetia del Sur y la respuesta militar rusa. Pese a aquella señal, la OTAN continúa sin renunciar a la integración de ambos países y prosiguió su ampliación, en 2009, con Albania y Croacia.
A lo largo de 30 años, mientras se le iba avasallando, Moscú no ha dejado de insistir en el esquema de Gorbachov: reclamar un esquema de seguridad continental integrado. Entre 2008 y 2013 seguí esa situación desde la Conferencia de Seguridad de Munich, el foro atlantista más importante al que se invita a Rusia. El discurso ruso siempre fue muy claro en ese foro.
En 2007 Putin denunció directamente el juego sin reglas en el que se había convertido el intervencionismo occidental. Dijo: “El hermano lobo no pide permiso a nadie y come donde quiere”. En 2008 advirtió de que “si Ucrania ingresa en la OTAN dejará de existir” porque se partirá”. En 2009, el presidente Dmitri Medvedev propuso celebrar en Berlín “una cumbre paneuropea, abierta a Estados Unidos” (fíjense en el detalle) para “preparar un acuerdo sobre seguridad europea jurídicamente vinculante” que ponga fin a las actuales tensiones. En lugar de globalizar la OTAN, usurpando el papel de la ONU, Europa debe recrear la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (aquella OSCE de la Carta de París de 1990), dijo. Todo eso se ha venido repitiendo hasta la saciedad pero nunca fue motivo de titular de prensa o de telediario en Europa Occidental. En la visión que se nos ofrecía, el “problema de Rusia” no era su exclusión, manifiesta y provocadora, del sistema europeo, sino la esquizofrenia de sus “percepciones de amenaza”, se nos decía en los raros momentos en que alguien se interesaba.
Con Ucrania, toda esta arrolladora serie acumulada a lo largo de 30 años ha explotado y los motivos son claros. En Europa se ha creado un enredo fenomenal sobre el que muchos advertíamos en los años noventa. Estaba claro desde el principio que no habría estabilidad continental a largo plazo en un esquema de seguridad que no implicara a Rusia y menos aún que se planteara contra Rusia. A Estados Unidos ese desastre no le venía mal, porque era la garantía de que podría continuar manteniendo su tutela sobre el viejo continente, sin la cual su estatuto de superpotencia se vería mermado. La historia nos advertía que el miedo de los países del Este a Rusia era perfectamente razonable, pero ¿qué decir del miedo de Rusia, dos veces invadida por Occidente desde 1812 hasta Moscú, la última de ellas con el resultado de 27 millones de muertos? Si hubiera que resumir la situación en una frase, diríamos que la OTAN justifica hoy su vigencia en la necesidad de afrontar los riesgos creados por su propia existencia y ampliación al este del continente. ¿Será la Unión Europea capaz de reconocer su error y dar marcha atrás?
En nuestro siglo, acuciados por problemas existenciales imposibles de resolver sin una intensa concertación internacional, no tenemos mucho tiempo que perder. En la hipótesis más optimista, el resultado del conflicto de Ucrania podría retrasar unos cuantos años más la integración de Rusia en un esquema europeo de seguridad. En la más pesimista, una guerra en Ucrania consolidaría y anticiparía el escenario de un conflicto global de grandes proporciones.
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Este artículo sigue las notas del curso impartido en noviembre de 2014 en el seminario para profesorado de Historia del IES. Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.
I) Pueblos hermanos
Se dice que rusos y ucranianos son “pueblos hermanos”, y es verdad. Siglos de vida en común, dos lenguas bien parecidas y una geografía sin obstáculos físicos, de llanuras surcadas por ríos mansos, que complica y difumina todo concepto de frontera. Al mismo tiempo, el...
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Rafael Poch
Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis.
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