dependencia
Cuidar al padre
La palabra “cuidados” espera a la vuelta de cada esquina, pero comienza a estar tan desgastada que no se perciben las aristas que tiene
Fernando Balius 14/02/2023
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Soy un hombre de mediana edad que cuida de su padre enfermo. En principio no se trata de una situación que tenga nada de especial. Los padres y madres se hacen cada vez más mayores y se suceden los problemas de salud. En el caso de mi padre, tres intervenciones quirúrgicas en poco más de cuatro años le han hecho envejecer de forma vertiginosa. La última operación le ha sumido además en una tristeza densa y profunda. Su autonomía se ha visto seriamente mermada. Y yo le cuido en un proceso de recuperación que está siendo lento.
No es una historia especialmente dramática, incluso podría decirse que en parte es predecible dados los antecedentes, el tipo de vida, la edad. Sin embargo, me siento desnortado, falto de referentes y también de espacios donde poder pensar la situación más allá de su inevitabilidad. Y con esta ausencia no me refiero a que en mi entorno no hablemos de la vejez de nuestros padres ni de los problemas que acarrea, de sus penas y dolores. La palabra “cuidados” espera a la vuelta de cada esquina, pero quizás comience a estar tan desgastada que no se perciban las aristas que tiene. Yo sobre lo que no había leído o sobre lo que no había conversado o sobre lo que no tengo ni siquiera un punto de partida para comenzar a pensar es sobre estos cuidados. Estos en concreto.
Cuando hablamos de cuidados nos viene el amor a la cabeza. Sin embargo, se puede cuidar sin amor. Se puede cuidar porque se considera que es lo que hay que hacer, porque toca hacerlo, porque no queda otro remedio, porque nos mueve a ello un automatismo íntimo y primitivo. Y que sin embargo no merece ser calificado de amor. Cuido de mi padre y lo hago bien. Pero no nos queremos. Se trata de otra forma de relación que no acierto a nombrar, una que permite que lo insostenible se haga aceptable.
No le caigo demasiado bien a mi padre y mi padre no me cae demasiado bien a mí
Me encuentro donde quiero estar, pero eso dista mucho de experimentar cualquier tipo de goce. En otras ocasiones he cuidado con amor y ha sido duro y he tenido muchísimo miedo y a la vez he sentido la vida crepitar por todo mi cuerpo. Ahora no. No le caigo demasiado bien a mi padre y mi padre no me cae demasiado bien a mí. Por lo que sé de cómo funciona el mundo, intuyo que esta tensión no tiene nada de excepcional. Tampoco se dan a estas alturas acusadas confrontaciones ni estridencias emocionales, no hay ajustes de cuentas ni afilados reproches de otras épocas. Solo un territorio plano y desnudo que constituye lo que podríamos llamar familiaridad. Ni es un lugar anhelado ni es el infierno. Es lo que es, sin que exista ya posibilidad de dobleces.
Sospecho que lo más probable es que esté atrapado en una lógica de sangre de la que siempre he renegado. Sé perfectamente que no me encuentro en deuda. No recibí apoyo familiar en mis propios problemas de salud. Y sin embargo es sencillo reconocer en esa sangre el mecanismo social central que establece la distribución de los cuidados. Envejecer implica de manera necesaria dependencia y, por tanto, cuidados, pero no he participado de ningún proceso compartido que aborde cuestiones relativas al quién, cuándo o cómo se despliegan. En mi caso no ha habido anticipación alguna, se ha impuesto sencillamente el hecho de que el sostén real se establece a partir del vínculo familiar. Lo que sucede es que lo que denominamos vínculo puede significar todo y nada. Aunque sí tengo por seguro que el vínculo entre un hijo y un padre no es algo sagrado.
Sospecho también si este cuidado al que me entrego no tendrá que ver con la propia sensación de inutilidad que me ronda. Y que creo que experimenta mucha otra gente, de edad parecida a la mía y misma clase social, en estos tiempos. Precisamente porque neutraliza ese vacío que generan la precariedad laboral o los fracasos políticos o las soledades o las clausuras de futuros o la pena pospandémica o, incluso, la falta de descendencia. El cuidado se convierte así en una suerte de espacio de seguridad y calma. Incómodo, forzoso, pero real y propio. Un lugar donde ser bueno para algo. Aunque no haya agradecimiento. He descubierto, por ejemplo, que tengo más destreza poniendo inyecciones o cortando uñas ajenas que en muchas de mis ocupaciones laborales.
Sospecho sin cesar porque eso es lo que se hace en los territorios desconocidos. Sé que las cosas serían distintas en función de otras variables. La primera, el género, pero también la propia estructura familiar o ciertos determinantes sociales. Ser consciente de ello no me ayuda a elaborar ninguna inteligencia. Nada con lo que despejar el día de mañana. Ni los siguientes. En un mundo atestado de lugares comunes, no hay ninguno donde buscar un refugio provisional. El acto de cuidar me arroja más misterio que certezas, me humaniza a la vez que me visitan nuevas, extrañas angustias. Y todas las palabras que anteceden a esta última línea tan solo han servido para evidenciar que me faltan las preguntas con las que hacerles frente.
Soy un hombre de mediana edad que cuida de su padre enfermo. En principio no se trata de una situación que tenga nada de especial. Los padres y madres se hacen cada vez más mayores y se suceden los problemas de salud. En el caso de mi padre, tres intervenciones quirúrgicas en poco más de cuatro años le...
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