El salón eléctrico
El discreto encanto del pijerío
El mundo de los ricos ha inspirado infinidad de obras de arte, en parte a causa de la fascinación que el común de los mortales siente por lo inalcanzable. Incluso el arte más populachero, el cine, se ha empeñado en reflejar este paraíso
Pilar Ruiz 20/05/2022
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Imaginen un mundo de vacaciones eternas. Un universo hecho de fiestas, fincas, cochazos, yates, cuadras de caballos, mansiones, playas, hoteles de lujo. Ropa cara, jet privado y deportes exclusivos. Un mundo donde el verano no hace sudar y en invierno el frío se convierte en nieve blanca esquiable, nunca en un problema de calefacción. Habitado por unos agraciados en la lotería de la existencia y el todopoderoso dios de las herencias: guapos, ricos, importantes. Sofisticados, elegantes, de modales exquisitos, adiestrados en el arte de disfrutar de la vida y de todos sus placeres. También inteligentísimos, con brillantes carreras y muchos títulos, ya no nobiliarios, sino obtenidos en universidades anglos, escuelas de negocios y otros lugares lejanos de mucho pago y varios idiomas que les colocan desde muy jóvenes en cargos de relumbrón, como consejero de una empresa. Modelos de perfección, raza superior por encima del bien y del mal, de los impuestos y de la ley. En este mundo feliz, esta Gattaca (Niccol, 1997) de principios eugenésicos, nunca aparecen los tontos, pobres, feos a no ser que ejerzan de servicio doméstico o de paganos de Iberdrola.
Pero ojo, nunca hay que fiarse del rencor de clase típico de las clases subalternas. Incluso de los traidores a la propia clase. Perdón: ¿clases? ¿Qué clases? La lucha de clases se ha convertido en una amenaza global, el terrorismo absoluto, un invento desfasado que pretende arrebatarle la paz social al orden natural.
Este mundo ideal y eterno ha inspirado infinidad de obras de arte, en parte a causa de la fascinación que el común de los mortales –llámese clase media, vulgo, pueblo llano, incluso chusma– siente por lo inalcanzable. Incluso el arte más populachero de todos, el cine, se ha empeñado en reflejar este paraíso, presente en todas las épocas. Como la extraordinaria Las amistades peligrosas (Frears, 1988) verdadero tratado del pijerío rococó: intrigas de alcoba, cinismo, frivolidad y crueldad. Todo por puro aburrimiento. No sorprende que esta gente protagonizara la Revolución Francesa poniendo sus cabezas al servicio de Madame Guillotine. Tampoco que Choderlos de Laclòs, autor de la novela epistolar tachada de incendiaria desde su momento de publicación –1782–, fuera un soldado chusquero lleno de rencor que se hizo revolucionario y luego, para más oprobio, general bonapartista.
Posiblemente, con esa revolución comenzó la Otra Leyenda Negra: la de la aristocracia como parásito social. Los caritativos de rastrillo convertidos en vampiros que saquean las arcas del Estado a costa del sufrido trabajador. Aprovechados. Delincuentes. Depravados. Puede que todo sean infundios, aunque el “Caso mascarillas” y su lista de listos con apellidos compuestos apuntalan el tópico del pijo oportunista empoderado en el arte de la comisión, a imagen y semejanza de su santo patrón, un rey (d)emérito como luz y guía de esta muy monárquica casta.
El marquesito Medina pertenece a un tipo de personajes que alimentan la fantasía de millones de personas. Entre ellas, Anna Delvey o cómo llevar hasta sus últimas consecuencias el deseo de emulación pija. Increíble, real y noticiable historia del saqueo protagonizado por una ingeniosa impostora, narrada con enorme mala baba y humanidad en Inventing Anna (Netflix, 2022) Una serie que es más que un biopic, porque la reconocidísima guionista Shonda Rimes sabe cómo poner los males contemporáneos en la picota mofándose de los que se creen blindados por su estatus. Todo ocurre en unos Estados Unidos que se hacen selfies con el mito del sueño americano o del “nuevo pijo” que ya despedazó George Stevens en Un lugar en el sol (1951) con el trepilla Montgomery Clift y su intento de braguetazo con la pija Liz Taylor, asesinato mediante.
Una visión crítica repetida hasta la saciedad incluso en las adaptaciones cinematográficas de Jane Austen. ¿Novelas románticas sobre cómo cazar un marido joven, guapo y forrado? Más bien irónicos albaranes que dan fe de la necesidad de las mujeres por sobrevivir en un mundo en el que carecen de cualquier derecho, incluso el de heredar. La propia Austen estaba muy lejos de ser una privilegiada. Mujer, soltera, hija de un párroco de pueblo sin un chavo –clase media de la época georgiana– pasó toda su corta vida haciendo equilibrios presupuestarios para poder pagar hasta el papel en el que escribía. A pesar de las apariencias, The Bridgerton (Netflix, 2020) representa todo lo contrario: una visión naif/hot de Instagram que solo comparte con la temática austeniana la excusa narrativa. Aunque se trate como si sus episodios fueran chuches de todos los colores; un logro de la definitiva normalización de los repartos inclusivos.
La edad de la inocencia (Scorsese, 1993) se basa en el novelón de Edith Warthon con su Pulitzer de 1920. Por supuesto, el director italoamericano lleva a su terreno esta crónica de un amor imposible entre familias fundadoras de New York, sirviendo en bandeja otra de sus películas de mafiosos despiadados que destruyen a los suyos si traicionan sus estrictas reglas de omertá. Aunque tengan apellidos rancios para un país recién nacido –aún más patético– Scorsese nos cuenta que esta alta burguesía no es más que otra organización para delinquir. En cambio, la versión televisiva de esa misma gente y época aparece edulcorada e idealizada hasta la cursilería en La edad dorada (HBO, 2022). A veces hay contrapartida, como la galería de personajes disfuncionales y sociópatas que muestra Succession (HBO, 2018) como haría un circo de fenómenos.
Incluso Luchino Visconti, especialista en aristocracias, ha sacado los colores a las clases dirigentes italianas antes y después del Risorgimento en Senso (1954) y El Gatopardo (1963), adaptando la obra de Lampedusa, todo un príncipe. Luego le pegó duro al pijerío alemán connivente con los nazis en La caída de los dioses (1969). Tanto la Warthon como Visconti son traidores a su propia clase: la primera pertenecía a la altísima burguesía y el segundo era conde de Lonate Pozzolo, además de comunista. Ambos conocen el terreno que pisan cuando cuentan los males del privilegio hereditario y su galería de títeres desalmados.
Cierto es que también están los pijos divertidos y locoides del Hollywood de los años 30, mientras USA sufría la mayor crisis de su historia y la hambruna y la miseria se ensañaban con millones de personas. Vean si no la maravillosa Al servicio de las damas (La Cava, 1936), con los inmorales y absurdos ricachones que buscan un vagabundo como trofeo en un juego de yincana. También hay ricos que, por motivos artísticos, se hacen pasar por pordioseros en otra obra maestra como Los viajes de Sullivan (Preston Sturges, 1940) y un sinnúmero de pijos y pijas que meten en líos a todo el mundo en comedias que han hecho historia de este arte, como Sucedió una noche (Capra, 1934); La fiera de mi niña (Hawks, 1938); La octava mujer de Barba Azul (Lubistch, 1938) o Historias de Filadelfia (Cukor, 1940).
Una comedia que respira el mismo espíritu clásico de aquella es Entre pillos anda el juego (Landis, 1983), película antisistema y lección para todos los adinerados aporofóbicos que se creen impunes: tiene final feliz. Una excepción, porque en los 80 el pijerío triunfante ocupó las pantallas como en la muy pro Reagan Risky Business (Brickman, 1983) hasta convertirse en pesadilla veinte años después, con American Psycho (Mary Harron, 2000).
Pero en España las clases pudientes se pintan de otra manera; este es un país desabrido. Como decía Jose Luis Borau, aquí no sabemos hacer alta comedia, territorio pijo por antonomasia. Más allá de un drama como Los santos inocentes (Camus, 1984) y su señorito Iván (Juan Diego, in memoriam) somos los reyes si seguimos nuestra tradición literaria, la del esperpento y la picaresca. El resultado siempre es una imagen grotesca como la de Selfie (García León, 2017) o El asombroso mundo de Borja Mari y Pocholo (Cavestany/López Lavigne, 2004) con un hito inalcanzable: el tándem Berlanga-Azcona con su trilogía de la familia Leguineche. Nuestra aristocracia siempre tendrá la cara, la voz y la moral del Marqués de Leguineche, un Luis Escobar que con su personaje también traicionaba su casta: era marqués de las Marismas, además de un enorme director teatral.
Y por encima de todo y de todos, está Buñuel, un señorito de Calanda de vida azarosamente surrealista haciendo vivisección a la sociedad entera. En El ángel exterminador (1962) y El discreto encanto de la burguesía (1972) –un extrañísimo premio Oscar– el dios del cine se ríe de las clases acomodadas metiéndolas en un sueño febril y ahogándolas en sosa cáustica. Con su habitual humor brutal, el aragonés nos obliga a mirar por el ojo de la cerradura para enseñarnos el discreto encanto de una condición criminal.
Al público currito no le conviene despreciar la temática pija, todo lo contrario: resulta muy útil hurgar en las tripas, aunque sean de ficción, de quienes siempre estuvieron a los mandos. “Conoce a tu enemigo” avisa, desde siempre, el cine.
Imaginen un mundo de vacaciones eternas. Un universo hecho de fiestas, fincas, cochazos, yates, cuadras de caballos, mansiones, playas, hoteles de lujo. Ropa cara, jet privado y deportes exclusivos. Un mundo donde el verano no hace sudar y en invierno el frío se convierte en nieve blanca esquiable, nunca...
Autora >
Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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