Las cartas de Margot: reseñas epistolares
Para ser amada y desaparecer
Donde se comenta ‘Leer mata’ de Luna Miguel
Margot Rot 30/04/2023
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Querido Gonzalo,
En primer lugar quisiera disculparme por mi demora en la redacción de esta carta, o más bien, de esta reseña epistolar. Enero ha sido un mes felizmente ajetreado. Entre tarea y tarea he estado intentando terminar un tocho de 669 páginas en gesto de simpatía hacia un extraño al que conocí de madrugada en un after.
Al hilo de esta experiencia de lectura interrumpida por el trabajo y por la cotidianidad, y en conmemoración del libro que nos confabula, he estado reflexionando sobre qué diantres es, exactamente, leer.
Me he estado preguntando si leer es uno de esos gestos idénticos e irrepetibles que esbozamos todos con el cuerpo entero; leer como se anda, o como se empuña un lápiz. Tal vez me equivoque y leer sea una actividad puramente fisiológica: ¿Se lee para satisfacer el hambre o las ganas de evacuar? ¿Leen cuerpos hambrientos o cuerpos con necesidades evasivas? La verdad es que me divierte como, al final, casi todo guarda relación con el estilo involuntario y definitorio a través del cual nos enunciamos. Y con llenarse y vaciarse.
Intento imaginar un tiempo en el que mi lectura no haya sido precipitada por el deseo de ser atractiva para los demás
La cuestión, estimado Gonzalo, es que Leer mata me ha hecho pensar en mi forma de leer y he concluido que leo, fundamentalmente, para ser amada y para desaparecer. ¿No te parece que, de lo contrario, no me habría entregado a 669 páginas por mor de un puntiagudo y fortuito interés? ¡Qué manera tan curiosa de acercarse y distanciarse de los demás es la lectura! Me pregunto si alguna vez he leído de otra manera. Intento imaginar un tiempo en el que mi lectura no haya sido precipitada por el deseo de ser atractiva para los demás. ¿Habré leído siempre para resultar simpática a algún desconocido? ¿Qué son los progenitores, los profesores y los amados si no desconocidos? ¿Y los extraños, los ajenos, los aún por poco indescifrados, los totalmente vaciados de significación, los de los afters, los amigos de los amigos, los viandantes de la Gran Vía, esos, Gonzalo, esos qué son exactamente? ¿Continentes de la ley? ¿Tarros de vidrio?
He estado pensando en este asunto de la lectura y, supongo que, si leí, al principio, fue porque me pareció que era una forma de distancia: empecé a leer, como casi todo el mundo, para rebelarme. Muy pronto, y agradezco la lección prematura, aprendí que la belleza es indiferente si no es la inteligencia el motor de su ánimo. Menciono esta cuestión de la belleza porque como mujer, como niña, como chica-felizmente-femenina, la belleza siempre ha sido algo importante. La inteligencia, la belleza, es un poliedro de infinitas caras. Un objeto mutante; ¡tantos son los modos, las maneras, a través de las que un individuo se desenvuelve, virtuoso, contra el mundo! Leer, entonces, para qué engañarnos, fue la forma clásica, canónica, estereotípica –ingenua, en realidad– de intentar ser inteligente. Bella en el único sentido que siempre me ha conseguido interpelar. Bella en el único sentido en el que he sido capaz de percibir la belleza, el encanto total; la fascinación. Pero sucede algo, y es que bien sabemos ambos que la inteligencia es escurridiza; leer ha hecho a grandes necios. Pero ¿Por qué, Gonzalo? ¿Por qué la lectura hace que algunas personas disminuyan las lindes de sus jardines? ¿Cómo es posible que uno no se haga más humilde cuanto más lee? ¿Por qué quienes más leen más estrechan los pasillos de sus casas?
Así entonces, sé que leí para distanciarme, para rebelarme, para luchar contra lo que vagamente me parecía que era la estupidez o la maldad. Leí para defenderme de la negligencia. Leí, a fin de cuentas, con la esperanza de cuidar de la agudeza; de la disposición atenta y delicada que siempre he sospechado que uno ha de guardar hacia el mundo. Todo eran formas, ahora lo entiendo, de demandar amor. Formas de convertirme en alguien deseable, digna de admiración. Leí, desde bien pequeña, para llamar la atención de mis mayores. Supongo que hay cosas inmutables, aunque la sofisticación del lenguaje que emprendemos al crecer hace que parezcan distintas. Crecer –perfeccionar la enunciación– debe de ser parecido a restaurar la fachada de un dolor primitivo, tal vez, permanente.
Pero ¿Por qué leo ahora, Gonzalo? A veces creo que no he dejado de leer por los mismos motivos por los que algunas personas eluden divorciarse: demasiado tiempo, esfuerzo y dinero invertido en esta relación como para abandonar. ¿Quién sería sin mis libros? ¿Qué haría con toda esta ingente cantidad de tiempo de vacío? ¿De qué hablaría? ¿En qué pensaría? ¿Cómo erradicaría la espera? ¿Cómo eludiría el silencio de sepulcro de mi casa blanca?
Lo raro, en el fondo, es leer. Escribir, en realidad, es natural
La diferencia –en favor de mis vicios textuales y en detrimento de los empeños maritales ajenos– es que la descendencia que engendramos los que nos encomendamos a ser sosegadamente infelices, obsesivos en metas de lectura, compulsos de gesto, tan solo puede hacer infeliz a los demás pero no ser infeliz de viva voz. Mis libros no padecerán, aunque si heredarán la larga lista de defectos que he ido atesorando hasta convertirme en una mujer adulta, en una mujer, a ratos, profundamente insatisfecha y asustada, es decir; en una mujer normal. En cualquier caso, y esto me alivia, no hay posibilidad de que se sienta vulnerada ninguna criatura mía a través de este empeño obtuso que me ata a las palabras. Mis criaturas, si acaso, dañarán a los demás.
Es la vejación que consentimos quienes nos dedicamos a los libros, a veces, con más ahínco que a la vida. Así pues, contra la extrañeza a la que aludía Biedma sorprendido de escribir, porque lo normal, decía, es leer, sé que lo raro, en el fondo, es leer. Escribir, en realidad, es natural. Sucede, además, que la escritura es ventajosa; excede al puro texto. Uno puede escribir sin teclear, sin esbozar el trazo de la letra propia –que no es sino otro gesto involuntario al que hay que dedicarle mucho esfuerzo para contradecir– Hay una narración en nuestra forma de vivir como lectores, hay una forma de escribir que se expresa a través de la realización de los designios de nuestros personajes preferidos. Adoptamos sus manías e incluso incluimos su vocabulario en el nuestro. Escribir es parecido a vivir la vida que uno vive, aquella en la que uno se esmera, aquella en la que uno se empeña y, por supuesto, la que le toca, pero leer, Gonzalo, leer es como caminar. Un gesto involuntario, aprendido, hogareño y definitorio que se hace con el cuerpo entero.
Si bien es cierto que los libros que atesoramos se libran de nuestra cobarde y obtusa necedad –esa que nos empuja a la pedantería de contemplarlos como si fuesen estructuras de hormigón, manuales de instrucciones para montar la vida–, a veces me pregunto si hay posibilidad de que salgan indemnes quienes nos aman de nuestra insistencia en distanciarnos del mundo precisamente para acercarnos a él.
Querido Gonzalo, yo leí para distanciarme del mundo, para acercarme con tacto y con cuidado. Leí para observar con detenimiento. Para aprender la sutileza del matiz. Es en este ejercicio de tensión ambivalente para con el tiempo y el espacio en donde me descubro vulnerable: lectora impulsiva, lectora obsesiva, quizá, no lectora bulímica, tal vez sí lectora neurótica.
¿Y por qué seguir leyendo, entonces? ¿Por costumbre? ¿Por estatus? ¿Por curiosidad? ¡Qué cosa vulgar la curiosidad cuando no se piensa en ella con precaución! ¿Qué es la curiosidad sino una forma de tenerlo todo controlado? Un ansia juguetona por las cosas, la voracidad insaciable de quien sabe que, por torpeza o cobardía, podría precipitarse sin querer hacia el vacío. Tal vez mi curiosidad es así, dominante, es decir; violenta y temerosa. Y honda, infinitamente hueca. Tengo la sensación de que todo lo que hago es para complacer a otros o para complacerme a mí misma siendo perfectamente perfecta a ojos de los demás. Leo, Gonzalo, para ser amada. Para ser amada, y para desaparecer. Para distanciarme del mundo. Para acercarme a él. Para observar lo mínimo, para detenerme en el borde de las cosas. Pero en el fondo, lo que yo quisiera, Gonzalo, es leer para ser generosa. Para no dejar de crecer nunca, para ensamblar infinitamente el lenguaje de la fachada de mi edificio interior, para embellecer la vereda del jardín, para convertirme en un continente. Leo porque quiero ser ZEALANDIA.
Tengo un plan, Gonzalo, y quiero que me digas qué te parece. Tengo un plan para salvarme y para salvar a aquellos que me amen. Tengo un plan para ser amada y para desaparecer. Voy a leer compulsivamente hasta edificar una fortaleza medieval. Voy a leer y construir un jardín prohibido, tal vez un laberinto. Voy a leer, Gonzalo, para tener un lugar imposible, inaccesible, irremediablemente deseable. Voy a abrir un espacio en el interior de mi experiencia en donde nadie pueda amarme, precisamente, para ser amada, pero, sobre todo, para desaparecer.
Leo a la velocidad de la luz para impresionar a desconocidos. Leo ansiosa y ambiciosa; trazo planes de lectura imposibles, planes que me mantienen distraída, agobiada, siempre desbordada por lo irreal. He organizado mis lecturas para el próximo decenio: quiero tener algo que hacer a los treinta y seis años cuando tenga que enfrentarme, de verdad, al terror que he visto que les supone a casi todas las personas dejar de ser jóvenes. Leo para procurarme una dirección, para no sentirme perdida, para obligarme a tener siempre algo entre manos. Leo, planeo cómo sobrevivir al tiempo cuando pasa rutinario, exagerado, insoportable.
Luna Miguel, llama morir de amor a leer a la velocidad de la luz. Yo prefiero preguntarme a qué perversos motivos responden nuestros mandatos, a quién queremos complacer, por quién se corre, de qué se huye, quién espera al cruzar la meta en la carrera de lectora velocista, lectora de maratón, lectora de fondo. La enfermedad no es la lectura, sino los maquiavelismos que nos instan a entregarnos a ella para demostrarle a quienes nos aman que merecemos ser amados.
La enfermedad no es la lectura, sino los maquiavelismos que nos instan a entregarnos a ella para demostrarle a quienes nos aman que merecemos ser amados
No voy a negar –sería absurdo hacer oídos sordos a los desesperados reclamos de mi corazón al terminar un libro y no poder compartir las impresiones– que uno puede sentirse desafortunadamente solo si no se le brinda ocasión de evacuar las ideas que se han resistido, divertidas y rebeldes, a dejar de columpiarse en el jardín interior tras el THE END, pero solo, lo que se dice solo, uno no lee nunca. A la lectura nos arrojan siempre los demás. Incluso cuando creemos que los mandatos que nos imponemos son propios: nunca lo son. Uno lee siempre rodeado de aquellos que lo han mal querido, de aquellos que lo han abandonado y, sobre todo, de aquellos a quienes, aunque no conozca, desea impresionar.
Querido Gonzalo, creo que amar y leer es querer saberlo todo del otro y posiblemente, en realidad, tan solo de uno mismo. Hay un estado de fijación en el enamorado-neurótico, en el lector-enajenado en el enamorado-lector, en el lector-de-atracón, ese al que Luna Miguel llama “lector-bulímico”, ese que lee, come y ama a la velocidad de la neurosis, que hace que estas actividades sean, en algún sentido, o bien incompatibles o bien difíciles de compaginar. Hay una compulsión que impide que esta triada de objetos ocupen, copen totalmente, el mismo espacio y el mismo tiempo. Hay una pulsión de muerte; Leer mata. pero ¿acaso es el mantenimiento de esta frustración permanente la única manera de amar?, ¿hay que encomendarse a amar algunas cosas por encima del amor que les profesamos a quienes amamos? ¿es este el secreto del éxito? Alzar una irreconciliación permanente entre los amores, alzar un estandarte con bandera Lo imposible.
Tengo un plan, Gonzalo, voy a leer para procurarme un universo paralelo, uno que aquellos que me amen solo puedan observar y desear, pero nunca asediar o compartir en la totalidad; no voy a dejar de leer nunca para precipitar una conversación infinita. Voy a leer para toda la vida, para edificar un espacio al margen de quienes me aman, para tener siempre algo que decir, para ser amada, Gonzalo. De buena cuenta sabemos que todo se ejecuta para llenar un hueco hondo, un vacío inmenso, ilimitado y ordinariamente silencioso que se alza en todos los instantes y al que solemos llamar cotidianidad. Leo y leeré porque de lo contrario ¿qué nueva pasión inventaría para colmar los días, los minutos, los segundos? Sin la lectura ¿cuál será el plan, la hoja de ruta, la estrategia?, ¿qué es leer sino dedicarse por entero al examen de lo ajeno para entender lo que nos es propio y que, sin embargo, siempre parece perdido?
Lo mejor de leer es que la lectura te da un tipo de independencia maravillosa, radical
Lo mejor de leer es que la lectura te da un tipo de independencia maravillosa, radical; la lectura es una forma de vivir en donde a veces uno no necesita más que un libro. Leer es una forma de ser independiente. La lectura mantiene viva la persecución que supone la curiosidad. Leer mantiene viva la imaginación; esa forma de vivirse, de realizarse, de proyectarse y, por supuesto, de narrativizar. Leer es tener siempre un propósito. Leer es palpar con la yema de los dedos los hilos invisibles que se hilvanan entre nuestros libros; entregarse a ese delirio extraño que sucede cuando una lectura tras otra parece absolutamente necesaria. Leer es cultivar el huerto del conocimiento y del pensamiento propio.
El caso, querido Gonzalo, es que quería disculparme por haberme retrasado con la reseña de Leer mata. Resulta que hace un mes y pico conocí a un chico en un after. Y me gustó tanto que decidí encomendarme al mandato imperante de leerme uno de sus libros favoritos. Leí para mantener una conversación, para propiciarla, para alargarla. Leí para defenderme. Para resultar atractiva. Para demostrar belleza en el único sentido en el que consigo edificarla. Leí para satisfacer. Es aquí en donde mi plan hace aguas porque lo que yo quisiera, verdaderamente, por encima del impulso, de la fijación, de la compulsión, por encima de lo irreconciliable, por encima de la muerte, es encontrar un sosiego. Una paz; algo de calma. Leer tranquila. Ni para tener el control ni para esmerarme a conciencia en abandonarlo.
Lo que yo quisiera, Gonzalo, es leer para amar mejor y no para ser amada.
Te mando un abrazo largo en noche helada,
Margot
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Margot Rot nació en internet. Estudió Filosofía en la Universidad de Oviedo y se graduó en el Máster de Teoría y Crítica de la cultura de la Universidad Carlos III. Preferiría no escribir, pero escribe.
Querido Gonzalo,
En primer lugar quisiera disculparme por mi demora en la redacción de esta carta, o más bien, de esta reseña epistolar. Enero ha sido un mes felizmente ajetreado. Entre tarea y tarea he estado intentando terminar un tocho de 669 páginas en gesto de simpatía hacia un extraño al que conocí...
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