El salón eléctrico
¡Que vienen los rusos!
Espías infiltrados, chicos malos bolcheviques y villanos de la KGB. Un repaso a la representación filmográfica de los subcampeones en las Olimpiadas del Mal
Pilar Ruiz 22/02/2022
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Vienen los rusos malos, es decir, los de siempre. Esos que pueblan los recuerdos de unas cuantas generaciones. Nos llevan aleccionando desde niños, así que no hace falta tanto telediario pro-OTAN ni tanta tertulia mamporrera. Es cierto que estos villanos, que veíamos doblados en un castellano con divertidísimo acento inventado, desaparecieron de las pantallas –Gorbachov mediante– desbancados por terroristas libaneses, iraníes e islámicos de todo pelaje. Pero como toda moda vuelve, ahí están, puro siglo XXI, peleando por el trono de malvados de dimensiones globales. Después de los nazis, claro: la hoz y el martillo siempre quedarán deslucidos al lado de una buena esvástica como símbolo del mal, por mucho que se empeñen los revisionistas más creativos. Si no lo creen, vean la fallida Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (Spielberg, 2008), y si aún dudan sobre ello consulten el definitivo ensayo Tras los pasos de Indiana Jones, de Salva Rubio (Minotauro, 2021).
Pero el segundo puesto en estas Olimpiadas del Mal quizá lo tengan merecido los rusos. Por tocapelotas. Llevan haciendo enemigos desde tiempo inmemorial: turcos, austriacos, suecos, polacos, chinos, afganos, ingleses, franceses, japoneses y, por supuesto, alemanes. Hasta naturales del Reino de Cerdeña, que ya son ganas. También tienen sus Cáucasos civiles, revoluciones y represiones imperiales de la Ojrana, policía política zarista precursora de las NKVD y KGB. Sin olvidar a los judíos, gran enemigo interior: la palabra pogromo es rusa y puede ser cantada como en El violinista en el tejado (Jewison, 1971), musical archiconocido que da buena cuenta de los desmanes cometidos por los Romanov contra el pueblo elegido.
El pacifista, talentoso y prolífico Norman Jewison también firma ¡Que vienen los rusos! (1966), comedia casi berlanguiana estilo La vaquilla (1985). Tanto el canadiense como el valenciano estarían inspirándose en la fundacional y mítica La kermesse heroica (Feyder, 1935) donde, para malos, los españoles invasores de los Países Bajos. Ya ven las vueltas que da la Historia. ¡Que vienen los rusos!, simpático panfleto antimilitarista en plena era jipi, lleva montaje de Hal Ashby y en ella debuta como actor Alan Arkin –también director de cine y teatro– haciendo de oficial soviético. Judío ucraniano, se pasa media película hablando en ruso y la otra media en inglés con acento. Dice John Landis que este largometraje trata sobre la estupidez de la paranoia en tiempos oscuros: ¿pura actualidad?
Arkin sería uno más de los muchos hollywoodienses con orígenes en Rusia-URSS que pululan por las pantallas americanas; el más famoso sería Kirk Douglas, nacido de chiripa en Amsterdam, New York, porque sus padres eran judíos bielorrusos. Sin desmerecer a Yul (Borisóvich) Brinner, del mismo Vladivostok, una de cuyas abuelas era de la etnia mongol buriata, tocaba la balalaika a la perfección y estudió interpretación con Mijail Chejov, sobrino del escritor. Mimbres perfectos para hacer de zarista enamorado de Anastasia (Litvak,1956), hermano Karamazov (Brooks, 1958) o cosaco gogoliano en Taras Bulba (Thompson, 1962).
Hablando de Dostoyevski y Gógol: el cine siempre ha sido pro-Gran Novela Rusa. En cabeza va Tolstoi con sus 13 Anas Kareninas, de las mudas hasta la más reciente (2012) sin contar las televisivas; mientras que Guerra y paz ha sido llevada a la pantalla en 10 ocasiones. En cambio el naturalismo estilístico de Chejov es endiabladamente resistente a la banalización con que paga el cine a los grandes autores, aunque haya excepciones como la magnífica Tío Vania en la calle 42 (Malle, 1994). Claro que todos estos autores rusos eran buenos, es decir: rusos blancos a lo Gran Lebowski.
Cuando el mundo olvidó que si no llega a ser por ellos andaríamos ahora por el IV Reich, los mapas pintaron de color rojo la URSS –colorido ahora recuperado en las televisiones patrias– y las pantallas se plagaron de espías infiltrados como el “Yuri” de Kevin Costner en Sin salida (Donaldson, 1987), queda muy claro en el revival de los 80 sobre una familia demasiado estructurada en The Americans (2013). Sin olvidar los clásicos chicos malos bolcheviques, el Strelnikov de Doctor Zhivago (Lean, 1965) o los que dieron matarile a Nicolás y Alejandra (Shaffner, 1971). Setentas respondones: los personajes del título quedan retratados como autócratas paranoicos, ineptos y crueles, representantes de un sistema de gobierno feudal, locoide e inhumano. En la Santa Rusia no se salva ni Dios y, sin embargo, la Iglesia ortodoxa canonizó al último zar y su familia en el año 2000, sin cortarse un pelo de la barba. Y en 2014 Moscú erigió una estatua a Nicolás II como “héroe de la I Guerra Mundial” (risas enlatadas).
La batalla también está en la propaganda y el cine nunca ha sido ajeno a ella, todo lo contrario. Durante los años de la Guerra Fría, hasta los villanos de James Bond-Roger Moore cambiaron el carnet de Spectra por el de la KGB, cortesía del general Gógol –homenaje– interpretado por Walter Gotell, elegido por su parecido físico con el muy siniestro Laventri Beria, ejecutor de Stalin. ¿Rusos que meten miedo? Ahí están Iván Drago-Dolph Lundgren en Rocky IV (Stallone, 1985) o Arnold Schwarzenegger en la buddy movie Danko, calor rojo (Hill, 1988), haciendo migas con un poli neoyorkino interpretado por Jim Belushi quien, con una sola frase, logra resumir el cambio operado en la antigua Unión Soviética desde la Glasnost hasta su actualidad: “Si Rusia sobrevivió a Stalin bien puede sobrevivir a un poco de cocaína”. Hagan caso a un Belushi cuando habla de estupefacientes; para muestra, el apasionante repaso que hace Bob Woodward en la biografía Como una moto: la vida galopante de John Belushi (Libros del Kultrum, 2022).
La amenaza soviética también proporciona alegrías eufóricas a los fans del subgénero bélico rama submarino, como La caza del octubre rojo (MacTiernan, 1990) con Sean Connery y su bisoñé cortado a cepillo tan imitado por tiranos norcoreanos. Desastres reales, mentiras y manipulación en Kursk (Vintenberg, 2018) y K:19 The widowmaker (Katrin Bigelow, 2002) donde Harrison Ford se pone al timón también en la producción, con ganas de hacer de ruso quizá porque sus abuelos maternos eran judíos de Minsk. (Inciso: la directora Katryn Bigelow es un ejemplo para las mujeres cineastas de todo el mundo, hartas de ser reducidas al cine intimista y baratito. Algunas también quieren submarinos que echarse a la cámara, oigan).
Cuando los males se acumulan, llega Chernóbil, la aterradora serie de HBO (2019) ¿Gente chapucera manejando energía nuclear? Muy fiable. Aunque para desastres merecedores de gulag eterno, la filmografía reciente de Exaltación del Espíritu Nacional inspirada por el régimen totalitario, machista y xenófobo de Putin. Todos esos grandes nombres del cine se autoexiliarían a Siberia al ver cómo bailan Kalinka encima de la tumba de Tarkovski. La estrategia del régimen es reescribir su cinematografía a fuerza de rublos, censura y temática patriótica; idéntica a la de cierto partido españolazo que ya ha amenazado con llegar al poder para que en este país solo se rueden Jeromines y Últimos de Filipinas. Por supuesto, con dinero público, a imagen y semejanza de la criadora de cachorros ultras Esperanza Aguirre, quien sufragó el fiasco propagandístico nacional-madrileño Sangre de Mayo (José Luis Garci, 2008) con 16,5 millones de euros.
Ante una nueva amenaza bélica con el conflicto de Ucrania como excusa, y decenas de comentaristas diarios quitándole hierro al asunto, hace falta plantearse la pregunta: ¿dan risa los rusos? Si podían hacer reír en plena histeria colectiva sesentera como en la comedia de Jewison mencionada, mucho más ahora. Carcajadas en La muerte de Stalin (2017), del especialista en sátira política Armando Ianucci. En la misma línea está la serie The Great (2020), gamberrada honesta que desde sus títulos iniciales deja claro que van a pasarse la Historia por el arco del triunfo. Catalina la Grande sufriendo en pleno siglo XVIII las costumbres medievales de una corte embrutecida, un marido tan idiota y peligroso como la mayoría de los reyes y los bulos inventados por los bolcheviques, que al parecer eran unos machirulos impresentables dignos de estar entrenando al Rayo femenino. Porque contra Pedro el Grande, macho ruso y no señora alemana como Catalina, no salieron con eso de que murió fornicando con un caballo, no. Venga, tovarich; no me toques los huevos… Fabergé.
Para cabrear más a los ultranacionalistas rusos, muy aficionados a perseguir a disidentes, periodistas, activistas y feministas, anda por ahí otra señora grande y empoderadísima: Natasha Romanoff, alias Viuda Negra, que, como su apellido indica, buena persona… Tampoco. Más bien espía asesina –como James Bond– que se mete a Vengadora para redimir culpas pasadas y futuras. Antes, según la Biblia de Marvel, pasó por la Habitación Roja, centro de la KGB donde sometían a niñas a toda clase de torturas, esterilización forzosa y recuerdos implantados de haber sido bailarinas del Bolshoi. No falta un tópico y eso siempre funciona.
En este repaso parece claro que los más peligrosos antirrusos han sido y son los mandatarios de ese país. En realidad, muy parecidos a los gobernantes de otros lugares. Porque hay que estar muy ciego para no darse cuenta de que la realidad inmediata se acerca peligrosamente al absurdo demencial y suicida de Teléfono rojo, volamos hacia Moscú (Kubrick, 1964). Respecto a una posible guerra, cuidado. Puede que estemos en manos de villanos sociópatas capaces de llevarnos a desastres sin fin, no tienen más que asomarse a la ventana para ver las consecuencias del cambio climático y de la pandemia. Mientras, podemos conjurar nuestros temores con ficciones, relatos y fantasía para así recordar que todos seguimos siendo humanos.
Vienen los rusos malos, es decir, los de siempre. Esos que pueblan los recuerdos de unas cuantas generaciones. Nos llevan aleccionando desde niños, así que no hace falta tanto telediario pro-OTAN ni tanta tertulia mamporrera. Es cierto que estos villanos, que veíamos doblados en un castellano con...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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